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El Conde sabía que su espada había cortado sin piedad las carnes de la memoria. Y no se asombró al comprobar que por las comisuras de los ojos de Ruperto, entre las arrugas largas y sudadas, también corrían las lágrimas. Pero el anciano las secó de un manotazo y todavía se dispuso al combate. -Papa tenía leucemia. Por eso se mató. -Nadie ha probado que tuviera leucemia. -Estaba bajando de peso. Se puso muy flaco. -Bajó hasta las ciento cincuenta y cinco libras. Parecía un cadáver.

– Por la enfermedad… ¿Se puso tan flaco? -Fueron veinticinco electroshocks, Ruperto, y miles de pastillas. De no ser por eso a lo mejor todavía estaría vivo, como usted, como Toribio. Pero lo hicieron mierda, y yo no serta muy mal pensado si creyera que el FBI estuvo detrás de esos corrientazos. Ellos lo querían fuera de combate por algo que Hemingway sabía o que ellos pensaban que sabía… Ahora todo el mundo sabe que los del FBI lo perseguían de verdad. El jefe de esa gente le tenía odio y una vez hasta insinuó que Hemingway era maricón.

– ¡Eso es mentira, cojones!

– Así que lo peor que podía pasarle ahora es que le cayera este muerto arriba… Bueno, Ruperto, ¿lo salvamos o lo hundimos?

El anciano volvió a secarse las lágrimas que le mojaban el rostro, pero con un movimiento cansado. El Conde se sintió un miserable: ¿tenía algún derecho a robarle a un anciano los mejores recuerdos de su vida? Pensó entonces que, entre otras razones, había dejado de ser policía para no verse obligado a realizar actos infames como ése.

– Papa fue para mí lo más grande del mundo -dijo Ruperto, y su voz había envejecido-. Desde que lo conocí, hasta hoy, me ha dado de comer, y eso se agradece.

– Se debe agradecer, claro.

– Yo no sé quién mató al hijo de puta ese que se metió en la finca -dijo, sin mirar a sus interlocutores: hablaba como si se dirigiera a algo distante, quizás a Dios-. Nunca lo pregunté. Pero cuando Toribio me tocó la puerta, como a las tres de la mañana, y me dijo: «Vamos, Papa me mandó a buscarte», yo también fui para la finca. Raúl y Calixto estaban abriendo el hueco y Papa tenía su linterna grande en la mano. Parecía preocupado, pero no estaba nervioso, seguro que no. Y sabía cada cosa que se debía hacer.

»-Hubo un problema, Rupert. Pero no puedo decirte más nada. ¿Entendido?

»-No hace falta, Papa.

«Tampoco le dijo nada a Toribio, pero creo que a Raúl sí se lo dijo. Raúl era como su hijo de verdad. Y yo sé que Calixto sabía lo que pasó esa noche.

»-Ayuden a sacar tierra -nos dijo entonces.

»Toribio y yo cogimos las palas. Después, entre Calixto y yo, que éramos los más fuertes, cargamos al tipo. Pesaba una barbaridad. Estaba envuelto en una colcha, a la entrada de la biblioteca. Lo sacamos como pudimos y lo tiramos en el hueco. Papa echó entonces la insignia del tipo.

»-Raúl y Toribio, tápenlo y preparen otra vez la valla. No se demoren, que está amaneciendo y Dolores y el jardinero van a llegar. Calixto y Rupert, vengan conmigo.

«Los tres volvimos a la casa. Donde levantamos al muerto había una mancha de sangre, que se estaba secando.

»-Rupert, limpia eso, yo tengo que hablar con Calixto.

»Yo me puse a limpiar la sangre y trabajo que me costó sacarla toda. Pero quedó limpio. Mientras, Papa y Calixto estaban hablando en la biblioteca, muy bajito. Yo vi cuando Papa le dio un cheque y unos papeles.

»-¿Ya terminaste, Rupert? Bueno, ven acá. Ahora mismo coge el Buick y te vas con Calixto y con Toribio. Saca el Pilar y lleva a Calixto hasta Mérida y vuelve enseguida. Y tiren esto en el mar.

»Papa cogió la Thompson y la miró un momento. Le dolía desprenderse de ella. Era el arma preferida de Gigj, el hijo suyo.

»-Veré qué historia le invento a Gigi.

– Claro, cono -exclamó el Conde-, yo vi la Thompson en una foto. El hijo de Hemingway la tenía en las manos.

– Era pequeña, fácil de manejar -ratificó Ruperto.

– Siga, por favor.

– Papa la envolvió en un mantel, junto con una pistola negra, creo que un 38, y le dio el bulto a Calixto.

«-Arriba, que va a amanecer.

»A mí me dio una palmada aquí, en la nuca, y a Calixto le dio la mano y le dijo algo que yo no escuché bien.

»-El hijo de puta se lo merecía, Ernesto.

«Calixto era el único de nosotros que le decía Ernesto.

»-Vas a cumplir tu sueño. Disfruta Veracruz. Yo te aviso si me enamoro de una cubana…

»Eso fue lo que le dijo Papa. Cuando salimos, ya Raúl y Toribio habían terminado, y nosotros tres nos fuimos en el Buick. Y yo hice lo que él me pidió: llevé a Calixto hasta Mérida. En el camino, Calixto tiró la Thompson y la pistola en el mar, y el mantel se quedó flotando hasta que lo perdimos de vista. Cuando regresé al otro día por la noche y fui a la finca para llevar el Buick, Raúl me dijo que Papa ya había salido para eí aeropuerto, pero que nos había dejado un recado a Toribio y a mí -Ruperto hizo una pausa y lanzó el cabo de tabaco hacia el río-. Él nos dejó dicho que nos quería como si fuéramos sus hijos y que confiaba en nosotros porque éramos hombres… Papa decía esas cosas que lo enorgullecían a uno, ¿no?

Los masai solían decir que un hombre solo no vale nada. Pero lo que mejor habían aprendido los masai en siglos de convivencia con las peligrosas sabanas de su tierra es que un hombre, sin su lanza, vale menos que nada. Aquellos africanos, cazadores ancestrales y furibundos corredores, se movían en grupos, evitaban los combates siempre que podían, y dormían abrazados a sus lanzas, muchas veces con la daga a la cintura, pues de ese modo propiciaban la protección del dios de las praderas. La estampa de hombres hablando alrededor de una hoguera, con sus lanzas en las manos y bajo un cielo negro y sin estrellas, fue como un relámpago en su mente, que sin mayores trámites pasó del sueño a la conciencia, cuando logró enfocar su mirada a través de los vidrios empañados de sus espejuelos y descubrió que el desconocido tenía en sus manos el blúmer negro de Ava Gardner y el revólver calibre 22.

El intruso se había quedado estático, mirándolo, como si no entendiera que él fuese capaz de abrir los ojos y observarlo. Era un hombre tan grande y grueso como él, casi de su misma edad, pero respiraba con dificultad, quizás por el miedo o tal vez por el peso de su enorme barriga. Se cubría con un sombrero negro, de ala estrecha, y vestía saco y corbata oscuros, con camisa blanca. No necesitaba de la chapa para que los demás adivinaran su oficio. Saber que era un policía y no un asaltante cualquiera le produjo cierto alivio, pero tuvo la insultante convicción de haber sentido miedo.

Acostado aún, él se quitó las gafas para limpiarlas con la sábana.

– Mejor no se mueva -dijo el hombre, que había logrado desenvolver el 11 y lanzó al suelo el blúmer negro-. No quiero problemas. Ningún problema, por favor.

– ¿Está seguro? -preguntó él, colocándose los espejuelos. Se incorporó en la cama y trató de parecer sereno. El hombre dio un paso atrás, con cierta dificultad-. Se mete en mi casa y dice que no quiere problemas.

– Nada más quiero mi insignia y mi pistola. Dígame dónde están y me voy.

– ¿De qué me está hablando?

– No se haga el tonto, Hemingway. Yo estaba borracho, pero no tanto… Se me perdieron por allá abajo. Y mande callar a ese maldito perro.

El hombre se estaba poniendo nervioso y él comprendió que así podía ser peligroso.

– Voy a levantarme -dijo y mostró las manos.

– Arriba, calle al animal.

Él se calzó los mocasines que estaban junto a la cama y el otro se apartó, siempre con el revólver en la mano, para dejarle paso hacia la sala. Al cruzar cerca del hombre sintió el hedor ácido del sudor y el miedo, incapaces de vencer el vaho del alcohol que transpiraba. Aunque prefirió no mirar hacia el librero del rincón, tuvo la certeza de que la Thompson seguía en su sitio, pero pensó que no era necesario acudir a ella. Abrió la ventana de la sala y le silbó a Black Dog. El perro, que también estaba nervioso, movió la cola al escucharlo.

– Está bien, Black Dog…, está bien. Ahora cállate, me has demostrado que eres un gran perro.

El animal, gruñendo aún y con las orejas alzadas, se paró en dos patas contra el borde de la ventana.

– Así está bien, calladito -agregó él y le acarició la cabeza.

Cuando se volvió, el policía lo miraba con sorna. Parecía más tranquilo y eso estaba mejor.

– Me da mi insignia y mi pistola y me voy. Yo no quiero problemas con usted…, ¿puedo?

E indicó con el revólver el pequeño bar colocado entre los dos butacones.

– Sírvase.

El hombre se acercó al mueble y entonces él descubrió que cojeaba de la pierna derecha. Con el revólver en la mano, logró descorchar la ginebra y se sirvió medio vaso. Comenzó con un trago largo.

– Me encanta la ginebra.

– ¿Nada más que la ginebra?

– También la ginebra. Pero hoy se me fue la mano con el ron. Es que se deja beber y después…

– ¿Por qué vino a mi casa?

El hombre sonrió. Tenía unos dientes grandes, mal dispuestos y manchados por el tabaco.

– Pura rutina. Venimos de vez en cuando, echamos una mirada, anotamos quiénes son sus invitados, hacemos algún informe. Hoy estaba todo tan tranquilo que me dio por brincar la cerca…

Él sintió una oleada de indignación capaz de arrastrar los restos del temor que había sentido en la cama.