– ¿Pero qué carajos…?
– No se sulfure, Hemingway. No es nada grave. Digámoslo así, para que me entienda: a usted le gustan los comunistas y a nosotros no. En Francia, en España y hasta en Estados Unidos usted tiene muchos amigos comunistas. Y aquí también. Su médico, por ejemplo. Y este país está en guerra y cuando hay guerra los comunistas pueden ser muy peligrosos. A veces no enseñan el hocico, pero siempre están al acecho, esperando su oportunidad.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso?
– Parece que hasta ahora nada, la verdad. Pero usted habla mucho y se sabe que algún dinero les ha dado, ¿no?
– Mi dinero es mío y yo…
– Espere, espere, yo no vine aquí a discutir sobre su dinero o sobre sus gustos políticos. Quiero mi insignia y mi pistola.
– Yo no he visto nada de eso.
– Tiene que haberlas visto. Se me perdieron entre la cerca del fondo y la piscina. Ya busqué por todos lados y no aparecen. Tiene que haber sido cuando brinqué la cerca… Mire lo que me pasó.
El policía hizo girar el torso para que él viera el desgarrón que su saco tenía en la espalda.
– Lo siento. Yo no tengo nada suyo. Ahora déme mi revólver y vayase.
El hombre bebió otro trago, colocó el vaso sobre un librero y buscó un cigarro. Lo encendió y expulsó el humo por la nariz, mientras tosía. Por efecto de la tos, los ojos del policía se humedecieron y parecía lloroso cuando volvió a hablar.
– Me va a complicar la vida, Hemingway. En diciembre me jubilo con treinta años de servicio y un plus por limitación física: un hijo de puta me hizo mierda una rodilla y mire para lo que he quedado… Y no puedo decir que perdí mi placa y mucho menos la pistola mientras entraba en su propiedad. ¿Entiende?
– De todas maneras se van a enterar. Cuando yo se lo diga a los periodistas…
– Oiga, no me rompa los cojones.
– Y usted sí me los puede romper y hasta patear, ¿verdad?
El hombre movió la cabeza, negando. Hablaba y fumaba sin quitarse el cigarro de los labios.
– Mire, Hemingway: yo soy nada, yo no existo, yo soy un número en una plantilla enorme. No me complique, por favor. Los informes sobre usted que están en los archivos no es por mi culpa. Mi trabajo es vigilarlo y punto. A usted y a otros quince americanos locos como usted que andan por esta ciudad y a los que les gustan los comunistas.
– Eso es un atropello…
– Está bien. Es un atropello. Vaya a Washington y dígaselo al jefazo, o al mismo presidente. Ellos fueron los que dieron la orden. Y no a mí, por supuesto. Entre ellos y yo hay mil jefes…
– ¿Y desde cuándo me vigilan?
– Qué sé yo…, desde el treinta y pico, creo. Yo empecé hace dos años, cuando me mandaron para la embajada de La Habana. Y me cago en la puta hora en que acepté meterme en este país de mierda, mire cómo sudo, y la humedad me acaba con la rodilla, y el ron se me va a la cabeza… ¿Con todo el dinero que usted tiene cómo cono se le ocurrió meterse aquí?
– ¿Qué ha dicho usted de mí?
– Nada que no se supiera -al fin se quitó el cigarro de los labios y bebió otro trago para terminar el vaso-, ¿Dónde puedo echar la ceniza?
Él se movió hasta el librero, bajo la ventana, y le pareció absurdo que el hombre ensuciara con sus cigarros el hermoso cristal veneciano de aquel cenicero, obsequio de su vieja amiga Marlene Díetrich. Entonces se lo lanzó al policía, pero el hombre, a pesar de su edad y su gordura, se movió con rapidez y lo atrapó en el aire.
– Gracias -dijo y sonrió, satisfecho con su destreza.
– No me respondió qué ha dicho usted de mí -insistió.
– Por favor, Hemingway… Usted debe saber que el jefe Hoover no lo quiere, ¿verdad? -el hombre parecía cansado. Él levantó la vista y observó que el reloj de la pared marcaba la una y cincuenta-. Yo he dicho lo mismo que todo el mundo sabe: quiénes vienen a la casa, qué se hace aquí cuando hay fiestas, cuántos de sus amigos son comunistas y cuántos podrían serlo. Nada más. Lo de su alcoholismo y las cosas feas de su vida privada ya estaban en el dossier cuando yo llegué a Cuba. Además, yo soy demasiado borracho para hablar mal de mis colegas -y trató de sonreír.
El primer síntoma de que su presión había subido era aquella punzada en las sienes capaz de provocarle, de inmediato, una pesadez voluminosa en la parte posterior de la cabeza, justo en la base del cráneo. Luego venía el calor en las orejas. Pero nunca lo había sentido de aquel modo tan explícito. ¿Qué cosas feas se podían decir de su vida privada?, ¿qué sabrían de él aquellos gorilas que paseaban su impunidad por la faz de la tierra?
– ¿De qué había usted?
– ¿No es mejor que me dé mí insignia y mi pistola, que yo me vaya y todos en paz? Yo creo que sí…
Él lo pensó un instante, y se decidió.
– La pistola no la vi. Su insignia estaba al lado de la piscina, bajo la pérgola.
– Claro -sonrió el hombre-, yo lo sabía. Me senté un momento a fumarme un cigarro. Me dolía la rodilla… ¿Y no estaba la maldita pistola?
– Se la doy si me dice qué está escrito en ese dossier.
El policía aplastó el cigarro en el fondo del cenicero y lo dejó en el piso, sobre la alfombra.
– Por Dios, Hemingway. No me joda más y déme la placa -su voz había adquirido dureza y su mirada destilaba odio y desesperación.
– ¡La placa por la información! -gritó él y Black Dog empezó a ladrar de nuevo.
– Calle al cabrón perro. Va a venir el custodio.
– ¡La información!
– Me cago en… -el hombre levantó el revólver y le apuntó al pecho-, ¡Calle al perro o yo lo voy a callar de mala manera!
– Si mata al perro no sale vivo de aquí. ¡Así que hable!
El hombre sudaba por todos sus poros y las gotas corrían por su rostro. Sin dejar de apuntarle movió el sombrero hacia atrás y se pasó la mano izquierda por la frente.
– No sea estúpido, Hemingway, no se lo puedo decir.
– Yo sé que cuando tenga la insignia y la pistola me va a matar. Me tiene que matar.
– Nadie tiene que morirse si usted me da mis cosas.
– Pues si no habla no le doy su insignia. Y voy a llamar al custodio.
Black Dog seguía ladrando cuando él dio un paso hacia la ventana. En ese instante sintió que su cabeza podía estallar y que no era capaz de pensar. Sólo sabía que debía explotar la desesperación del policía para obligarlo a hablar. El agente, sorprendido por la acción, demoró un instante en ponerse en movimiento, avanzó tres pasos y estiró uno de sus brazos para agarrarlo por el hombro. Cuando al fin logró atraparlo, lo tiró hacia atrás. Pero ya él había aferrado uno de los sólidos candelabros extremeños de plata y, con el mismo impulso del tirón, se volvió y golpeó al policía a la altura del cuello. Fue un buen golpe, fuerte, pero mal colocado. El policía retrocedió, con la mano izquierda sobre el sitio donde recibiera el golpe y el brazo derecho estirado, tratando de encañonar al escritor con el revólver del 22.
– ¡Pero qué cojones…! ¡Te voy a matar, maricón de mierda!
¿Éste es el fin, muchacho?, tuvo tiempo de pensar. La primera detonación retumbó en la casa y el policía dio un paso hacia su izquierda, mientras se llevaba la mano al abdomen. Como si estuviera borracho, el agente intentó recuperar el equilibrio para volver a colocarlo en la mira del revólver. Cuando logró apuntarle, llegó la segunda detonación, que resultó más amable y fue como si empujara al hombre, que cayó de lado, con los ojos abiertos, la mano libre aferrada al estómago y la otra al revólver.
En la puerta de la habitación Calixto bajó la Thompson. A su lado, Raúl seguía apuntando, con una pistola negra y reluciente, todavía humeante, que reproducía todo el temblor de su brazo. Entonces Raúl también bajó el arma, mientras Calixto se acercaba al hombre caído. Con su bota pisó la mano que aún aferraba la 22 y con el otro pie desprendió el arma de una patada.
– ¿Estás bien, Papa? -Raúl avanzó hacía él.
– No sé, creo que sí.
– ¿Seguro que estás bien?
– Ya te dije que sí. ¿Y esa pistola?
– Debe ser la del tipo. Calixto y yo la encontramos.
– Este hijo de puta te iba a matar, Ernesto -comentó Calixto.
– ¿Tú crees?
– Sí, creo que sí -y apoyó la Thompson en la pared.
– ¿Por qué no quisiste ir a la Central?
– Ya no me gusta la Central.
– ¿Nunca volviste a entrar?
– Nunca -confirmó el Conde y se inclinó sobre el fogón. Comprobó que la cafetera había comenzado a colar-. Ya no soy policía y no pienso volver a serlo.
Sentado a la mesa, el teniente Manuel Palacios se abanicaba con un periódico viejo. Por más que había insistido, el Conde se negó rotundamente a hablar con el jefe de investigaciones de la Centra! y sólo aceptó que Manolo lo llevara a su casa.
Con gestos precisos, el Conde tomó una taza grande de loza, puso la cantidad exacta de azúcar y luego vertió el café. Lo batió con seriedad de experto y lo devolvió a la cafetera. Luego le sirvió a su amigo en una taza pequeña y se puso el suyo en la taza grande utilizada para hacer la mezcla. Respiró el perfume caliente de la infusión y sintió un alborozo conocido en su paladar. Por último vertió un chorro del líquido en un pozuelo y llamó a su perro, que dormitaba bajo la mesa.
– Arriba, Basura, el café.
El animal se desperezó y avanzó hacia el pozuelo. Metió la lengua y retiró el hocico.