– Sóplalo primero, Basura, está caliente.
– En vez de darle café deberías bañarlo.
– A él le gusta más el café. ¿No está bueno?
– Encojonao -respondió Manolo-. ¿De dónde tú sacas este café tan bueno, Conde?
– Es dominicano. Me lo manda un amigo del Viejo que se hizo amigo mío. Freddy Ginebra. ¿Tú no lo conoces?
– No, no.
– Qué extraño. Todo el mundo conoce a Freddy Ginebra… Bueno, ¿qué piensas hacer?
– Todavía no lo sé bien. Hay cosas que creo que no vamos a saber nunca. De todas maneras quiero hablar con Toribio y con Tenorio. A lo mejor saben algo…
– Deja tranquila a esa gente. Yo prefiero pensar que ni Hemingway ni Calixto ni Raúl dijeron lo que pasó esa noche. Por mi cuenta ellos eran los únicos que sabían la historia completa. Y los tres están muertos -el Conde fumaba y miraba más allá de la ventana abierta-. Ya sabemos todo lo que se puede saber…
– Para mí está claro que Calixto fue el que lo mató. Si no, no lo hubieran sacado para México.
– Yo no estoy tan convencido. Ahí pudo pasar cualquier cosa. A lo mejor Calixto nada más vio lo que pasó, o el FBI lo buscaba a él y no a Hemingway… Además, con el cadáver bien escondido, ¿por qué mandar a Calixto para México? Eso pudo ser una cortina de humo… No, hay algo extraño en todo eso y no puedo estar seguro de que haya sido Calixto.
– Si aprieto un poco a Tenorio…
– No seas tan policía, Manolo. Deja tranquilo a Tenorio. ¿Cómo lo vas a apretar? Él no había nacido cuando mataron a ese hombre…
– ¿Qué te pasa, Conde? Estoy seguro de que Tenorio sabe algo. Y tú también. ¿Por qué no quieres ver la verdad? Oye, Hemingway sacó a Calixto de Cuba para protegerlo. Él también era capaz de hacer esas cosas, ¿no? -Manolo no dejaba de mirar al Conde-. Y si salvó a Calixto, se portó como un amigo.
– Todo eso suena muy bonito, pero lo que no entiendo es por qué tuvo que darle a todo el mundo velas en ese entierro. En la finca nada más debían estar Hemingway y Calixto, pero resulta que de pronto también estaban Raúl y Toribio, y luego buscaron a Ruperto. ¿Eso no es extraño? ¿Y la segunda bala, dónde cono está la segunda bala? ¿También es de la Thompson?
– Conde, Conde… -empezó a protestar Manolo.
– ¿Y si la segunda bala no es de una Thompson? ¿Y si Hemingway fue el que lo mató y sacó a Calixto por otra razón? No sé, para que no cayera en manos de un policía un poco cabrón que lo hiciera hablar…
– Qué ganas de complicarte tienes, carajo. Mira, lo que yo no acabo de entender es qué cono hacía metido en la casa ese agente del FBI. Vigilarlo es una cosa, acosarlo es otra… Y Hemingway no era ningún comemierda al que ellos pudieran presionar así como así. Y tampoco se me ocurre por qué no tiraron al mar la insignia…
Manolo tomó un cigarro de la cajetilla del Conde y se puso de pie. Avanzó hasta la puerta de la cocina, abierta hacia la terraza y el patio, sombreado por una vieja mata de mangos.
– Me encantaría ver las quince páginas que le faltan al dossier del FBI -Manolo expulsó el humo y se volvió-. No sé por qué, pero creo que ahí está la clave de todo lo que pasó esa noche. ¿Tendrá que ver con los submarinos y el petróleo?
– Hemingway descubrió quién le daba petróleo a los nazis aquí en Cuba, y el FBI lo ocultó… Hay secretos que matan, Manolo. Y ése por lo menos mató a dos hombres: al policía y a Hemingway. Ahí perdió todo el mundo.
– Bueno, bueno…, ¿ahora no te cae tan mal?
– No sé. Tengo que esperar a que baje la marea.
– ¿Sabes una cosa? Me leí otra vez el cuento que me dijiste. «El gran río de los dos corazones.»
– ¿Y?
– Es un cuento extraño, Conde. No pasa nada y uno siente que están pasando muchas cosas. Él no decía lo que uno se debía imaginar.
– Él sabía hacer eso. La técnica del iceberg. ¿Te acuerdas? Siete partes ocultas bajo el agua, una sola visible, en la superficie… Como ahora, ¿no? Cuando descubrí lo bien que él lo hacía, me puse a imitarlo.
– ¿Y qué estás escribiendo ahora?
El Conde fumó dos veces de su cigarro, hasta sentir calor en los dedos. Miró la colilla un instante y la lanzó por la ventana.
– La historia de un policía y un maricón que se hacen amigos.
Manolo regresó a la cocina. Sonreía.
– Me cago en tu madre por adelantado -dijo el Conde.
– Está bien, está bien. Cada cual escribe de lo que puede y no de lo que quiere -aceptó el otro.
– ¿Vas a cerrar el caso?
– No sé. Hay cosas que no sabemos, pero creo que nunca las vamos a saber, ¿no? Y si lo cierro, es que existió. Y si existió, se va a regar la mierda. No importa si fue Calixto, si fue Raúl o si fue él, pero se va a formar un rollo del carajo. Y sigo pensando que cuarenta años después, ¿a quién le importa ese muerto?
– ¿Estás pensando lo que yo estoy pensando?
– Estoy pensando que si al fin y al cabo no sabemos quién lo mató, ni por qué, ni podemos acusar a nadie, ni el cadáver está reclamado por nadie…, ¿no es mejor olvidarse de ese saco de huesos?
– ¿Y tus jefes?
– A lo mejor los puedo convencer. Digo yo…
– Si el jefe fuera el Viejo se podría. El mayor Rangel parecía duro, pero tenía su corazoncito. Yo lo hubiera convencido.
– ¿Entonces qué tú crees?
– Espérate aquí.
El Conde fue al cuarto y regresó con la biografía de Hemíngway que había estado leyendo.
– Mira esta foto -y le dio el libro a Manolo.
De pie, con una cortina de árboles al fondo, Hemingway aparecía de perfil. Su pelo y su barba estaban completamente blancos, y la camisa de ginghah parecía prestada por otro Hemingway más corpulento que el de la foto: el cuerpo del hombre se había reducido, sus hombros se habían caído y estrechado. Miraba en pensativo silencio algo que no se podía apreciar en la fotografía, y al ver aquella imagen se recibía una inquietante sensación de veracidad. Su estampa era la de un anciano, y apenas recordaba al hombre que practicó y disfrutó la violencia. El pie de grabado advertía que la instantánea había sido tomada en Ketchum, antes de su estancia final en la clínica, y era una de las últimas fotos del escritor.
– ¿Qué estaría mirando? -preguntó Manolo.
– Algo que estaba del otro lado del río, entre los árboles -respondió el Conde-. Se estaba viendo a sí mismo, sin público, sin disfraces, sin luces. Estaba viendo a un hombre vencido por la vida. Un mes después se metió un tiro.
– Sí, estaba jodido.
– No, al contrario: estaba libre del personaje que él mismo se inventó. Ése es el verdadero Hemíngway, Manolo. Ése es el mismo tipo que escribió «El gran río de los dos corazones».
– ¿Te digo lo que voy a hacer?
– No, no me lo digas -el Conde lo interrumpió con toda su dramática insistencia, moviendo incluso las manos-. Ésa es la parte oculta del iceberg. Deja que yo me lo imagine.
El mar formaba una mancha insondable y desesperanzadora, y sólo cuando rompía en las rocas de la costa su monotonía negra era alterada por la cresta efímera de las olas. A lo lejos, dos luces tímidas marcaban la presencia de botes de pesca, empeñados en sacar del océano algo bueno aunque invisible, pero a la vez muy deseado: era un desafío eterno y conmovedor el que movía a aquellos pescadores, pensó el Conde.
Sentados en el muro, el Conde, el Flaco y el Conejo daban cuenta de sus provisiones de ron. Después de devorar los pollos al ajillo, la cazuela de malanga rociada con mojo de naranja agria, las fuentes de arroz y la montaña de buñuelos en almíbar preparados por Josefina sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas maravillas extinguidas en la isla, el Conde había insistido en que debían ir hasta Cojímar si sus amigos pretendían oír la historia completa de la muerte de un agente del FBI en Finca Vigía, y el Conejo debió pedirle a su hermano menor que le prestara el Ford Fairland 1958 más brillante y adornado de Cuba. El milagro de la transformación de aquella antigüedad renacida de sus chatarras y que ahora se cotizaba en varios miles de dólares, se debía al laborioso empeño del Conejo menor, quien había entrado en posesión de los activos necesarios para comprarlo y embellecerlo en los escasos seis meses que llevaba como administrador de una panadería dolarizada, que parecía más bien una inagotable mina de oro.
Entre el Conde y el Conejo habían alzado a Carlos de su sillón de ruedas para subirlo al muro del malecón y luego, con delicadeza, movieron las piernas inútiles del amigo hasta hacerlas colgar hacia la costa. Las escasas luces del pueblo quedaban a sus espaldas, más allá del busto verde de Hemingway, y los tres sentían que era agradable estar allí, frente al mar, a la vera del torreón español, disfrutando la brisa posible de la noche mientras oían la historia narrada por el Conde y bebían ron directamente del pico de la botella.
– ¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó el Conejo, dueño de una lógica implacable, siempre necesitada de respuestas también dotadas de lógica implacable.
– Creo que ni timbales -dijo el Conde, apelando a los últimos ripios de su inteligencia, a punto ya de naufragar en el alcohol.
– Eso es lo mejor de esta historia -afirmó el flaco Carlos luego de sacarle las últimas gotas a la segunda botella-. Es como si nunca hubiera pasado nada. No hubo muerto, m matador, ni nada. Me gusta eso…
– Pero ahora yo veo un poco distinto a Hemíngway…, no sé. Un poco…
– Está bien que lo veas distinto, Conde -intervino el Flaco-. Al fin y al cabo el tipo era un escritor y eso es lo que te importa a ti, que eres escritor y no policía, ni detective, ni vendedor de ni carajo. Escritor: ¿verdad?
– No, salvaje, no estoy tan seguro. Acuérdate de que hay muchas clases de escritores -y empezó a contar con todos los dedos que logró convocar-: los buenos escritores y los malos escritores, los escritores con dignidad y los escritores sin dignidad, los escritores que escriben y los que dicen que escriben, los escritores hijos de puta y los que son personas decentes…
– ¿Y dónde tú pones a Hemingway? ¿A ver? -quiso saber el Flaco.
El Conde descorchó la tercera botella y bebió un trago leve.
– Creo que era de todo un poco.
– A mí lo que me jode de él es que nada más veía lo que le interesaba ver. Esto mismo -dijo el Conejo y volvió la cara hacia el pueblo-, decía que era una aldea de pescadores. Pa; su madre: nadie en Cuba dice que esto es una aldea de pescadores ni de un carajo, y por eso Santiago es cualquier cosa menos un pescador de Cojímar.
– Eso también es verdad -sentenció Carlos-. El tipo no entendió ni cojones. O no le importó entender, no sé. ¿Tú sabes, Conde, si alguna vez se enamoró de una cubana?
– Pues mira que no sé.
– ¿Y así pretendía escribir de Cuba? -el Conejo parecía exaltado-. Qué viejo más farsante…
– La literatura es una gran mentira -concluyó el Conde.
– Éste ya está hablando mierda -terció el flaco Carlos y le puso una mano en el hombro a su amigo.
– Bueno, para que lo sepan -siguió el Conde-, voy a pedir mi entrada en los hemingwayanos cubanos.
– ¿Y qué cosa es eso? -quiso saber el Conejo.
– Una de las dos mil maneras posibles y certificadas de comer mierda, pero me gusta: no hay jefes, ni reglamentos, ni nadie que te vigile, y uno entra y sale cuando le da la gana y si quieres hasta te puedes cagar en Hemingway.
– Si es así, a mí también me gusta -caviló el Conejo-. Creo que voy a inscribirme. ¡Vivan los hemingwayanos cubanos!
– Oye, Conde -el Flaco miró a su amigo-, pero en todo este lío se te olvidó descubrir una cosa…
– ¿Qué cosa, salvaje?
– El blúmer de Ava Gardner.
El Conde miró al Flaco, directamente a los ojos.
– Yo creí que tú me conocías mejor.
Y sonrió, mientras con una mano hurgaba en el bolsillo posterior del pantalón, al tiempo que levantaba la nalga del muro. Con gestos ampulosos de mago barato, sacó la tela negra, cubierta de encajes, la misma tela que un día acarició las intimidades profundas de una de las mujeres más bellas del mundo. Con las dos manos abrió el blúmer, como si colgara de una tendedera, para que sus amigos observaran las dimensiones, la forma, la textura transparente de la pieza, e imaginaran, con sus mentes febriles, la carne viva que una vez ocupó aquel espacio.
– ¿Te lo robaste? -la admiración del Flaco era ilimitada y su gula erótica también. Lanzó una de sus manos y atrapó el blúmer para sentir en sus dedos, cerca de sus ojos, el calor de la tela del deseo.
– Estás del carajo, Conde -le dijo el Conejo y sonrió.
– Algo tenía que sacar de esta historia, ¿no? Dame acá, Flaco -pidió, y su amigo le devolvió la pieza de tela. Delicadamente el Conde buscó el elástico de la cintura y lo abrió con las dos manos para luego llevárselo a la cabeza: entonces se lo encasquetó como si fuera una boina-. Ésta es la mejor corona de laureles que jamás exhibió ningún escritor. Éste es mi gorro frigio.
– Cuando te canses de joder me lo prestas -reclamó el Conejo, pero el Conde no parecía tener intenciones de descubrirse.
– Dame el ron -pidió el Conde y volvió a beber.
– Mira que ya estás borracho -le advirtió el Conejo.
De la lejanía, uno de los botes iluminados con un farol se iba acercando a la costa.
– ¿Habrán cogido algo? -se preguntó el Flaco.
– Seguro que sí -afirmó el Conde-. A menos que estén salaos, como nosotros…
En silencio observaron la maniobra del bote, cuyo motor tosía con intermitencia, como si estuviera a punto de ahogarse con sus propias flemas. Lentamente cruzó frente a ellos y enfiló hacia el embarcadero del río.
– No sé ni cuántos años llevaba yo sin venir a Cojímar -dijo al fin el flaco Carlos.
– Sigue siendo un lugar extraño -comentó el Conde-. Es como si aquí no pasara el tiempo.
– Lo jodido es que sí pasa, Conde, siempre pasa -remató el Conejo con su imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo-. La última vez que vinimos aquí todos juntos, Andrés estaba con nosotros. ¿Se acuerdan?
– Dame el ron -pidió el Conde-, voy a darme un trago por el amigo Andrés -y bebió una porción devastadora.
– Hace siete años que se fue pal norte -el Flaco recibió la botella que le pasaba el Conde-. Siete años son muchos años. No sé por qué no quiere venir todavía.
– Yo sí sé -afirmó el Conejo-: para poder vivir del otro lado -e indicó el mar-, necesitaba arrancarse de la vida lo que dejó de este lado.
– ¿Tú crees? -intervino Carlos-, ¿Y cómo va a vivir sin lo que ya vivió aquí? No, Conejo, no… Mira, hace un rato yo me estaba imaginando que Andrés podía estar del otro lado, mirando el mar igual que nosotros, y pensando en nosotros. Para eso son los amigos: para acordarse unos de los otros, ¿no?
– Sería lindo -dijo el Conde-, y lo más jodido es que puede ser cierto.
– Yo me acuerdo de ese cabrón todos los días -aseguró Carlos.
– Yo nada más que cuando me emborracho, como ahora -dijo el Conejo-. Así se aguanta mejor. Dormido o borracho…
El Conde se inclinó hacia delante y buscó el cadáver de una de las botellas que ya habían ejecutado.
– Está ahí -le dijo al Flaco-. Dame acá ese litro vacío.
– ¿Para qué lo quieres? -Carlos le temía a los impulsos alcohólicos de su amigo.
El Conde miró hacia el mar.
– Yo también creo que Andrés está del otro lado, mirando para nosotros. Y quiero mandarle una carta. Dame acá la cabrona botella.
Con la botella entre las piernas y el cigarro en los labios, el Conde buscó algún papel en sus bolsillos. Lo único que halló fue la cajetilla donde aún bailaban un par de cigarros. Guardó los cigarros en el bolsillo y, controlando el temblor de sus manos, la rasgó cuidadosamente, hasta obtener un pedazo de papel rectangular. Apoyado en el muro, procurando recibir alguna claridad, comenzó a escribir sobre el papel, mientras leía en voz alta las palabras que iba grabando: «A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer siempre», y se detuvo, con el bolígrafo apoyado sobre el papel. «Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodídos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora. Escuálida y conmovedora de verdad… Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena», y firmó Mario Conde, para luego pasarle el papel a Carlos y al Conejo, que estamparon sus nombres. Con esmero, el Conde enrolló el papel y lo depositó dentro del recipiente. Entonces se descubrió y comenzó a introducir dentro de la botella el blúmer negro de Ava Gardner.
– Te volviste loco -protestó el Conejo.
– Para algo son los amigos, ¿no? -comentó el Conde mientras la tela bajaba hacia la barriga del litro.
– Eso digo yo -remató el flaco Carlos.
– Seguro llega el día de su cumpleaños -divagó el Conejo, después de darse un lingotazo de ron, y comenzó a cantar-: Felicidades, Andrés, en tu día…
Cuando la prenda de tela quedó dentro, el Conde hundió el corcho en la boca, y lo golpeó con la mano abierta para que el sellado fuera perfecto.
– Va a llegar -afirmó el Conde-. Estoy seguro de que este mensaje va a llegar -y se empinó la otra botella de ron, dispuesto a buscar el alivio del olvido.
Bufando el vapor del trago, sin soltar la botella mensajera, el Conde se esforzó por incorporarse y al fin logró ponerse de pie sobre el muro cuando el Conejo repetía: «Felicidad, felicidad, felicidad…». Conde miró hacia el mar, infinito, empeñado en abrir distancias entre los hombres y sus mejores recuerdos, y observó el agresivo lecho de rocas, contra el cual podían estrellarse todas las ilusiones y dolores de un hombre. Bebió otro trago, a la memoria del olvido, y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones:
– ¡Adiós, Hemingway!
Entonces tomó impulso con el brazo hacia atrás y lanzó la botella al agua. El recipiente epistolar, preñado con las nostalgias de aquellos náufragos en tierra firme, quedó flotando cerca de la costa, brillando como un diamante invaluable, hasta que una ola lo envolvió y lo alejó hacia esa zona oscura donde sólo es posible ver algo con los ojos de la memoria y el deseo.