Выбрать главу

– Y por supuesto, les va a encantar decir que Hemingway lo mató. ¿Y si no fue él quien lo mató?

– Eso es lo que tú vas a averiguar. Si puedes… Mira, Conde, yo estoy hasta aquí de trabajo -e indicó a la altura de las cejas-. Esto se está poniendo cabrón: cada día hay más robos, malversaciones, asaltos, prostitución, drogas, pornografía…

– Lástima que ya no soy policía. Tú sabes que me encanta la pornografía.

– No jodas, Conde: pornografía con niños.

– Esto es el principio, Manolo. Agárrate para lo que nos viene arriba…

– Por eso mismo, Conde, ¿tú crees que con toda esa mierda en el ambiente yo tengo tiempo de meterme en la vida de Hemingway, que se voló la cabeza hace mil años, para saber si mató o no a un tipo que no se sabe ni quién coño es?

El Conde sonrió y miró hacia el mar. La caleta, en otros tiempos repleta de botes de pescadores, era ahora un piélago desierto y refulgente.

– ¿Sabes una cosa, Manolo?… -hizo una pausa y probó su trago-. A mí me encantaría descubrir que fue Hemingway el que mató a ese tipo. Desde hace años el cabrón me cae como una patada en los cojones. Pero a la vez me jode pensar que le echen arriba un muerto que no es suyo. Por eso voy a averiguar un poco, y cuando digo un poco es un poco… ¿Ya registraron bien toda la parte donde apareció el muerto?

– No, pero mañana van para allá Crespo y el Greco. Ese trabajo no lo podía hacer cualquier abrehuecos.

– Y tú ¿qué vas a hacer?

– Seguir en lo mío y dentro de una semana, cuando me digas lo que sabes, cierro el caso y me olvido de esta historia. Y que le caiga la mierda arriba a quien le caiga.

El Conde volvió a mirar hacia el mar. Sabía que el teniente Palacios tenía razón, pero una extraña incomodidad se le había instalado en la conciencia. ¿Será por culpa del mar o porque fui policía demasiado tiempo?, pensó. ¿O será porque ahora trato de ser escritor?, también pensó, para no relegar su mayor ambición.

– Ven acá, quiero que veas una cosa -le pidió a su amigo y se puso de pie.

Sin esperar a Manolo cruzó la calle y avanzó entre los troncos de las casuarinas hacia el pequeño parque con una glorieta sin techo, dentro de la cual estaba el pedestal de mampostería con el busto de bronce. La luz del sol, oblicua y decadente, entregaba sus últimos beneficios todavía tórridos al rostro verde y casi sonriente del hombre allí inmortalizado.

– Cuando empecé a escribir, yo también lo hacía como él. Este tipo fue muy importante para mí -dijo el Conde, con los ojos clavados en la escultura.

De todos los homenajes, utilizaciones y rememoraciones del nombre y la figura de Hemingway existentes en Cuba, sólo aquel busto le parecía sentido y verdadero, como una de las simples oraciones afirmativas que Hemingway aprendió a escribir en sus viejos días de reportero novato del Kansas City Star. En verdad, al Conde siempre le sonaba excesivo y hasta poco literario que sobreviviera un torneo de pesca de agujas, inventado por el mismo escritor y perpetuado después de su muerte, todavía patentizado con su nombre. Le resultaba falso y de mal gusto -en realidad de mal sabor- aquel daiquirí «Papa Doble» que una vez, atentando contra su pobre bolsillo, había bebido en la barra del Floridita, para encontrarse con una poción desleída a la cual Hemingway le había negado -por prescripción facultativa, para colmo de males-la gracia salvadora de la cucharadita de azúcar capaz de marcar la diferencia entre un buen cóctel y un ron mal aguado. Más que turbia, le parecía insultante la invención de una glamurosa Marina Hemingway para que los ricos y hermosos burgueses del mundo y ningún zarrapastroso cubano de la isla (por la simple condición de ser cubano y todavía vivir en la isla) disfrutaran de yates, playas, bebidas, comidas, putas complacientes y mucho sol, pero de ese sol que da un bello color en la piel, y no del otro, que te quema hasta los sesos en un campo de caña. Incluso el museo de Finca Vigía, donde Conde había dejado de ir tantos años atrás, le sabía a escenografía calculada en vida para cuando llegara la muerte… Al final, sólo la carcomida y desolada plazoleta de Cojímar, con aquel busto de bronce empotrado en un bloque de concreto roído por el salitre, decía algo simple y verdadero: era el primer homenaje postumo que se le rindió al escritor en todo el mundo, era el que siempre olvidaban sus biógrafos, pero era el único sincero, pues lo habían levantado con sus propios dineros los pobres pescadores de Cojímar, luego de recoger por toda La Habana los trozos de bronce necesarios para el trabajo del escultor, quien tampoco cobró por su obra. Aquellos pescadores, a los que en los malos tiempos Hemingway les regaló las capturas hechas por él en aguas propicias, a los que consiguió trabajo durante la filmación de El viejo y el mar, exigiendo además que se les pagara a precio justo, unos hombres con quienes bebió cervezas y rones comprados por él, y a los cuales, en silencio, les escuchó hablar de peces enormes, plateados y viriles, capturados en las aguas cálidas del gran río azul, solamente ellos sentían lo que nadie en el mundo podía sentir: para los pescadores de Cojímar había muerto un camarada, algo que Hemingway no fue ni para los escritores, ni para los periodistas, ni para los toreros o los cazadores blancos del África, ni siquiera para los milicianos españoles o para aquellos maquis franceses, al frente de los cuales entró en París para ejecutar la etílica y feliz liberación del hotel Ritz del dominio nazi… Frente a aquel pedazo de bronce se derrumbaba toda la falsedad espectacular de la vida de Hemingway, vencida por una de las verdades más limpias de su mito, y el Conde admiraba el tributo no por el escritor, que nunca lo sabría, sino por los hombres capaces de engendrarlo, con un sentimiento de verdad que no suele existir en el mundo.

– ¿Y sabes lo peor? -agregó el ex policía-: creo que el cabrón todavía me toca aquí -y señaló un punto impreciso de su pecho.

Si Miss Mary hubiera estado en casa, aquella noche de miércoles habrían tenido invitados, como todas las noches de miércoles, y él no habría podido beber tanto vino. Seguramente no serían muchos los asistentes a la cena, porque en los últimos tiempos él prefería la tranquilidad y la conversación con un par de amigos a los tumultos etílicos de otras épocas, sobre todo desde que su hígado había lanzado el grito de alarma por los muchos alcoholes tragados a lo largo de los años, y tanto la bebida como la comida pasaron a encabezar una horrible lista de prohibiciones en indetenible y lacerante crecimiento. Pero las cenas de los miércoles en Finca Vigía se mantenían como un ritual y, de todas las personas conocidas, él prefería compartirlas con su viejo amigo de la guerra de España, el médico Ferrer Machuca, y con la inquietante Valerie, aquella irlandesa suave y rojiza, tan joven, a la cual, para no enamorarse de la tersura increíble de su piel, convirtió en asistente personal, convencido de que las cosas del trabajo y las del amor nunca deben mezclarse.

La imprevista salida de su mujer hacia Estados Unidos para agilizar la compra de unos terrenos en Ketchum, lo había dejado solo, y al menos por unos días quiso disfrutar de aquella ácida y desconocida sensación de soledad que antes solía resultar tan productiva pero que ahora se asemejaba demasiado a la vejez. Para combatir ese sentimiento, cada mañana se había levantado con el sol y, como en los mejores tiempos, había estado trabajando dura y limpiamente, de pie ante su máquina de escribir, a un ritmo superior a las trescientas palabras por jornada, a pesar de que cada vez le parecía más inatrapable la verdad perseguida en aquella historia resbaladiza a la cual ya había titulado El jardín del Edén. Aunque era incapaz de confesárselo a nadie, la verdad era que sólo había vuelto sobre aquella narración, concebida diez años antes como un cuento y que ahora había empezado a crecer desorbitadamente, porque se había visto obligado a detener la actualización de Muerte en la tarde y no se le había ocurrido otra manera de invertir su tiempo de trabajo. Mientras desollaba la vieja crónica dedicada al arte y la filosofía de las corridas de toros, necesitada de una revisión a fondo para la nueva edición planificada, había percibido que su mente funcionaba con demasiada lentitud y más de una vez, para estar seguro de sus juicios, debió esforzarse en recordar e, incluso, consultar algún texto sobre la tauromaquia capaz de aclararle ciertas esencias de aquel mundo que tan bien él había conocido en su prolongado amor por España.

Aquella mañana del miércoles 2 de octubre de 1958 llegó a escribir trescientas setenta palabras, y por el mediodía había nadado, sin llevar la cuenta de las piscinas recorridas para no avergonzarse de las cifras ridículas ahora conseguidas, tan lejos de la milla diaria que solía transitar hasta tres o cuatro años atrás. Luego de almorzar, le había ordenado al chofer que lo llevara a Cojímar, para conversar con su viejo amigo Ruperto, el capitán del Pilar, y advertirle de su intención de salir hacia el Golfo el próximo fin de semana, en busca de buenos peces y un necesario descanso a su agotado cerebro. Sobreponiéndose a sus impulsos ancestrales, regresó a la casa al atardecer, sin pasar antes por la barra del Floridita, frente a la cual nunca era capaz de pararse para beberse un solo trago.