Cenó con mucha hambre dos ruedas de emperador a la plancha, cubiertas de rodajas de cebolla blanca, dulzona y muy perfumada, y un gran plato de verduras aliñadas sólo con jugo de limas y aceite verde español, y a las nueve le pidió a Raúl que recogiera la mesa, cerrara las ventanas y, al terminar, se fuera a su casa. Pero que antes le subiera una botella del Chianti recibido la semana anterior. En la comida había preferido un Valdepeñas leve y oloroso a frutas, y su paladar ya desvelado le reclamaba ahora el regusto seco y viril de aquel vino italiano.
Cuando abandonaba la mesa observó un movimiento en la puerta de entrada y vio cómo se asomaba la cabeza oscura de Calixto. Siempre le asombraba que siendo mayor que él y después de pasar quince años en una cárcel, Calixto aún no tuviera una sola cana.
– ¿Puedo pasar, Ernesto? -preguntó el hombre, y él le hizo un gesto con la mano. Calixto se acercó unos pasos y lo miró-. ¿Cómo estás hoy?
– Bien. Creo que bien -y mostró con la mano la botella vacía dejada sobre la mesa.
– Me alegro,
Calixto era el empleado ubicuo de la finca, pues cumplía las misiones más diversas: lo mismo trabajaba con el jardinero que cubría las vacaciones del chofer, colaboraba con el carpintero o se dedicaba a pintar las paredes de la casa. Pero en esos días, por insistencia de Miss Mary -así llamaba a la señora Hemingway, como todos, por iniciativa de su esposo-, era el encargado de la vigilancia nocturna de la finca con el propósito de que el patrón no se quedara solo en la vasta propiedad. Si aquella orden no era la confirmación de que lo consideraban un viejo, ¿qué cono era? Él y Calixto se conocían hacía treinta años, desde los tiempos en que el hombre se dedicaba a meter alcohol de contrabando en Cayo Hueso y Joe Rusell a comprárselo. Muchas veces bebieron juntos en el Sloppy Joe's y en su casa del cayo, y a él le gustaba oír las historias de aquel cubano recio y de ojos tremendamente negros, que en tiempos de la ley seca había atravesado más de doscientas veces el canal de la Florida para introducir ron cubano en el sur de Estados Unidos y hacer felices a muchas personas. Luego habían dejado de verse, y cuando él empezó a visitar La Ha bana y a deambular por sus calles, supo que Calixto estaba preso por haber matado a un hombre durante una pelea de borrachos en un bar de los muelles. Cuando salió de la cárcel, en 1947, se habían encontrado casualmente en la calle Obispo y, al saber de los apuros en que andaba Calixto, él le ofreció trabajo, sin imaginar qué ocupación podía darle. Desde entonces Calixto merodeaba por su propiedad, empeñado en hacer algo útil para retribuir su salario y el favor que le debía a su amigo escritor.
– Voy a tomar café. ¿Quieres que te sirva? -preguntó Calixto alejándose ya hacia la cocina.
– No, hoy no. Sigo con el vino.
– No te pases, Ernesto -dijo el hombre desde la otra habitación.
– No me voy a pasar. Y vete al carajo con tus consejos de borracho arrepentido…
Calixto regresó a la sala con un cigarro encendido en los labios. Sonrió mientras le hablaba a su patrón.
– En los buenos tiempos de Cayo Hueso siempre te noqueaba. Con el ron y con el vodka. ¿O ya se te olvidó?
– Ya nadie se acuerda de eso. Yo menos que nadie.
– Nada más me ganabas con la ginebra. Pero ésa es bebida de maricones.
– Sí, eso decías cuando te meabas encima de tanto beber…
– Bueno, me voy. Me llevo un vaso con café -anunció-, ¿Hago yo el recorrido?
– No, mejor lo hago yo.
– ¿Te veo luego?
– Sí, nos vemos luego.
Si Miss Mary hubiera estado en casa, después de la comida y la conversación, él habría leído unas pocas páginas de algún libro -quizás la edición recién llegada de El hígado y sus enfermedades, del tal H.P. Hímsworth, que tan brutalmente explicaba sus dolencias hepáticas y sus desalentadoras consecuencias-, mientras bebía la copa permitida, por lo general del vino sobrante de la comida. Miss Mary jugaría a canasta con Ferrer y con Valerie, y él, desde su mutismo, disfrutaría del perfil de aquella muchacha a la cual, habilidosamente, Miss Mary se había llevado con ella arguyendo que necesitaba su ayuda para ciertos trámites legales y bancarios que debía realizar en Nueva York. Al fin y al cabo, un león viejo sigue siendo un león. Después de beber el vino y de leer un poco, él no habría estado mucho rato levantado: pronto daría las buenas noches, y dejaría en la sala a Ferrer, Valerie y Miss Mary, pues todos sabían que ahora se había convertido en hábito acostarse alrededor de las once, hiciera o no el recorrido por la finca… Tanta rutina, hechos repetidos, costumbres asumidas, actos previsibles, le parecían el índice más definitivo de su estado de vejez prematura, por eso le resultaba agradable autoengañarse con una sensación de responsabilidad ante la literatura que no sentía desde los años remotos de París, cuando no sabía quién editaría sus libros ni quién los leería y luchaba contra cada palabra como si en ello le fuera la vida.
– Aquí tiene el vino, Papa.
– Gracias, hijo.
Sobre el pequeño bar colocado junto al butacón, Raúl acomodó la botella descorchada y la copa limpia, de vidrio labrado. Aun cuando lo servía desde el año 1941, apenas instalado en la casa con su tercera esposa, Raúl jamás se hubiera atrevido a comentarle nada a propósito del vino y él sabía que tampoco se iría de lengua con Miss Mary. La fidelidad de Raúl era tan absoluta como la de Calixto, pero con un ingrediente perruno que la hacía más sosegada y retraída. De todos sus empleados era el más antiguo, al que más quería y el único que al decirle «Papa» lo hacía como si en realidad él fuera su padre, pues en muchos sentidos lo había sido.
– Papa, ¿está seguro de que se quiere quedar solo otra vez?
– Sí, Raúl, no te preocupes. ¿Comieron los gatos?
– Sí, Dolores les llevó su pescado y yo le di la comida a los perros. Black Dog fue el que no quiso comer, está como nervioso. Hace un rato estuvo ladrando por allá atrás. Yo bajé hasta la piscina y no vi a nadie.
– Yo le doy algo. Conmigo siempre come.
– Es verdad, Papa.
Raúl Villarroy tomó la botella y sirvió hasta la mitad la copa de vino. Él le había enseñado a dejarla abierta unos minutos antes de servir, para que la bebida respirara y se asentara.
– ¿Quién hace el recorrido?
– Yo lo hago. Ya se lo dije a Calixto.
– ¿De verdad quiere que me vaya y quedarse solo?
– Sí, Raúl, no hay problemas. Si me hace falta te llamo.
– No deje de llamarme. Pero de todas maneras más tarde yo doy una vuelta.
– Estás igual que Miss Mary… Vete tranquilo, yo no soy ningún viejo inútil.
– Yo lo sé, Papa. Bueno, duerma bien. Mañana estoy aquí a las seis para el desayuno.
– ¿Y Dolores? ¿Por qué no lo prepara ella, como siempre?
– Si no está Miss Mary, debo estar yo.
– Está bien, Raúl, como quieras. Buenas noches.
– Buenas noches, Papa. ¿Está bueno el vino?
– Es excelente.
– Me alegro. Ya me voy. Buenas noches, Papa.
– Buenas noches, hijo.
En verdad tenía un sabor excelente aquel Chianti. Era un regalo de Adriana Ivancich, la condesita veneciana de quien se había enamorado unos pocos años atrás y a la cual convirtió en la Renata de Al otro lado del río entre los árboles. Beber aquel Chianti oscuro le recordaba el sabor recio de los labios de la muchacha, y eso lo reconfortaba y borraba el sentimiento de culpa por estar bebiendo más de lo aconsejable.
Si quiere seguir viviendo, ni bebidas ni aventuras, le habían advertido Ferrer y los otros médicos. La presión sanguínea andaba mal, la diabetes incipiente se podía agravar, el hígado y los riñones no se habían recuperado de los accidentes aéreos que había sufrido en África, y la vista y el oído iban a perder más facultades sí no se cuidaba. Aquel saco de enfermedades y prohibiciones era lo que iba quedando de él. ¿Y las corridas de toros? Sí, pero sin ningún exceso. Es que debía volver al ruedo, necesitaba regresar a las corridas y a su ambiente para terminar la reescritura de Muerte en la tarde, que se hacía tan difícil. Bebió la copa hasta el fondo y se sirvió otra porción. El susurro del vino rojo contra el cristal le evocó algo que no pudo recordar, aunque tenía relación con alguna de sus aventuras. ¿Qué carajos será?, se preguntó y se descubrió ante una terrible evidencia, conocida, pero en la cual trataba de no pensar: si no podía correr aventuras ni recordar, ¿de qué vas a escribir, muchacho?
Sus biógrafos y los críticos siempre insistían en destacar de su vida el gusto por el peligro, la guerra, las situaciones extremas, la aventura, en fin. Unos lo consideraban un hombre de acción devenido escritor, otros un payaso en busca de escenarios exóticos o peligrosos capaces de añadirle resonancia a lo que el artista escribía. Pero todos habían contribuido a mitificar, desde el elogio o desde la crítica, una biografía que, coincidían en esto, él mismo se había fabricado con sus acciones por medio mundo. La verdad, como siempre, solía ser más complicada y terrible: sin mi biografía no hubiera sido escritor, se dijo, y observó el vino a trasluz, sin beberlo. Él sabía que su imaginación siempre había sido escasa y mentirosa, y sólo contar las cosas vistas y aprendidas en la vida le había permitido escribir aquellos libros capaces de rezumar la veracidad que él le exigía a su literatura. Sin la bohemia de París y las corridas de toros no habría escrito Fiesta. Sin las heridas de Fossalta, el hospital de Milán y su amor desesperado por Agnes von Kuroswsky, jamás habría imaginado Adiós a las armas. Sin el safa-ri de 1934 y el sabor amargo del miedo sentido ante la proximidad letal de un búfalo herido, no hubiera podido escribir Las verdes colinas de África, ni dos de sus mejores relatos, «La breve vida feliz de Francis Macomber» y «Las nieves del Kilimanjaro». Sin Cayo Hueso, el Pilar, el Sloopyjoe's, el contrabando de alcohol y algunas historias contadas por Calixto, no hubiera nacido Tener y no tener. Sin la guerra de España y los bombardeos y la violencia fratricida y su pasión por la desalmada Martha Gelhorn no hubiera escrito jamás La quinta columna y Por quién doblan las campanas. Sin la segunda guerra mundial y sin Adriana Ivan-cich no existiría Al otro lado del río y entre los árboles. Sin todos los días invertidos en el Golfo y sin las agujas que pescó y sin las historias de otras agujas tremendas y plateadas que oyó contar a los pescadores de Cojí-mar nunca hubiera nacido El viejo y el mar. Sin la «fábrica de truhanes» que le acompañaron a buscar submarinos nazis, sin Finca Vigía y sin el Floridita y sus tragos y sus personajes, y sin los submarinos alemanes que alguien en Cuba reabastecía de petróleo, no hubiera escrito Islas en el Golfo. ¿Y París era una fiesta? ¿Y Muerte en la tarde? ¿Y los cuentos de Nick Adams? ¿Y esta maldita historia de El jardín del Edén que se niega a fluir como debe y se alarga y se pierde?… Él sí lo sabía: debía hacerse de una vida para hacerse de una literatura, tenía que luchar, matar, pescar, vivir para poder escribir.