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– No, coño, no me inventé una vida -dijo en voz alta y no le gustó su propia voz, en medio de tanto silencio. Y vació hasta el final la copa de vino.

Con la botella de Chianti bajo el brazo y la copa en la mano caminó hasta la ventana de la sala y miró hacia el jardín y hacia la noche. Esforzó los ojos, casi hasta sentir dolor, tratando de ver en la oscuridad, como los felinos africanos. Algo debía existir, más allá de lo previsible, más allá de lo evidente, capaz de poner algún encanto a los años finales de su vida: todo no podía ser el horror de las prohibiciones y los medicamentos, de los olvidos y los cansancios, de los dolores y la rutina. De lo contrario la vida lo habría vencido, destrozándolo sin piedad, precisamente a él, que había proclamado que el hombre puede ser destruido, pero jamás derrotado. Pura mierda: retórica y mentira, pensó, y se sirvió otra copa del vino.

Necesitaba beber. Aquélla amenazaba ser una mala noche.

Pero fue dos años después cuando al fin comprendió que si Miss Mary hubiera estado en casa, quizás aquella noche de miércoles no hubiera sido la noche que dio inicio al final de su vida.

Sobre el viejo portón de madera habían colgado un cartel, sucio y de letras desvaídas, que advertía: CERRADO POR INVENTARIO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS. ¿De dónde cono lo habrán sacado?, se preguntó el Conde, también intrigado por el destino del cartel original mandado a colocar por Hemingway sobre aquel mismo portón de Finca Vigía: UNINVITED VISI-TORS WILL NOT BE RECEIVED, así, tajante y en inglés, como si sólo del mundo angloparlante pudieran llegar a aquel remoto paraje habanero visitantes no invitados. Los que hablaban otras lenguas, ¿qué eran?, ¿alimañas? El Conde empujó una de las puertas de la finca convertida en museo y comenzó su ascenso hacia la casa donde más años habían vivido el escritor y su fama, y por donde pasaron algunos de los hombres más célebres de su tiempo y algunas de las mujeres más bellas del siglo.

Nada más poner un pie en aquel territorio entrañablemente literario, inaugurado por una manga y varias palmeras sin duda nacidas antes que la casa, Mario Conde sintió que volvía a un santuario de su memoria que hubiera preferido mantener enclaustrado, a la custodia de una nostalgia amable y contenida. Más de veinte años llevaba sin visitar -siempre sin ser invitado- aquel lugar, al cual, decenas de veces, había ascendido en casi solemne procesión: eran los tiempos ya remotos en que se empeñaba también él en ser escritor y el mito del viejo leopardo de la montaña, con sus historias de guerras y cacerías a cuestas, con sus cuentos afilados como navajas y sus novelas cargadas de vida, con sus diálogos tan aparentemente simples y a la vez tan profundos, fueron el modelo ideal de lo que podía ser la literatura y de lo que debía ser un hombre con una vida hecha por y para esa literatura. En aquellos días había leído cada uno de sus libros, varias veces, y otras muchas se había asomado a las ventanas de ía casona habanera convertida en museo poco después de la muerte de su propietario, para perseguir el espíritu del hombre entre los pequeños y grandes trofeos de los cuales se rodeó a lo largo de los años. De todas las excursiones emprendidas a la casa de Hemingway durante aquellos tiempos empeñados en parecer mejores, el Conde recordaba con dolor especial la que organizó con sus amigos del preuniversitario. En su mente sobrevivían aún detalles muy precisos: había sido un sábado, por la mañana, y el punto de cita fue precisamente la escalinata del Pre. El flaco Carlos, cuando todavía era flaco; Dulcita, que era la novia del Flaco; Andrés, que era un buen pelotero y ya soñaba con ser médico y no soñaba siquiera con la posibilidad de que alguna vez decidiría irse de Cuba; el Conejo, con su manía de reescribir la historia; Candito el Rojo, con su afro azafranado y reluciente, dueño ya de la sabiduría vital que le hizo llevar dos litros de ron en la mochila; y Támara, tan hermosa que dolía, convertida ya en el amor de la vida y de la muerte de Mario Conde. Sus viejos y mejores amigos fueron la corte del aprendiz de escritor en aquella peregrinación y todavía él disfrutaba rememorando el asombro de Támara por la belleza del lugar, la alegría de Andrés por la vista de La Habana que se obtenía desde la torre de la casa, el disgusto del Conejo por la cantidad de trofeos de caza colgados de las paredes, y la admiración de Candito el Rojo al ver que un solo hombre podía tener tanta casa cuando él tenía tan poca. Y también recordaba, con dolor y alegría, la nada misteriosa desaparición de Carlos y Dulcita, quienes media hora después de separarse del grupo brotaron de un matorral felices y sonrientes, recién cumplida la que entonces era su primera misión en la vida: templar siempre que hubiera un chance. Fue una mañana hermosa y el Conde, impertinente y enterado, adorador a fondo del escritor, sentó a sus amigos alrededor de la piscina y, haciendo circular las botellas de ron, les leyó completo «El gran río de los dos corazones», su preferido entre todos los cuentos de Hemingway.

Mientras ascendía el camino sombreado por el tupido follaje de palmas, ceibas, casuarinas y mangos, el Conde trató de despojarse de aquel recuerdo agridulce del cual apenas quedaba la persistencia adolorida de su memoria y la certeza de cómo el tiempo y la vida podían matarlo casi todo, pero sólo consiguió desprenderse de sus tentáculos cuando pudo distinguir al fin la estructura blanca de la casa y de la torre que Mary Hemingway había ordenado construir para que en ella trabajara su marido y que terminó siendo la cueva de los cincuenta y siete gatos contabilizados en la finca. A su izquierda, detrás de la hondonada donde estaba la piscina, trató de entrever algún detalle de la figura del Pilar, sacado del agua más de treinta años atrás y convertido también en pieza de museo. La casa, con todas sus puertas y ventanas cerradas, sin turistas ni curiosos ni aprendices de cuentista asomados a la intimidad detenida del escritor, le pareció al Conde un fantasma blanco, salido del mundo de los muertos. Pero apenas la miró un instante, y siguió la estrecha ruta de asfalto hacia la parte alta de la propiedad, de donde le llegaban voces y el murmullo arrítmico de picos y palas empeñados en interrogar a la tierra.

Lo primero que vio fueron las raíces de la manga derribada. Eran como los cabellos de Medusa, hirsutos y agresivos, clamando al cielo inalcanzable de donde le había llegado la muerte y por la cual se había revelado otra muerte. Un poco más allá, en una fosa que ya se extendía varios metros, descubrió las cabezas de tres hombres, sobre las cuales se levantaban el pico y las palas, para que la tierra volara hacia una pequeña montaña oscura que amenazaba tragarse una fuente de donde no brotaba agua hacía miles de años. El Conde se acercó en silencio y reconoció a dos de sus antiguos compañeros policías, Crespo y el Greco, propietarios de las palas y enfrascados en un intenso diálogo, mientras un hombre para él desconocido era el encargado de cavar con ei pico.

– La última vez que los vi también estaban en un hueco.

Los hombres, sorprendidos por la voz, se volvieron.

– Pa' su madre -dijo el Greco-, pero mira quién está ahí.

El hombre del pico también había detenido su trabajo y miraba con curiosidad al recién llegado, hacía el cual ya se dirigían sus dos compañeros, luego de soltar sus palas.

– No me digas que volviste -se asombró Crespo, mientras trataba de salir del hoyo. Para ellos los años habían pasado a igual velocidad que para el Conde y ahora eran unos policías cuarentones y con barriga, que quizás deberían estar echados al sol en una playa.

– Ni que yo estuviera loco -dijo el Conde mientras les daba una mano para auxiliarlos en el ascenso.