Víctor guarda varios billetes de dólares en un bolsillo de las bermudas. Del baño saca un rollo de esparadrapo y se lo pasa a Alicia. También le entrega un papelito donde ha garabateado el nombre de unas medicinas, que ella guarda en su bolso.
A medida que cumplen las tareas previstas, las van tachando de ambas listas. Por fin, antes de salir, Víctor abre el refrigerador y se lleva una latita de refresco de naranja.
Por la puerta que comunica los dos garajes, Víctor pasa al de Rieks, monta en el Volvo y sale hacia el Vedado. Atr s sale ella en el suyo.
Media hora después, los dos coches se estacionan en la cuadra del antiguo hospital "Camilo Cienfuegos". Alicia conecta la alarma, se apea, cierra cuidadosamente, y sube los peldaños hacia la farmacia de venta en dólares. Compra lo que Víctor le ha anotado. Al salir, no monta en su descapotable, sino en el Volvo de Rieks. Pero Víctor se ha hecho a un lado y es ella quien se sienta al timón.
Rumbo a Miramar, entre buches de naranjada, Víctor ingiere trescientos veinticinco miligramos de dipirona y cincuenta de dextroanfetamina sulfato; y cuando ya van atravesando el túnel de Quinta Avenida, comienza a sentir la reacción alérgica.
Quince minutos después, Alicia, siempre disfrazada de rubia informe, se apea frente a una tienda, y regresa en unos diez minutos. Trae agujas, hilo y una pañoleta grande. Se ubica al timón, pero antes de reemprender la marcha, se pone a coser.
Víctor siente taquicardia, las orejas muy calientes y una picazón intensa en todo el cuerpo. Las mejillas han comenzado a hinchársele y el golpe en la frente luce impresionante.
– De verdad que parece que te hubieran entrado a golpes -dice ella, impresionada.
Víctor sonríe y luce peor.
Ella cose el trozo de jeans por el borde más estrecho y cuando termina queda formado un bonete, que Víctor se prueba. Le cubre bien toda la cabeza a modo de capucha, y por delante le cuelga sobre las clavículas.
– Muy bien -dice y se la quita-. Último control.
Cada uno mira su lista, hacen marcas, se miran y asienten.
– Sólo me queda lo del alambre, el esparadrapo, la capucha y los guantes -dice Alicia, leyendo su lista-. Todo lo tengo aquí, dentro del bolso.
– Verifícalo.
Ella revisa en su bolso y asiente.
– Sí, todo está aquí.
– Okey, buena suerte.
Se dan formalmente la mano y sonríen, ella con temor, él con una mueca ridícula, indescifrable, tumefacta.
Regresan hacia el Vedado por la Séptima Avenida y luego se desvían hacia el Bosque de La Habana. Alicia estaciona en un lugar solitario, saca de su bolso el alambre de cobre y vuelve a amarrar a Víctor, esta vez con las manos por detrás. Saca entonces un carrete de esparadrapo, corta dos trozos, y se los pega encima de los p rpados. Luego desprende otro pedazo, y se lo pega a los labios sin quitarlo del carrete, que luego hace girar para amordazarlo con tres vueltas en torno a la nuca. Finalmente, le pone la capucha y le quita los guantes de goma que guarda en su bolso. Le abre la puerta y baja el cristal de su lado para oír bien. No oye ningún ruido de vehículos. De frente, tampoco viene nadie.
– Apéate ahora.
Víctor emite un sonido por la nariz, baja a ciegas del carro, y se deja caer a la vera del camino.
– ¡Suerte!
Ella cierra la puerta y sale hacia Puentes Grandes.
Víctor permanece tendido unos dos minutos. De pronto, oye acercarse un auto; pero le pasa al lado y sigue de largo.
"¡Hijo de la chingada!"
Pero enseguida oye un frenazo y la marcha atr s. Un taxi se detiene y el chofer se apea.
– ¡Alabao! ¿qué es esto?
Se acerca a Víctor, se agacha y le quita la capucha. Al verle la boca y los p rpados tapados y el rostro tumefacto, se impresiona.
– ¡Pa' su madre…!
El hombre lo coge por las axilas y lo endereza, lo ayuda a sentarse en el suelo, y comienza a quitarle el esparadrapo de los ojos sin dejar de hablar
– ¡Mira pa eso! ¡Qué animales, coño!… Pero usté tranquilo, señor, que no le ha pasao na'… Agradezca que está vivo, enseguida lo voy a llevar a que lo atiendan…
El hombre saca ahora una navajita de uñas y le corta la mordaza a la altura de las mejillas.
– ¿Lo asaltaron, señor?
Y sin esperar respuesta corre hacia el carro y regresa con unas alicates, para cortarle el amarre de las muñecas.
– ¡Mire cómo me lo han puesto…!
Víctor no responde.
El hombre lo libera y lo ayuda a ponerse de pie.
Víctor respira entrecortado y permanece un instante con una rodilla apoyada en el piso.
Para ayudarlo a erguirse, el hombre lo coge por un brazo.
Víctor exagera su malestar y se para con dificultad.
– Gracias, amigo -Le tiembla la voz.- Unos cabrones me atacaron…
– ¡Caballero! ¿Qué está pasando en este país? Esto no se había visto nunca…
El taxista lo acompaña hacia el carro:
– Monte, monte, que lo llevo enseguida a un hospital…
– No, no hace falta, lléveme mejor hacia la calle 45, al lado del Parque Zoológico.
Carmen mira unas fotos desplegadas sobre la mesa del comedor. Van Dongen, a su lado, fuma, con una taza de té en la mano.
– ¡Uy, qué flaco est s aquí…!
Carmen le extiende una foto donde se ve el perfil inequívoco de Van Dongen, pintando en una plaza. Viste casi andrajoso y lleva el pelo muy largo,
– Eso fue en la Place de la Contrescarpe, en París, hace veinte años. Yo plantaba ese caballete en cualquier parte, hacía retratos rápidos a los turistas y me bebía de inmediato lo que ganara.
– ¿Y qué te había dado por beber tanto?
– Había fracasado en mi vocación artística, en mis ideales políticos -coge una foto que ella ha dejado sobre la mesa-…
Esto fue en mayo del 68, cuando nos enfrent bamos a la gendarmería en el Barrio Latino…
– ¿Y esa que está contigo?
– Es la madre de mi hija, que vivió conmigo quince años y después se fue con otro… Ahí empezó mi ruina…
– ¿Te afectó mucho?
– No tanto por ella, como por la niña… Me abandoné mucho y no podía sostenerla. Escasamente me ganaba la vida en las calles. Y así duré muchos años. En el 85 terminé en un hospital, en pleno delirio alcohólico. Si no es por Rieks, que vino a buscarme y se pasó tres días conmigo en París, nunca me habría recuperado.
– Nunca pensé que un millonario pudiera tener sentimientos nobles…
– Rieks es todo corazón. Cuando quiere, se entrega. En aquella ocasión me llevó a Curazao, me pagó una clínica, y durante casi dos años, siempre encontró tiempo para visitarme… Casi todas las semana pasaba a conversar conmigo…
– Bueno, era tu primo, ¿no?…
– Su hermano Vincent también es mi primo, y me detesta, como casi toda su familia… Se avergüenzan de esta nariz y no me perdonan mis ideas de juventud. Todavía me acusan de comunista…
Carmen sonríe, divertidamente sorprendida, con las manos en la cintura:
– ¡No me digas que fuiste comunista…!
– Jamás: fui anarquista en la adolescencia y después trotskista…
– ¿Y por qué te protegía Rieks?
– Quizá porque años antes, yo también lo ayudé mucho…
Carmen le coge una mano y lo mira con amorosa intensidad.
– Yo soy un par de años mayor que él y tenía mucho más experiencia. Con 18 años ya había vivido las barricadas en París y la bohemia de los años siguientes, en un medio muy liberal. En una visita que hice a Holanda lo encontré en crisis, aterrorizado de que su padre descubriera su homosexualismo. Se dejaba chantajear por un cr pula. No encontraba escapatoria. Yo lo liberé del tipo y lo convencí de que se aceptara como era… Desde entonces, me hizo su confidente, me escribía a Francia para consultarme sus problemas…