Tiene una teoría muy personal. Según ella, para adquirir ese donaire sensual que caracteriza al buen bailador de música caribeña, conviene ya desde las primeras clases, instruir al alumno en ciertos ejercicios de horizontalidad que ella misma ha diseñado.
Lo esencial de su teoría es que quien haya aprendido a bailar en la cama, y a satisfacción de su pareja, podrá luego triunfar en cualquier pista.
Por lo general, Alicia inaugura la relación con sus alumnos bien dotados, con una cabalgata, sobre una colchoneta en el piso. Y casi todos terminan gimiendo de placer rítmico.
Alicia sostiene que esta pedagogía le permite lograr desde la primera clase, que un alemán, un sueco, y hasta un cosaco, logre quebrar la cintura.
Es obvio que sin quebrar la cintura y mover un poco las nalgas, ningún hombre podrá bailar con gracia la música del Caribe. Pero Alicia ha descubierto que para muchos europeos, herederos de rígidas tradiciones militares, mover el culo no es propio de hombres. Se acomplejan. Y según ella, basta con que lo muevan en una sola sesión, boca arriba, con una bella mujer encima que les palmea el ritmo o les toca las claves. Eso les quita de inmediato el complejo. Se desinhiben para siempre. Y así resultan alumnos mucho más aptos y aprovechados.
Por supuesto, hay alumnos imposibles, que no logran quebrar la cadera ni mover las nalgas. Recientemente Alicia se enfureció con un gordo que resultara un tronco. Cuando ella le pedía que meneara la pelvis, lo único que el tipo lograba, era sacudir un brazo con el codo en alto, y al acelerar la cadencia, a punto ya del orgasmo, el muy inepto le había propinado un codazo en el abdomen.
A veces, los más contemplativos, no son capaces de seguir el ritmo. Los inmoviliza la lujuria al verla, por el espejo estratégicamente ubicado, cuando arquea el busto para moverse, o cuando se inclina sobre el piso a su lado, para manipular la grabadora con que da sus clases.
No obstante la cabalgata, Alicia logra menear con soltura todo el cuerpo, excepto las piernas. Y si el hombre le gusta un poco, ella se entrega al baile. Se entrega sin fingimiento. Y se satisface encima de sus clientes. Lo hace sin esfuerzo. Y a ellos los vuelve locos. Estallan de vanidad.
Por supuesto, el hígado de Alicia tiene sus límites. Jamás se relaciona con clientes infumables. Si al primer encuentro en la calle, el tipo tiene rasgos repelentes, no acepta ni montar en su coche.
Con la mayoría tiene, dentro de su casa, un comportamiento standard. Cuando saca a los tipos del segundo cuarto, ya no los lleva de la mano, sino que se les cuelga de un brazo y les deja sentir la turgencia de un seno.
Sí, que sientan el rigor de la materia joven.
Y mientras tanto les refiere, en tono confidencial, que aquella alcoba con la cama de dos plazas y los atrevidos espejos, está desocupada. La reservan para huéspedes. Hasta dos años antes había sido el dormitorio de sus padres.
– Pero desde que se divorciaron, mamá ya no la usa… Bueno
– añade Alicia con seriedad y un desparpajo hechicero-; no la usa para dormir…
Luego salen al jardín, y entre palmaditas a un perro que deja de patrullar el fondo para mirarlos con una lúbrica y relamida bizquera, ella admite unas caricias rápidas, junto al limonero.
Cuando regresan a la sala, Margarita entra casualmente por la puerta de la cocina con una guitarra.
– Dice Leonor que si se la puedes prestar de nuevo el sábado.
– ¡Qué remedio! -comenta Alicia resignada, mientras abre el estuche y pulsa las cuerdas.
Y de inmediato canta su primera canción, siempre la misma, de Marta Valdés.
Siguen más tragos y los deliciosos camarones empanizados. Margarita también canta su mismo bolero de los años cincuenta, pero ¡uyyy! se le hace tarde, lamentablemente se tiene que ir…
Cuando quedan solos, puede pasar cualquier cosa. A los clientes con un mínimo de iniciativa, Alicia se los lleva a la cama, y allí actúa según vaya descubriendo sus aptitudes o deficiencias viriles. Pero todos reciben un tratamiento virtuoso.
Por lo general, la primera reacción del hombre satisfecho, es invitarla a cenar en La Cecilia, el Tocororo, o en cualquiera de los buenos y caros restaurantes que frecuentan los extranjeros.
– ¡Oyeme bien! -lo interrumpe ella, con una suavidad tajante, de ojos cerrados, inequívocamente autoritaria-; cuando un hombre me gusta, me lo duermo. Y tú me gustaste; pero nunca te aceptaré ir a lugares públicos. No quiero dar una falsa imagen.
Y si alguno intenta ofrecerle dinero, puede hasta montar en cólera:
– Si quieres conservar mi amistad, nunca vuelvas a hacerlo. Por favor, no me ofendas -le dice apuntándole con el índice al pecho-. Lo único que nos queda en este país es la dignidad. Y a mí, el único hombre que me da dinero es mi padre.
– ¡Pero, cómo se te ocurre…! -protesta el tipo confundido.
Queda claro, pues, que ni dinero ni invitaciones a lugares públicos. Alicia no ir a restaurantes, hoteles, tiendas etc. No quiere pasar por jinetera. A veces, hasta tiene que explicar qué es exactamente una jinetera en La Habana. No es lo mismo que una puta, pero muy parecido.
Y el cliente se entera entonces de que Germán, padre de Alicia, ha tenido varios cargos en el exterior, en misiones comerciales cubanas. De niña, Alicia ha vivido ocho años en Europa.
– Además, chico, a mí me duele mucho la situación de mi país
– añade mirándolo patrióticamente a los ojos-. Y con los dólares que tú te gastarías conmigo en restaurantes de lujo, una familia cubana come tres meses.
Vaya, que a ella se le atraganta la comida cara. Pero, en fin, si el cliente insiste en agasajarla, con mucho menos, su mamá podía cocinar para diez; y mucho mejor. Y hasta podía llevar invitados, si él deseaba.
Uno de los resultados previsibles (tal como ha ocurrido en seis de los catorce clientes que Alicia embobara en un año y medio con su combinación de nalgas ciclistas, guitarra y franqueza), es que el hombre les haga una copiosa provisión de comidas y bebidas, de las que las dos mujeres, frugales y económicas, pueden vivir muchas semanas. Parte de la remesa, la dedicar án a la atención de nuevos clientes; y otra parte, se venderá en bolsa negra a precios impíos. Ojo: el hecho de que Alicia no reciba regalos en dinero, no impide que los acepte en especie.
Tiene un relojito (siempre el mismo) que se le rompe en presencia del cliente. En dieciocho meses de ejercicio, ya le han regalado ocho relojes, comprados por un total de dos mil doscientos dólares. Le han obsequiado también dos freezers grandes, un piano, tres guitarras finas, cinco equipos para disco compacto, una computadora de mesa y otra portátil, una motocicleta (aunque ella sigue pedaleando); y en los meses de calor, ¡coño! ¡otra vez el puñetero aire acondicionado del cuarto se ha vuelto a romper! y ella, encuera, llenándose de grasa, destornillando, fajada con el aire, y el cliente anonadado por la interrupción que la madre ha provocado adrede desde el conmutador de la cocina, y Alicia blasfemando, dándole patadas al trasto de mierda, llorando de impotencia, cuando más lo necesita, coño, y monta en cólera con tanta veracidad, llora con tanta impotencia, rompe con tanta coquetería una loza barata contra el piso, que muy desalmado tendrá que ser el encamado de turno, para no aparecerse al otro día con un aparato nuevo.
Ante el cliente ganado a pedal, mimado por su madre, pero que después de recibir las consabidas atenciones anuncia su necesidad de marcharse a atender compromisos, reuniones, etc., e insiste en invitar a Alicia a su hotel, ella se mantiene en sus trece. Finalmente, acuerdan una cena en la casa. El cliente traerá todas las provisiones.