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Apartó el brazo con brusquedad, y la asistente trastabilló, sobresaltada, aunque no tardó en recobrar el equilibrio.

– Tranquilícese -dijo-. Solo voy a sacarle un poco de sangre.

– No quiero que me saquen sangre -declaró Laurie, cuya voz reflejaba su determinación. Se sentía paranoica, pero con motivo. Era como si la estuvieran torturando, rodeándola de asesinos en potencia.

– Su médico ha pedido estos análisis -dijo Kathleen-. Es por su bien. Solo tardaré un segundo y apenas lo notará. Se lo prometo.

– No voy a dejar que me saquen sangre -dijo Laurie con firmeza-. Lo siento, así que no intente convencerme.

– Como usted quiera -replicó la asistente alzando las manos-. A mí me da igual, pero voy a tener que avisar a las enfermeras.

– Haga lo que quiera, y ya que está en ello, diga a la que encuentre que venga de inmediato.

Tras dejar clara su irritación tirando los tubos de ensayo en la bandeja de cualquier manera, Kathleen salió.

De nuevo, el pesado silencio del durmiente hospital se abatió sobre Laurie, que en esos momentos empezaba a poner en duda su cordura. ¿De verdad esos nombres habían figurado en las listas de Roger o era cosa de su imaginación? No estaba segura, pero sí sabía algo sin asomo de duda: quería que Jack llegara y se la llevara de allí sin tardanza.

Haciendo frente al dolor, que empeoraba con el más mínimo movimiento de sus músculos abdominales, Laurie empezó a arrastrarse centímetro a centímetro hacia los pies de la cama con la intención de pasar más allá de la barandilla e intentar ponerse en pie. Estaba a medio camino cuando Jazz irrumpió en la habitación.

– ¡Quieta ahí, señorita! ¿Adónde cree que va?

Laurie la miró con clara ironía.

– Necesito encontrar una enfermera que responda a mis llamadas.

– Deje que le diga algo, cariño -contestó Jazz-, no es usted la única paciente de esta planta ni tampoco la que está peor. Aquí tenemos nuestras prioridades, y usted lo entendería si se tomara el tiempo necesario para pensar, aunque solo fuera un minuto. ¿Qué quiere? ¿Calmantes?

– Quiero un teléfono -replicó Laurie-. El de la mesilla de noche no tiene línea.

– Mire, ocuparse de que los teléfonos funcionen es cosa del personal diurno del Departamento de Comunicaciones. Este es el turno de las enfermeras de noche. Aquí no tenemos tiempo para ese tipo de historias.

– ¿Dónde están mis cosas? -preguntó Laurie consciente de que todo quedaría arreglado con tal de que pudiera recuperar su móvil.

– Deben de tenerlas en Cirugía.

– Las quiero aquí ahora mismo.

– Tiene usted un montón de exigencias -se burló Jazz-. Debo reconocerlo. Pero escuche, cariñito: esta noche en Cirugía están hasta los topes, lo cual significa que aquí también lo vamos a estar. Se ocuparán de sus cosas cuando tengan tiempo. Y ahora, si me disculpa, tengo pacientes de los que ocuparme.

– ¡Espere! -llamó Laurie antes de que Jazz desapareciera por la puerta, y añadió cuando la enfermera dio media vuelta-: quiero que me quiten esta vía intravenosa.

– Lo siento -dijo Jazz meneando la cabeza. Volvió al lado de Laurie y metiéndole una mano bajo la axila la empujó sin avisar hasta devolverla a su anterior posición en la cama. Laurie hizo una mueca de dolor, sorprendida por la fuerza de la enfermera-. Estaba usted en estado de shock cuando llegó a Urgencias -prosiguió Jazz-. Necesita esa vía en el caso de que recaiga. Necesita líquido y puede que también más sangre.

– Pueden ponerme otra vía -propuso Laurie-, pero quiero que me quiten esta. Si no me la saca, me la arrancaré yo misma.

Jazz contempló a Laurie durante un instante.

– La verdad, es usted un verdadero engorro. Se lo aviso: tendrá usted un problema si se arranca esa vía. Es una línea periférico-central, lo cual significa que hay un largo catéter sujeto bajo ese pequeño vendaje. Si se le ocurre tirar de él, se va a llevar de paso una buena cantidad de tejido.

– Quiero que avisen a mi médico. De lo contrario me quitaré esta vía pase lo que pase, bajaré de la cama y saldré caminando de aquí.

En el rostro de Jazz reapareció la misma sonrisa desafiante de antes.

– ¡Es usted demasiado! ¡En serio! He leído que esta noche ha estado a punto de morir desangrada; y ahora, solo unas horas más tarde, ya está dando órdenes. Le diré lo que voy a hacer: llamaré al médico y le contaré exactamente lo que acaba usted de decirme. ¿Qué le parece eso?

– Sería mejor si yo se lo explicase.

– Puede, pero hay un problema porque el teléfono de su mesilla no funciona. De todas maneras yo lo llamaré y le explicaré la situación exactamente, incluyendo su negativa a permitir que le saquen sangre para un análisis de coagulación; luego, volveré. ¿Qué le parece eso?

– Es un comienzo -admitió Laurie.

Cuando Jazz salió del cuarto, Laurie dejó caer la cabeza en la almohada. El respaldo de la cama estaba inclinado unos treinta grados. La sangre le latía en las sienes, el dolor de la incisión había empeorado, y temía que se le hubieran desgarrado algunos puntos. Tenía la impresión de que su pánico había llegado a lo máximo. Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente en un intento de relajarse mínimamente. Incluso se permitió cerrar los ojos. Que Jazz se pusiera en contacto con Laura Riley no era lo mismo que tener a Jack al teléfono; pero, tal como había dicho, constituía un buen comienzo.

23

De nuevo, los acontecimientos no se desarrollaron como Jack había deseado. David Hancock había salido a comer, aunque debía estar de vuelta en cualquier momento. Por unos instantes, Jack creyó que debía tratarse de algún tipo de broma porque era plena madrugada; pero entonces cayó en la cuenta de que la gente que trabajaba en los turnos de noche vivía en un mundo con el horario cambiado y que para ellos la comida de medianoche equivalía al almuerzo, dijera lo que dijese el reloj.

Estuvo paseando arriba y abajo por el laboratorio hasta que Hancock reapareció. Era un tipo menudo, de orígenes raciales indefinidos. A modo de compensación por su generosa calvicie, llevaba un canoso bigote y perilla que le daban un aire mefistofélico. Hancock escuchó a Jack sin hacer comentarios antes de coger el post-it que este le tendía. Luego, lo estudió mientras sorbía ruidosamente entre dientes.

– ¿Está usted seguro de que esto es una prueba de laboratorio? -preguntó mirando a Jack.

Las esperanzas de este de conseguir una respuesta cayeron en picado.

– Razonablemente seguro -contestó tendiendo la mano para recuperar la nota.

Hancock la apartó fuera del alcance de Jack mientras seguía mirándola.

– ¿Qué le hizo pensar que se trataba de una prueba de laboratorio?

– Formaba parte de la orden preoperatoria de varios pacientes -contestó Jack mirando por encima del hombro hacia la puerta.

– Pues no sería de este hospital.

– No -convino Jack moviéndose nerviosamente intentando decidir si debía coger el post-it y marcharse sin más-. Se trataba de órdenes del St. Francis y del Manhattan General.

– ¡Vaya! -exclamó despectivamente Hancock-. Dos centros de AmeriCare.

Pillado desprevenido por el comentario del supervisor, Jack se acercó para estudiar mejor su expresión.

– No sé si detecto cierto juicio de valor en su tono…

– Será mejor que lo crea. Tengo una hermana en Staten Island que trabaja para la ciudad y padece ciertos problemas de salud, pero los de AmeriCare han estado mareando la perdiz. Con esa gente todo son negocios. Lo último que les interesa es ocuparse realmente de los pacientes.

– Yo también he tenido mis diferencias con ellos -reconoció Jack-. Mire, quizá un día podamos compartir nuestras batallitas, pero en este momento lo que me interesa saber es qué clase de análisis es este MFUPN.

– Bueno, debo reconocer que no lo sé con absoluta seguridad -dijo Hancock-, pero yo diría que se trata de un análisis médico-genético.