– ¿Cómo está tan seguro? Y además, ¿quién es usted?
– ¡Soy el doctor Jack Stapleton! -espetó-. ¡Soy médico forense de esta ciudad! Escúcheme bien: en este hospital vienen produciéndose desde enero una serie de fallecimientos por paradas cardíacas inesperadas en gente joven y sana que no han respondido a los intentos de reanimación, tantos que al final han llamado la atención del Departamento de Medicina Legal. Creemos que estamos ante una serie de casos de hipercalemia inducida deliberadamente.
– El ECG casi no da señal -anunció uno de los residentes que manejaba el aparato instalado en el carrito que escupía una cinta de papel donde aparecían dibujadas débiles ondas.
Caitlin le dio un rápido vistazo y, fuera lo que fuese lo que leyó en la gráfica, la puso definitivamente del lado de Jack y empezó a lanzar órdenes.
Las enfermeras salieron corriendo en todas direcciones.
Quería gluconato cálcico, veinte unidades de insulina junto con una dosis de cincuenta gramos de glucosa; quería bicarbonato sódico, quería una pasta catiónica para un enema retentivo, quería que enviaran a analizar una muestra de sangre para un recuento de electrolitos; y lo que era más importante desde el punto de vista de Jack: quería que avisaran a un cirujano para que la ayudara con una diálisis peritoneal de emergencia. En opinión de Jack, solo la diálisis podía sacarlos del apuro.
Mientras las enfermeras se afanaban en seguir sus instrucciones y en conseguir los medicamentos necesarios, uno de los médicos sustituyó a un reacio Jack en los masajes cardíacos; pero, tan pronto como el hombre empezó con las compresiones, este tuvo que reconocer que lo hacía mejor. Como oftalmólogo reconvertido en forense, Jack carecía de experiencia cuando se trataba de una reanimación cardíaca. También estaba agotado, pero se le hacía difícil permanecer allí sin hacer nada mientras la vida de Laurie pendía de un hilo. Durante el rato que había estado ocupado con las compresiones no había tenido tiempo de pensar en la potencial tragedia de la que estaba siendo testigo.
No había hecho corriendo todo el trayecto que separaba su trabajo del Manhattan General, pero sí un buen trecho. Había corrido unas diez manzanas a lo largo de la Primera Avenida sin encontrar ningún taxi. Unos cuantos coches pasaron a su lado salpicándolo de agua, pero ninguno se detuvo. Luego, su suerte cambió. Cerca del cuartel general de Naciones Unidas, un coche de la policía le cerró el paso creyendo que huía después de haber cometido algún delito. Cuando Jack les mostró su identificación y les explicó sin aliento que iba corriendo al Manhattan General por una urgencia, los agentes le dijeron que subiera y le llevaron sin detenerse y con las sirenas aullando. Si en algún momento se preguntaron qué hacía un médico forense, que normalmente se ocupaba de cadáveres, atendiendo una urgencia en plena madrugada, no lo expresaron.
Mientras el tratamiento hipercalémico de Laurie empezaba a hacer descender los niveles de potasio que Jack temía que le corrieran por el torrente sanguíneo, llegó un anestesista y procedió a entubarla para que pudiera ser ventilada con más eficacia. Al incorporarse después de haber acabado, Jack vio su nombre en la placa. Era José Cabero. Jack tardó en reaccionar. Recordaba el nombre de las listas de Roger, y se vio vigilando todos los movimientos del anestesista hasta que vio con alivio que se marchaba.
La diálisis peritoneal se realizó a través de la piel, sin dificultad, mediante una gran máquina de succión cilíndrica dotada de una cánula. Jack apartó la vista cuando introdujeron la aguja a través de la pared abdominal de Laurie, pero se hallaba lo bastante cerca para escuchar el sonido que hizo al atravesar los tejidos, y no pudo reprimir una mueca. Un momento después contempló cómo el fluido isotónico libre de potasio era introducido en su abdomen. Cruzó mentalmente los dedos y rezó para que el tratamiento resultara de ayuda. Sabía que, con la gran superficie que había bajo el abdomen como resultado de las vueltas de los intestinos combinadas con la abundancia de vasos sanguíneos del plexo, la diálisis peritoneal era el método más efectivo, aunque pasivo, de bajar los niveles de potasio o de cualquier otro electrolito en la sangre.
Por desgracia, tras diez minutos de agresiva terapia, no se habían producido cambios apreciables en la situación de Laurie. Caitlin pidió más gluconato cálcico y lo inyectó ella misma. Jack lo oyó desde lejos porque había empezado a pasear entre la cama de Laurie, situada frente al mostrador de enfermeras, y el vestíbulo de los ascensores. No era la cafeína lo que lo empujaba en esos momentos, sino su creciente temor y sensación de culpabilidad. Lo que más le remordía era la posibilidad de que aquel episodio no fuera más que una nueva manifestación de su condición de gafe para sus seres queridos. Era una idea que lo acosaba sin piedad. En una sola noche había perdido un hijo potencial y se hallaba al borde de perder la persona a la que amaba. Para empeorar las cosas, sabía que en parte era culpa suya.
Cuando llegó el resultado del análisis de sangre, Caitlin se lo mostró a Jack.
– Bien, tenía usted toda la razón -dijo ella señalando el nivel anormalmente elevado de potasio-. Es el más alto que he visto en mi vida. Cuando esto haya acabado me gustaría que me explicara cómo lo supo.
– Estaré encantado de explicárselo, eso suponiendo que la señorita Montgomery salga de esta -dijo Jack, que no estaba seguro de si estaría dispuesto a hablar con nadie en caso de que Laurie no lo consiguiera.
– Estamos haciendo todo lo que podemos -repuso Caitlin-. Al menos, su color ha mejorado y sus pupilas han dejado de estar dilatadas.
Mientras los minutos pasaban inexorablemente, Jack se mantuvo a distancia. Como simple observador, le resultaba cada vez más desagradable ver a Laurie tendida en la cama con un desconocido subido encima de ella presionándole el pecho mientras otro le mantenía desapasionadamente la respiración artificial. Los pacientes que se habían asomado para contemplar el drama habían vuelto a sus camas, y la mayoría de las enfermeras había regresado a ocuparse de sus respectivos enfermos.
Eran las seis menos veinte cuando se produjo la primera señal de optimismo, y fue Caitlin quien reparó en ella.
– ¡Eh, chicos! -gritó-. ¡Tenemos cierta actividad eléctrica en el corazón! -El residente que no estaba ocupado con el masaje cardíaco ni con el respirador corrió hasta el ECG para mirar por encima del hombro de Caitlin-. ¡Enviad otra muestra para el análisis de potasio! -ordenó esta a la enfermera que los ayudaba.
– ¡Vaya!, estas ondas empiezan a parecer normales -exclamó el residente mirando a Caitlin, que asintió-. Incluso se diría que mejoran.
– Para las compresiones -dijo la doctora al médico que estaba encima de Laurie-. Veamos si tiene pulso.
El residente que había mantenido la respiración de Laurie se detuvo el tiempo suficiente para comprobar el pulso en el cuello de Laurie.
– ¡Tiene pulso, y…! ¡Santo Dios, está empezando a respirar por sí sola! -Desconectó la mascarilla del tubo endotraqueal y notó en la palma de la mano el aire que salía del mismo-. Ahora está respirando con bastante normalidad y está rechazando la entubación.
– Deshinchadlo y quitádselo -ordenó Caitlin-. Su electro parece ahora completamente normal.
El residente obedeció de inmediato y retiró el tubo de la boca de Laurie, aunque se la mantuvo abierta para asegurarse de que la vía respiratoria seguía libre. Laurie tosió varias veces.
Al oír aquella conversación, Jack llegó corriendo desde el oscuro vestíbulo de los ascensores, donde había estado caminando arriba y abajo, y se situó tras el mostrador de las enfermeras. Laurie había sido conectada a uno de los monitores empotrados, pero para verlo era necesario situarse en el lado del mostrador contrario a donde tenía lugar la acción. Cuando media hora antes había mirado, las señales del pulso y la presión sanguínea no eran más que líneas rectas en la pantalla. En esos momentos, ya no. El corazón le dio un vuelco. ¡Laurie había recuperado el pulso y la presión!