– Interrumpid la diálisis y drenad la pasta catiónica -ordenó Caitlin. No queremos pasarnos de la raya y tener que preocuparnos por un nivel demasiado bajo de potasio.
Jack salió del mostrador. De nuevo había un revuelo de actividad alrededor de Laurie mientras se ejecutaban las órdenes de Caitlin. Jack no quería estorbar pero, por muy esperanzadores que los síntomas fueran, deseaba estar cerca de ella.
– ¡Aleluya! -exclamó el residente que había mantenido la respiración artificial-. ¡Se está despertando!
Incapaz de refrenarse, Jack acudió a la cabecera de la cama situada contra el mostrador de enfermeras. Miró hacia abajo y vio algo que le pareció un milagro: los ojos de Laurie estaban abiertos y se movían de un rostro a otro reflejando no poca confusión y miedo. De repente, a Jack se le llenaron los ojos de lágrimas hasta el punto de casi no poder ver. Intentó hablar, pero tuvo que conformarse con menear la cabeza.
– Soltadle las muñecas -ordenó Caitlin, que se había situado frente a Jack. A Laurie le habían dejado las ataduras durante el calvario. Caitlin se inclinó sobre ella y le dio un tranquilizador apretón en el brazo-. Todo va bien. Relájese. Tenemos la situación bajo control. Se pondrá bien. Se encuentra en el Manhattan General. ¿Sabe qué día es y cómo se llama?
Laurie intentó hablar, pero su voz resultaba inaudible, de modo que la doctora tuvo que acercar el oído a sus labios. Escuchó y después se incorporó y miró a Jack, que se había tranquilizado lo suficiente para dejar de llorar y enjugarse las lágrimas.
– La situación pinta bien. Nuestra paciente tiene sentido de la orientación. Tengo que reconocer que su rápido diagnóstico la ha salvado. Con el nivel de potasio que tenía cuando intervenimos, sin duda no habríamos podido reanimarla.
Jack asintió. Seguía sin poder articular palabra, así que se inclinó sobre Laurie y apoyó la frente en la de ella. Pudiendo mover ya las manos, Laurie le acarició la cabeza y le susurró con voz ronca:
– ¿Por qué estás tan alterado? ¿Qué ocurre?
Las preguntas de Laurie inundaron de nuevo los ojos de Jack, que solo fue capaz de apretarle la mano.
Una de las enfermeras del mostrador colgó el teléfono y se levantó.
– Doctora Burroughs, los del laboratorio dicen que el nivel de potasio de la señorita Montgomery es de cuatro miliequivalencias.
– ¡Bien! Eso es casi perfecto -exclamó Caitlin y se volvió hacia sus ayudantes-. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer: mientras yo llamo al médico de guardia y le explico lo sucedido, vosotros os lleváis a la paciente a la Unidad de Cuidados Coronarios y la enchufáis al monitor. Quiero otra lectura de nivel de potasio tan pronto como lleguéis allí. Yo me reuniré con vosotros en cuanto haya acabado aquí para que podamos decidir sobre sus fluidos.
Mientras se hacían los preparativos para poder trasladar a Laurie, Jack recuperó su capacidad de hablar.
– No estoy alterado -le susurró al oído-, solo muy contento de ver que estás bien. Nos has dado un buen susto.
– ¿Sí? -preguntó Laurie. Estaba recuperando su voz normal, pero todavía le dolía al hablar.
– Estuviste inconsciente durante un rato -le explicó Jack-. ¿Qué es lo último que recuerdas?
– Recuerdo haber salido de la UCPA; pero después de eso, nada. ¿Qué ha pasado?
– Te lo contaré todo a la primera oportunidad -le prometió Jack cuando empezaron a mover la cama.
– ¿Vas a venir conmigo? -le preguntó Laurie agarrándolo del brazo.
– Desde luego que sí -contestó él caminando junto a ella.
Una enfermera se acercó corriendo y le entregó su empapado abrigo y la chaqueta.
Utilizaron un ascensor para bajar a Laurie al segundo piso, donde estaba ubicada la Unidad de Cuidados Coronarios. En la puerta, una enfermera impidió el paso a Jack, pero le dijo que le permitiría entrar para una rápida visita cuando Laurie estuviera instalada. Al principio, Jack rechazó la idea porque quería seguir con ella, especialmente si tenía en cuenta lo que había sucedido en su ausencia; pero al final, convencido de que estaría en buenas manos, aceptó. Los del equipo de reanimación le aseguraron que uno de ellos permanecería al lado de Laurie todo el rato.
– No voy a moverme de aquí -le aseguró Jack, señalando una pequeña sala de espera que había justo enfrente de la UCC.
Laurie asintió, preocupada por sus síntomas físicos, que le resultaban cada vez más preocupantes a medida que la mente se le aclaraba. Lo que en ese momento deseaba eran unos trocitos de hielo que le aliviaran la seca boca y la irritada garganta, así como algo que le calmara el dolor que notaba en la incisión quirúrgica y en el pecho. En lo que a su memoria se refería, seguía en blanco desde el momento en que había salido de la UCPA.
Jack fue a la sala de espera, que se encontraba vacía de visitantes. Un reloj de pared señalaba las seis y cuarto de la mañana. Había algunos divanes, sillas y diversos diarios y revistas esparcidos sobre una mesa. En un rincón humeaba una cafetera. Jack dejó el abrigo y la chaqueta en el respaldo de uno de los sofás y tomó asiento soltando un sonoro gemido. Se recostó, se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos. Se sentía aturdido. Nunca había sufrido tanto estrés combinado con tanto esfuerzo físico y un despliegue tan amplio de emociones. Para acabar de empeorarlo, los efectos secundarios de la cafeína le habían revuelto el estómago.
El simple hecho de cerrar los ojos le permitió darse cuenta de lo absolutamente criminal que había sido el trance por el que Laurie acababa de pasar. Ocupado en cuidar de ella, no lo había pensado hasta ese momento. En su mente vio con toda nitidez a la bronceada enfermera cuando él había irrumpido en el cuarto de Laurie. En la penumbra, le había parecido adusta, con sus hundidos ojos, sus cortos y negros cabellos y sus dientes sorprendentemente blancos. Pero lo que recordaba con más claridad era la almohada que tenía en una mano y la enorme jeringa de la otra. Jack sabía que cabían muchas explicaciones que justificaban que sostuviera aquellos objetos, igual que cabían para explicar su parálisis ante lo que constituía una situación de vida o muerte. Durante sus prácticas había visto a otros quedarse petrificados; y lo cierto era que él había hecho lo mismo al enfrentarse con su primera muerte cardíaca, nada más salir de la facultad. Sin embargo, en las circunstancias del momento, no podía dejar de hallar sospechosa la actitud de la enfermera. La había vuelto a ver durante el proceso de reanimación, pero solo fugazmente cuando apareció por la zona de enfermeras para ir al almacén de medicamentos o para utilizar el distribuidor automático. En cualquier caso, no había participado en la reanimación. En cierto momento, Jack había preguntado cómo se llamaba la enfermera; y, cuando se lo dijeron, sus sospechas aumentaron porque su nombre era uno de los de la lista de Roger.
Abrió los ojos de golpe y buscó su móvil en el bolsillo del abrigo. Sabía el número de teléfono particular de Lou en el Soho, y, a pesar de la hora, lo marcó. Teniendo en cuenta lo que había presenciado, la policía debía intervenir. No cabían más excusas. El teléfono sonó seis veces. Lou descolgó. Su voz sonaba como de ultratumba, y Jack tuvo que esperar a que dejara de toser.
– ¿Estás vivo? -le preguntó cuando se hizo el silencio al otro lado de la línea.
– Déjate de bromas -gruñó Lou-. Será mejor que tengas algo importante que contarme.
– Es más que importante -dijo Jack-. A Laurie la han operado de urgencia esta noche en el Manhattan General, y, después de la intervención, alguien la ha puesto al borde del precipicio y le ha dado un buen empujón. Ha estado tan a punto de morir como se puede llegar a estar. De hecho, hasta se podría decir que durante unos minutos ha estado clínicamente muerta.
– ¡Dios mío! -balbuceó Lou, tosiendo de nuevo.
– ¿Siempre toses así por las mañanas? -le preguntó Jack cuando el detective volvió a ponerse al aparato.