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Jack se las arregló para poner las piernas donde debían estar, bajo el salpicadero, y mover la cabeza para asomarse entre los asientos y mirar el asiento de atrás. Lo único que consiguió distinguir en la penumbra y en su limitado campo de visión fue una mano que yacía inerte en el asiento, con el dedo todavía en el gatillo. En ese momento, oyó un sonoro estertor.

Armándose de valor, alzó la cabeza y miró por encima del respaldo. En el asiento de atrás había un hombre sentado derecho, pero con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos. Llevaba puesto un pasamontañas, y su respiración era trabajosa.

– Creo que le he acertado -dijo Jack.

Lou se puso en pie y fue cautelosamente hasta la destrozada ventanilla trasera. Sostenía la pistola con ambas manos y apuntaba con ella al herido sujeto.

– ¿Puedes encender la luz? -preguntó.

Jack se dio la vuelta y buscó el interruptor. Cuando la hubo encendido miró al hombre del asiento trasero, en cuyo pecho se extendía una mancha de sangre.

– ¿Puedes cogerle la pistola? -preguntó el detective que mantenía su arma apuntada hacia el hombre aparentemente inconsciente.

Jack tendió la mano con cuidado hacia la pistola como si temiera que el desconocido fuera a hacer un último y desesperado intento de resistirse, como en las películas de terror.

– Cógela por el cañón, no por la culata -le indicó Lou-, y después déjala en el asiento de delante.

Jack hizo lo que le decían y a continuación bajó rápidamente de su asiento, abrió la puerta de atrás y se acercó para examinar al herido. De cerca resultaba más evidente el trabajo que le costaba respirar, y Jack le quitó el pasamontañas para facilitarle la respiración mientras Lou abría la puerta del otro lado.

– ¿Lo reconoces? -preguntó.

– De ninguna manera.

Mientras Jack le buscaba el pulso, el detective agarró la tela de la camisa del hombre y le dio un brusco tirón lateral, abriéndosela. Los botones saltaron. En el pecho del herido se veían tres orificios de bala.

– Diré a todo el mundo que tú le disparaste -dijo Lou lleno de admiración.

– Su pulso es leve y rápido -contestó Jack-. A menos que hagamos algo, no le faltará mucho para largarse de este mundo. Lo bueno es que está ya en el hospital.

– Echa un vistazo a la enfermera mientras yo saco a este del coche -ordenó el policía.

Jack bajó del vehículo y corrió al otro lado. Se agachó y le bastó con un segundo para saber que Jazz había recibido un tiro a quemarropa en la nuca, al estilo ejecución. Agonizaba a ojos vista.

Se puso en pie y vio que Lou sacaba del coche al herido.

– ¿Cuál es la situación de la mujer? -gruñó por el esfuerzo.

– Para ella se acabó. Ocupémonos de ese tío.

Con la portezuela trasera abierta, Jack tuvo que volver sobre sus pasos, pasar sobre Jasmine y dar la vuelta corriendo al todoterreno para ayudar a su amigo. Lou sujetó al herido por las axilas mientras Jack lo sostenía por las piernas.

– ¡Caramba, pesa una tonelada! -se quejó Lou mientras conseguían salir de entre los vehículos aparcados y caían inmediatamente bajo los faros de un coche que se aprestaba a salir del garaje. El conductor incluso tuvo la cara dura de hacer sonar la bocina.

– Esto solo pasa en Nueva York -protestó Lou ante el conductor mientras él y Jack conseguían arrastrar al herido-. Además, ¿qué coño es este tío, jugador profesional de fútbol?

Mientras se aproximaba a las puertas que daban al puente peatonal, algunos miembros del personal del hospital se quedaron boquiabiertos al verlos y sin saber cómo reaccionar. Al final, uno de ellos tuvo la sensatez suficiente para volver y aguantarles la puerta abierta.

A medio camino del puente, Lou trastabilló.

– Lo siento, pero tengo que parar -dijo jadeante.

– Cambiemos -propuso Jack.

Dejaron al herido en el suelo, intercambiaros sus posiciones y volvieron a levantarlo.

– Realmente escogiste un buen momento para aparecer -comentó Jack entre resoplidos.

– Según parece estuvimos a punto de cruzarnos en la Unidad de Cuidados Coronarios -explicó Lou-. Luego, volví a perderte en la quinta planta. Por suerte, el ordenanza me dijo que buscara un Hummer negro.

Con mejor luz, se hizo evidente que las manchas del pecho del hombre eran de sangre, y la gente se mostró más dispuesta a ayudar. Para cuando llegaron al otro lado del puente, ya había dos enfermeras; una, en la cabeza, con Jack; y la otra, llevando una pierna, junto a Lou.

– Urgencias está en la planta baja -dijo una entre jadeos-. ¿Quieren que bajemos en ascensor o prefieren la escalera?

– Por el ascensor -contestó Jack. Era consciente de que el hombre había dejado de respirar-, pero vamos arriba; no, abajo. Lo que necesita es un cirujano de tórax, y lo necesita ahora.

Las dos enfermeras intercambiaron una mirada de consternación, pero no dijeron nada. Sin dejar al hombre en el suelo, Jack apoyó la espalda contra la pared y apretó el botón del ascensor. Por suerte, uno llegó enseguida. Por desgracia, estaba lleno.

– ¡Entramos! -gritó Jack sin dejarse arredrar y empujando a los que no se movían. Al final, reconociendo que se trataba de una urgencia, algunos pasajeros se apearon para hacer sitio suficiente. Nadie dijo una palabra mientras el ascensor subía un piso.

Cuando las puertas se abrieron en la segunda planta, sacaron al hombre y lo llevaron más allá de las dobles puertas. Cuando pasaron bajo la entrada que daba a la sala de descanso de quirófanos, Jack gritó que tenían un hombre con tres heridas de bala en el pecho. Para cuando llegaron a las puertas que daban a los quirófanos propiamente dichos, ya los acompañaban una serie de cirujanos que habían estado esperando que les llegaran sus respectivos casos. Algunos de ellos eran especialistas en tórax y empezaron a evaluar la situación del herido a juzgar por la ubicación de los agujeros de bala. A pesar de que hubo cierta discrepancia en torno a la naturaleza de las heridas, todos coincidieron en que la única oportunidad de salvarlo radicaba en aplicarle de inmediato un by-pass cardiopulmonar.

Cuando el grupo llegó al mostrador de quirófanos, algunas enfermeras protestaron ante el hecho de que alguien entrara en aquella zona estéril vistiendo ropa de calle; pero su indignación duró poco cuando vieron que les llegaba un paciente con heridas mortales de bala.

– ¡Están preparando el quirófano ocho para una operación de corazón abierto! -gritó una de las enfermeras.

El grupo se dirigió a toda prisa hacia el quirófano ocho y depositaron al herido directamente en la mesa de operaciones. Los cirujanos no perdieron el tiempo y cortaron las ropas del individuo. Entonces llegó un anestesista y anunció que el paciente no tenía pulso y que no respiraba; a continuación, lo entubó rápidamente y le aplicó respiración asistida con oxígeno a cien por cien. Otro anestesista le colocó una vía intravenosa de gran diámetro y empezó a inyectarle fluidos tan rápidamente como pudo; también solicitó un análisis de sangre para determinar el tipo.

Jack y Lou se retiraron cuando los cirujanos se hicieron cargo. Uno de ellos pidió un bisturí, y enseguida le pusieron uno en la mano. Sin vacilar y sin haberse puesto los guantes siquiera, el médico abrió el pecho del hombre con una decidida incisión; luego, separó las costillas con las manos y se encontró con una importante hemorragia. En ese instante, Lou decidió que prefería esperar en la sala de descanso.

– ¡Succión! -gritó el cirujano.

Jack intentó ver lo posible desde su lugar en la cabecera de la mesa. Era un espectáculo como no había presenciado nunca. Ninguno de los médicos llevaba mascarilla, guantes o bata, y estaban empapados de sangre hasta los codos. Todo había sido tan rápido que ninguno había tenido la oportunidad de seguir el habitual protocolo preoperatorio. Jack escuchó atentamente la conversación, que no hizo más que confirmar lo que ya sabía: que los cirujanos eran una especie aparte: a pesar de la naturaleza escasamente ortodoxa de lo que estaban haciendo, de lo macabro de la misma, se lo estaban pasado en grande. Era como si aquel episodio no hiciera más que confirmar sus eminentes poderes curativos.