El ascensor llegó a la planta baja, y Lou y Jack salieron. El hospital estaba abarrotado de gente, y siguieron hablando en voz baja.
– ¿Y cómo encaja todo esto con esa ejecución al estilo mañoso de la enfermera? -preguntó Lou.
– Creo que ahí tenemos la prueba de que estamos ante una conspiración de inmensas proporciones -contestó Jack-. Me parece que si tienes un poco de suerte descubrirás que esa enfermera trabajaba para alguien que forma parte de un entramado que al final te conducirá hasta algún alto ejecutivo dentro de la administración de AmeriCare.
– ¡Espera un segundo! -saltó Lou sujetando a Jack para que se detuviera-. ¿Me estás diciendo que AmeriCare, una de las compañías sanitarias más importantes, puede estar implicada en una trama para matar a sus propios clientes? ¡Eso es una locura!
– Ah, ¿sí? -preguntó Jack-. En cualquier zona donde esos gigantes de la sanidad compiten entre ellos, cosa que intentan evitar estrangulando a la competencia o comprando a los que se resisten si son lo bastante grandes para intentarlo, lo hacen compitiendo en el precio de las primas. ¿Y cómo se determina el precio de las primas? Bueno, el viejo sistema consistía en agrupar los riesgos, calcular a ojo lo que podía costar cuidar a un grupo de gente; a continuación, sumar los beneficios, dividir por el número de personas y ¡bingo! ¡Ahí tenías la prima! Pero, de repente, las reglas han cambiado ante las narices de todos. Con el desciframiento del genoma humano, el viejo concepto de un seguro de salud está destinado a terminar en el cubo de la basura. Les basta utilizar un simple análisis para saber qué individuos pueden costarles una cantidad importante de dinero. El problema es que las grandes compañías sanitarias no pueden discriminar a sus pacientes, de modo que deben aceptarlos a todos. Llegados a ese punto, desde una perspectiva puramente empresarial, esos pacientes que podríamos llamar «defectuosos», deben ser eliminados.
– ¿Me estás diciendo que crees que hay alguien entre los responsables de AmeriCare que es capaz de cometer un asesinato?
– ¡En realidad, no! -repuso Jack-. El hecho de matar en sí mismo lo realizan sujetos verdaderamente perturbados. Estoy seguro que eso será lo que descubrirás de nuestra enfermera, Rakoczi, en caso de que resulte que ha sido ella. De lo que estoy hablando es de una perversa variante del crimen de guante blanco en la que intervienen distintos grados de complicidad. En el nivel más alto, estoy hablando de una persona que puede haber sido contratada y venir de otros sectores, como la industria del automóvil o cualquier otro negocio, y que está sentada en un despacho, completamente alejada de los pacientes y piensa exclusivamente en términos de cuenta de resultados. Por desgracia así es como funcionan los negocios, y esa es la razón de que, como norma general, sea necesario cierto nivel de supervisión gubernamental en una economía de mercado. Puede que suene misántropo, pero el ser humano tiene tendencia a ser esencialmente egoísta y a menudo actúa como si llevara anteojeras.
Lou meneó la cabeza. Se sentía asqueado.
– No puedo creer lo que me estás diciendo. Para mí, los hospitales siempre han sido el sitio al que se va para que se ocupen de uno.
– Pues lo siento -contestó Jack-. Los tiempos están cambiando. El desciframiento del genoma humano ha sido un acontecimiento formidable. Momentáneamente la gente lo perdió de vista, pero va a volver con toda su fuerza. En un futuro cercano cambiará todo lo que sabemos de la medicina. La mayoría de los cambios serán para bien, pero en algunos campos iremos a peor. Siempre sucede lo mismo con los avances tecnológicos. Quizá no deberíamos llamarlos «avances». Quizá una palabra menos valorativa, como «cambios», sería más apropiada.
Lou lo miró fijamente, y Jack le devolvió la mirada pensando que la expresión del detective oscilaba entre el desengaño y la irritación.
– ¿Me estás tomando el pelo con esto que dices? -preguntó Lou.
– Para nada -contestó Jack riendo brevemente-. Lo digo completamente en serio.
El policía lo meditó unos instantes y, al final, dijo con aire triste:
– No sé si quiero vivir en ese mundo que pintas, pero ¡que le den! Venga, vayamos a identificar a esa tal Rakoczi.
Entraron en la sala de Urgencias, que ya estaba abarrotada de pacientes. Se veían varios agentes de policía de uniforme. Lou buscó al director, el doctor Roben Springer, y este los condujo a un cuarto de traumatología cuya puerta se hallaba cerrada. Dentro encontraron el cuerpo de Jasmine Rakoczi. Yacía desnuda en una cama de Urgencias. Le habían insertado un tubo endotraqueal que habían conectado a un respirador. Su pecho subía y bajaba a intervalos regulares. Tras ella, en un monitor de pantalla plana, se registraban los «bip» de su pulso y presión sanguínea. Esta última era baja, pero el pulso se mantenía estable.
– Bueno -dijo Lou-, ¿es esta la mujer que viste en el cuarto de Laurie?
– Lo es -contestó Jack, que a continuación miró al doctor Springer-. ¿Por qué la mantienen con respiración asistida?
– Queremos que esté debidamente oxigenada -contestó el médico agachándose para ajustar el ritmo del aparato.
– Pero ¿no cree usted que la médula espinal ha quedado irremisiblemente dañada? -preguntó Jack, sorprendido de que alguien se estuviera tomando tantas molestias tratándose de una situación claramente terminal.
– Sin duda -repuso Springer incorporándose-. La gente de trasplantes quiere aprovechar todos los órganos posibles.
Lou miró a Jack.
– Esto sí que resulta irónico. Ahora va a resultar que esta tía va a acabar salvando vidas.
– La palabra «ironía» no es suficiente -repuso Jack-. Yo me inclinaría por «mordazmente sarcástico».
Entonces, para sorpresa del doctor Springer, el detective propinó una amistosa colleja al forense, lo acusó de ser un pomposo gilipollas, y ambos salieron entre risas.
Epílogo
Seis semanas después
El teniente detective Lou Soldano aparcó su Chevy del Departamento de Policía ante una boca de riego y dejó encima del salpicadero la tarjeta plastificada que indicaba quién era y a quién pertenecía el vehículo. Acto seguido, abrió la guantera, metió la mano, sacó el atomizador para el aliento y se pulverizó un poco en la garganta para disimular el olor de los Marlboro que se había fumado por el camino. Después, inclinó el retrovisor y contempló su reflejo. Necesitaba un afeitado, pero lo cierto era que siempre necesitaba un afeitado, especialmente a las ocho y media de la noche. Dado que no podía hacer nada con respecto a su barba, utilizó los dedos para peinarse debidamente. Satisfecho con su aspecto, abrió la puerta y salió a la calle.
El aire tenía la sedosa textura de una noche de primavera. Gracias a los restos del día, el cielo tenía un tinte rosado que hacia levante adquiría tonos purpúreos. Lou echó a andar por la Segunda Avenida con paso ligero. Había llamado a Jack y Laurie aquella misma tarde con la esperanza de poder reunirse con ellos para ponerlos al corriente de la evolución del caso AmeriCare, y ellos lo habían invitado a cenar en su restaurante favorito: Elios.
Lou ya había compartido algunos encuentros con ellos en Elios, algunos buenos, otros no tanto. A esa última categoría pertenecía la noche en que Laurie anunció que iba a casarse con el impresentable que la acompañaba. Por suerte para todos, no había sido más que una falsa alarma, y el recuerdo de la ocasión dibujó una sonrisa en el rostro de Lou. También había sido una suerte que ni él ni Jack se hubieran pegado un tiro allí mismo por lo deshechos que se habían quedado.
Lou se detuvo fuera del restaurante. Justo delante de la puerta estaba la bicicleta de Jack, atada a un parquímetro con una multitud de candados. Meneó la cabeza con resignación. Ni él ni Laurie habían conseguido convencerlo para que dejara aquel maldito artefacto. Sonrió al recordar las constantes reprimendas que Jack le echaba diciendo que fumar era malo para la salud y al pensar que ir en bicicleta por la ciudad, especialmente como solía ir Jack, era un riesgo mucho mayor.