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Como cualquier descubrimiento importante o hito en la historia de la ciencia, tendrá consecuencias a la vez buenas y malas. Pensemos en las consecuencias derivadas de las investigaciones sobre la estructura y funcionamiento del átomo. En ese terreno, como lo demuestran los actuales acontecimientos, no lo hemos hecho especialmente bien. Así pues, debemos hacerlo mejor en el desciframiento del genoma humano, ya que es a la sociedad a quien corresponde sopesar las consecuencias de los gigantescos adelantos de la ciencia y la tecnología y enfrentarse a ellos de manera activa en lugar de reactiva y caso por caso.

ADN trata de una de las consecuencias negativas, es decir, del impacto negativo que puede tener en la prevención de las enfermedades cuando la confidencialidad se quiebra y la información se obtiene o cae en manos equivocadas. Por desgracia, las posibilidades de que ocurra algo así serán altas dado que las «microformaciones» que se describen en ADN ya existen y también la posibilidad de analizar fácilmente una gota de sangre para buscar miles de marcadores relacionados con genes defectuosos. (Los marcadores son puntos de alteración en la secuencia base de nucleótidos que forman los anillos del escalón de una molécula de ADN, y han sido localizados por todo el genoma humano.) Las microformaciones son leídas automáticamente por escáneres láser y, gracias a la bioinformática, los resultados son introducidos directamente en ordenadores dotados con los programas adecuados, de modo que el riesgo -y por lo tanto el costo- puede ser predicho con creciente rapidez y seguridad. El resultado final será que el concepto de seguro sanitario, que se ha calculado sumando los factores de riesgo dentro de un grupo concreto, quedará obsoleto. Dichos con otras palabras: el riesgo no puede agruparse si puede determinarse.

Desde mi punto de vista, las implicaciones de esta cuestión que está en permanente desarrollo son formidables. Como médico, siempre he estado en contra de los seguros de salud salvo en casos de catástrofe o en aquellos en los que el paciente no puede pagar. La relación entre médico y paciente es tanto más personal y gratificante para uno y otro cuanto más claro y directo sea el vínculo fiduciario. Según mi experiencia, en tales circunstancias, ambos sujetos valoran al máximo el encuentro; lo cual conduce invariablemente a prestar más tiempo y atención a los detalles potencialmente importantes y a un mayor nivel de avenencia; todo lo cual redunda en un mejor desenlace y en una experiencia más gratificante.

Con el poder de la genómica y de la bioinformática haciendo inútil la suma de riesgos dentro de grupos definidos, me he visto obligado a actualizar mi situación, lo cual ha dado como resultado que haya pasado de un extremo a otro. En estos momentos tengo la impresión de que solo existe un remedio al problema de tener que pagar las prestaciones sanitarias, tanto en Estados Unidos como en los países desarrollados en esta economía globalizada: sumar los riesgos de toda la nación. (Bajo la rúbrica de «prestaciones sanitarias» englobo los cuidados preventivos, los cuidados curativos y los cuidados en caso de catástrofe sobrevenida.) Aunque nunca creí que apoyaría semejante idea, ahora creo que, cuanto antes se incline nuestro país por un sistema de planes de salud individuales respaldado por el gobierno, sin fines lucrativos, y financiado a través de los impuestos, mejor estaremos. Únicamente entonces estaremos en situación de agrupar los riesgos de todo el país, y también de decidir racionalmente cuánto hemos de gastar en sanidad en general. Otro de los efectos de la genómica en la sanidad se refiere a la posibilidad de individualizar la asistencia. Gracias a un nuevo campo, la fármaco-genética -que permitirá elaborar medicamentos a medida de cada paciente según su patrón genético-, cambiará toda la base farmacológica de la terapéutica. Los beneficios de semejante atención serán enormes, pero también lo serán los costos. Si tenemos en cuenta que Estados Unidos ya se gasta alrededor de un quince por ciento del PIB en sanidad, ese aspecto debe ser tenido en cuenta.

Hay otros poderosos argumentos a favor de un plan nacional de sanidad para cada individuo; pero, según mi criterio, ninguno es más persuasivo que el creciente poder de la genómica. Sin embargo, los cambios no se producirán sin resistencia. Tal como comenta el doctor Jack Stapleton en ADN, «Lo que es razonable no tiene mucho que ver con las decisiones que se toman en este país en el terreno de la sanidad. Aquí, las decisiones se toman en función de intereses adquiridos». Dejando a un lado las dificultades, creo fervientemente que cuanto antes adoptemos un plan como el descrito, mejor será para el país. Por suerte, podemos aprender de otros países industrializados que ya han establecido sistemas similares de pago individualizado.

Me gustaría añadir unas pocas palabras acerca del modo en que una persona tan antisocial como Jasmine Rakoczi puede llegar a convertirse en enfermera y a conservar su trabajo. Sencillamente: en Estados Unidos existe una acuciante carencia de enfermeras, y nuestros hospitales, incluso los que funcionan como principales centros académicos, se ven obligados a contratar enfermeras constantemente. Tal como se menciona en ADN, esa práctica se extiende a otros países, incluso a los menos desarrollados. La combinación de una baja compensación económica y una creciente presión para incrementar la productividad (que se traduce en obligar a las enfermeras a hacerse cargo de un número cada día mayor de pacientes) ha creado un entorno laboral lo bastante adverso para que las enfermeras con mayor experiencia busquen empleos alternativos, y que los jóvenes se muestren reacios a comenzar una ardua, larga y costosa formación. Lo que hace esta situación especialmente desgraciada es que todos sabemos (al menos los que hemos vivido la experiencia de ser hospitalizados) que la carga de la atención no recae en los médicos que prescriben los tratamientos y después se retiran a sus consultas o a sus acogedores hogares, sino en las enfermeras que se encargan de aplicarlos. Y, para aquellos que han sufrido algún problema grave en un hospital, lo más probable es que fuera una enfermera quien lo viera, llamara al médico e iniciara un tratamiento. En mi opinión y experiencia, no necesitamos tanta administración de alto nivel, pero sí pagar mejor y ofrecer mejores condiciones de trabajo a nuestras atribuladas enfermeras que están, como dice la propia Jasmine Rakoczi, en la primera fila de la batalla, cuidando a los enfermos.

Robin Cook, marzo de 2005

Robin Cook

Robin Cook (nacido el 4 de mayo de 1940 en Nueva York, Estados Unidos) es médico y escritor.

Obtuvo el doctorado en medicina en la Universidad de Columbia en 1966. Trabajó en el Queen`s Hospital en Honolulu, Hawaii y posteriormente sirvió a la marina americana. Su primer libro, publicado en 1972 llevaba por título Year of the Intern. Trabajó como oftalmólogo en el Massachusetts Eye and Ear Infirmary asociado al Harvard Medical School en Boston de 1971 a 1975. Durante esta época siguió siendo un apasionado de la ficción y leyó muchos best-sellers tratando de determinar qué era lo que hacía captar la atención de los lectores. Desarrolló su propia fórmula y escribió su primera novela que seguía estos patrones. Coma, publicada en 1977 se convirtió enseguida en un best-seller y fue convertida en película al año siguiente.

Cook escribe thrillers médicos. Sus obras están consideradas las mejores novelas inspiradas en la ciencia médica. Ha estado casado dos veces y no tiene hijos. Además de la medicina y escribir, le gusta el submarinismo, la pintura, el surf y el esquí. Pasa sus vacaciones en Waterville Valley, New Hampshire. (Victoria)

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