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– ¿Has dormido algo mejor esta noche? -le preguntó.

– No mucho más que ayer -confesó Laurie-. Me quedé hasta las dos limpiando el piso.

– Es algo que me resulta familiar -contestó Riva con una sonrisa comprensiva-. ¿Qué ocurrió en el hospital?

Laurie le contó la visita y que su madre se encontraba bien; le habló brevemente de su padre, pero no mencionó el problema del BRCA-1.

– Jack está ya en el foso -comentó Riva.

– Lo supuse al ver que Vinnie no estaba leyendo su sección de deportes.

Riva meneó la cabeza.

– Cuando yo llegué, antes de las seis y media, Jack ya estaba por aquí, husmeando los casos. Es demasiado pronto incluso para él. Me pareció patético, y le dije que se montara mejor la vida.

Laurie se echó a reír.

– Eso le habrá sentado bien.

– También le expliqué lo de tu madre. Espero no haber metido la pata. Me preguntó dónde habías estado ayer por la tarde. Según parece, pasó por tu despacho justo después de que te fueras al hospital, mientras yo estaba abajo hablando con Calvin.

– No pasa nada -contestó Laurie-. Ahora que me lo han dicho, ya no es ningún secreto.

– Te oigo -dijo Riva-, pero no puedo entender que tu madre no te lo contara. En fin, la verdad es que Jack parecía muy afectado. Te lo digo en serio.

– ¿Dijo algo en particular?

– No sobre tu madre. Estuvo callado un buen rato, cosa que tratándose de él no es muy normal.

– ¿Qué clase de caso tiene entre manos?

– Uno especialmente feo -contestó Riva-. Jack es increíble, tengo que reconocerlo. Cuanto más difícil es el caso, ya sea en lo emocional o en lo técnico, más le gusta; el que tiene era especialmente grave desde el principio. Se trata de una recién nacida de cuatro meses con gravísimas laceraciones que ingresó muerta en Urgencias. El personal de Urgencias se indignó cuando los padres intentaron decir que no tenían ni idea de cómo se las había hecho. Al final, los de Urgencias llamaron a la policía, y ahora los padres están en la cárcel.

– ¡Dios santo! -murmuró Laurie con un estremecimiento. A pesar de sus trece años como forense, todavía se le hacía muy cuesta arriba ocuparse de casos infantiles, especialmente los de malos tratos.

– Me encontraba en pleno follón cuando leí el informe de investigación -reconoció Riva-. No había duda de que a la niña había que hacerle la autopsia, pero yo no tenía a nadie que me cayera lo bastante mal para encargárselo.

Laurie intentó reír porque sabía que Riva estaba bromeando; sin embargo, apenas consiguió esbozar una sonrisa. A Riva le caía bien todo el mundo y viceversa. Laurie también sabía que Riva se habría encargado del caso personalmente si Jack no se hubiera presentado voluntario.

– Antes de bajar, Jack mencionó otro caso -dijo Riva mientras buscaba un expediente que finalmente blandió-. Me dijo que se encontró con Janice cuando llegó esta mañana, y que ella le contó que en el Manhattan General había otro caso de un adulto joven sorprendentemente parecido al de Sean McGillin. Jack me dijo que seguramente tú lo querrías y que te lo encargara. ¿Te interesa?

– ¡Desde luego! -contestó Laurie con el entrecejo fruncido al coger el expediente. Lo abrió y pasó rápidamente las páginas hasta dar con el informe de investigación. El nombre de la paciente era Darlene Morgan; edad, treinta y seis años.

– Era madre de un niño de ocho años -comentó Riva-. ¡Menuda tragedia para el crío!

– Y que lo digas -murmuró Laurie mientras ojeaba el informe-. Resulta parecido, sorprendentemente parecido. -Levantó la mirada-. ¿Sabes si Janice está todavía por aquí?

– No tengo ni la más remota idea. Lo estaba cuando pasé por la oficina de los ayudantes, pero eso fue sobre las seis y media.

– Creo que iré a comprobarlo -repuso Laurie-. Gracias por el caso.

– Ha sido un placer -contestó Riva, hablando con la espalda de Laurie porque ella ya estaba camino de la puerta que conducía a la sala de comunicaciones.

Laurie se dio prisa. En principio, Janice salía a las siete, pero con frecuencia se quedaba hasta más tarde. Era muy cuidadosa con sus informes y con frecuencia podía estarse hasta horas tan avanzadas como las ocho. Eran las ocho menos cuarto cuando Laurie cruzó la sala de archivos. Un minuto después se asomaba a la puerta del despacho de los investigadores. Bart Arnold levantó la mirada. Hablaba por teléfono.

– ¿Está Janice todavía por aquí? -preguntó Laurie.

Bart hizo un gesto con el pulgar señalando por encima del hombro hacia el fondo de la sala. La cabeza de Janice surgió de detrás de una pantalla de ordenador. Estaba sentada a un escritorio de un rincón.

Laurie se acercó y cogió una silla. La acercó, tomó asiento y esperó a que Janice acabara con su bostezo de cansancio.

– Lo siento -dijo Janice una vez recuperada. Se frotó los enrojecidos ojos con los nudillos.

– Tienes todo el derecho -repuso Laurie-. ¿Ha sido una noche movida?

– En cuestión de cantidad fue muy normal. Nada que ver con la de ayer. De todas maneras hubo unos cuantos casos de esos que dejan hecho polvo. No sé qué me estará pasando. Yo no solía ser tan sensible. Espero que no acabe afectando a mi objetividad.

– Ya he oído lo de la recién nacida.

– ¿Te lo puedes imaginar? ¿Cómo puede hacer alguien algo así? No lo entiendo. Es posible que me esté haciendo demasiado blanda para este trabajo.

– El momento en que uno tiene que empezar a preocuparse es cuando ese tipo de casos ya no impresionan.

– Supongo -contestó Janice con un suspiro de cansancio. A continuación se enderezó recobrando la compostura-. En fin, ¿qué puedo hacer por ti?

– Acabo de echar un vistazo a tu informe de Darlene Morgan. El caso me parece inquietantemente parecido al de Sean McGillin.

– Eso ha sido exactamente lo mismo que le he dicho al doctor Stapleton esta mañana, cuando nos hemos cruzado.

– ¿Se te ocurre algo más que no figure aquí? -preguntó Laurie mostrando el informe-. No sé, tus impresiones mientras hablabas con la gente implicada, con las enfermeras, los médicos o incluso los miembros de la familia. Ya sabes, algo más allá de los fríos hechos. Algo que captaras por intuición.

Janice mantuvo los ojos fijos en los de Laurie mientras reflexionaba. Al cabo de un instante meneó la cabeza ligeramente.

– Creo que no. Sé a qué te refieres, algún tipo de impresión subliminal. Pero no se me ocurrió nada. No era más que otra tragedia clínica. Una mujer joven y en apariencia sana a la que se le había acabado el tiempo de repente. -Janice hizo un gesto de impotencia-. Cuando alguien así muere, te hace comprender que todos vivimos de prestado.

Laurie se mordió el labio mientras pensaba en qué más podía preguntarle.

– No hablaste con el cirujano, ¿verdad?

– No. No lo hice.

– ¿Fue el mismo médico que operó a Sean McGillin?

– No. Hubo otros dos traumatólogos implicados, y la impresión que me dio el residente fue que ambos tienen muy buena reputación.

– Según parece, ambos pacientes fallecieron a una hora de la madrugada más o menos parecida. ¿No te pareció extraño?

– La verdad es que no. Según mi experiencia, la franja horaria entre las dos y las cuatro de la mañana es cuando se producen más fallecimientos. Al menos es el momento de más trabajo en mi turno. Un médico me sugirió en una ocasión que podía estar relacionado con el nivel de hormonas circadianas.

Laurie asintió. Lo que Janice decía era seguramente cierto.

– El doctor Stapleton me ha dicho que te hiciste cargo del caso McGillin. ¿El que me estés haciendo estas preguntas se debe a que no hallaste demasiadas causas evidentes de la muerte?

– Es que no hallé ninguna -reconoció Laurie-. ¿Qué hay de la anestesia? ¿Alguna similitud entre el tratamiento o el personal?

– Debo confesar que eso no lo comprobé. ¿Tendría que haberlo hecho?