Laurie se encogió de hombros.
– Las dos víctimas llevaban unas dieciocho horas de postoperatorio, así que debían tener restos de anestesia. Creo que vamos a estar obligados a tenerlo en cuenta todo, incluyendo la medicación que les dieron, su orden y dosis. Le dije a Bart que me consiguiera el cuadro clínico de McGillin. Ahora voy a necesitar también el de Morgan.
– Puedo hacerte la petición antes de marcharme -se ofreció Janice.
Laurie se levantó.
– Te lo agradecería. Espero que no pienses que he venido porque tu informe me parezca mal. Es más bien todo lo contrario. Tus informes son siempre de primera.
Janice se ruborizó.
– Vaya, gracias. La verdad es que eso intento. Sé lo importante que es contar con toda la información, especialmente en los casos más misteriosos, como estos cuatro.
– ¿Cuatro? -preguntó Laurie sorprendida-. ¿Qué quieres decir con «cuatro»?
– Pues que si no recuerdo mal, la penúltima semana hubo otros dos, también en el Manhattan General, que desde mi punto de vista se parecen.
– ¿En qué se parecen? ¿Se trataba también de pacientes en su primer día de postoperatorio?
– Eso creo recordar. De lo que sí me acuerdo seguro es de que eran gente joven y en general con buena salud, de modo que esas crisis cardíacas fueron una sorpresa muy desagradable.
También me viene a la memoria que los dos fueron hallados por la ayudante de la enfermera que hacía la ronda comprobando la temperatura y los ritmos cardíacos de los recién operados. Así fue como encontraron a Darlene Morgan, lo cual sugiere que debió de sufrir algún tipo de crisis fulminante. Me refiero a que no hubo aviso alguno. No sé, al menos, Sean McGillin tuvo la oportunidad de pedir auxilio. En el caso de Darlene, el equipo de reanimación no la tuvo de ninguna manera. No consiguieron nada salvo una línea plana.
– Esto podría ser muy importante -dijo Laurie, satisfecha por haber preguntado a Janice.
– La verdad es que estaba pensando en hacer copias de los informes de investigación, pero todavía no he tenido tiempo.
– ¿Eran también casos de traumatología?
– No recuerdo exactamente de qué los operaron, pero no será difícil averiguarlo. Si tuviera que aventurar algo, diría que fueron casos de cirugía general, no de traumatología. ¿Quieres que los imprima?
– No te molestes porque voy a solicitar los expedientes completos. ¿Recuerdas quién les hizo la autopsia?
– Yo nunca lo sé. Salvo con el doctor Stapleton y contigo, no suelo tener mucho contacto con el resto de los forenses.
– ¿Recuerdas cuál fue la causa final y oficial de la muerte? -preguntó Laurie.
– Lo siento -reconoció Janice-. Ni siquiera sé si la han firmado ya. A veces sigo los casos que me interesan, pero no lo hice con esos dos de los que hablamos. Debo admitir que en su momento me parecieron dos casos rutinarios de complicaciones cardíacas graves e inesperadas. Sé que hablar de «rutina» y de «imprevisto» es una contradicción, así que puede que «rutina» no sea la palabra adecuada. Quiero decir que la gente se muere en los hospitales y, por trágico que sea, a menudo ocurre que no es por el problema que para empezar los llevó allí. No fue hasta esta mañana, cuando empecé a escribir el caso Morgan y reparé en el detalle de la ayudante de La enfermera, cuando me acordé de ellos.
– ¿Cuáles eran sus nombres? -preguntó Laurie notando un escalofrío de emoción. Ese curioso y totalmente inesperado fragmento de información era la razón por la que había querido precisamente hablar con Janice. La reforzaba en la convicción de que aquellos de sus colegas que hacían caso omiso de los conocimientos y experiencia de los investigadores forenses lo hacían en detrimento de sus resultados profesionales.
– Solomon Moskowitz y Antonio Nogueira. Los apunté con sus nombres de ingreso. -Janice le entregó una hoja.
Laurie la cogió y leyó los nombres. En realidad no sabía si lo que estaba buscando no era una distracción de sus verdaderos problemas. Lo que sí sabía era que había dado con una.
– Gracias, Janice -dijo Laurie sinceramente-. Tengo que darte todo el mérito. Relacionar estos casos puede ser importante.
Uno de los problemas de ser ocho médicos en el departamento era que la relación entre casos podía pasar inadvertida. Había una reunión los jueves por la tarde, donde los casos se debatían en un foro abierto; pero, habitualmente, solo se trataban los asuntos más interesantes desde un punto de vista académico, o los más macabros.
– De nada -contestó Janice-. Me siento bien al saber que formo parte de un equipo y que aporto mi granito de arena.
– Desde luego que sí -repuso Laurie-. ¡Ah!, de paso, cuando presentes la solicitud para el historial clínico de Morgan, ¿te importaría pedir también los de Moskowitz y Nogueira?
– Claro que no -contestó Janice, que escribió una anotación en un post-it y lo pegó en un lado de la pantalla del ordenador.
Con el cerebro convertido en un torbellino, Laurie salió a toda prisa de la sala de los investigadores y cogió el ascensor para la cuarta planta. Sus problemas relacionados con Jack y el BRCA-1 habían quedado relegados a un segundo plano. No podía apartar los ojos de los nombres que aparecían en la hoja que Janice le había entregado. Pasar de un caso curioso a cuatro representaba un adelanto significativo. La cuestión residía sencillamente en saber si esos cuatro casos estaban realmente relacionados. Para Laurie ese era el verdadero significado de ser forense. Si los casos estaban relacionados a través del uso de un mismo medicamento o procedimiento y si ella podía descubrirlo, tendría la recompensa de haber evitado muertes futuras. Naturalmente, dicho descubrimiento también le revelaría si los fallecimientos habían sido accidentales o si tras ellos se ocultaba un homicidio. La cuestión le provocó escalofríos.
Laurie entró en su despacho, colgó el abrigo tras la puerta y se sentó ante el ordenador. Tecleó el número de acceso de ambos casos enterándose de pasada de que ninguno de los dos llevaba la firma definitiva. Hasta cierto punto decepcionada, buscó los nombres de los médicos que habían realizado las autopsias: George Fontworth se había ocupado de Antonio Nogueira, y Kevin Southgate, de Solomon Moskowitz. Como había visto a Southgate en la sala de identificación, descolgó el teléfono y marcó su extensión. Lo dejó sonar cinco veces antes de colgar.
Laurie volvió al ascensor, bajó hasta la planta baja y se dirigió a la sala de identificación. Había confiado en que Kevin estuviera allí aún, charlando con Arnold, y no se equivocó. Esperó pacientemente a que ambos hicieran una pausa en la conversación. Hablaban apasionadamente de política; Kevin adoptaba la postura del inveterado progresista demócrata y Arnold, la del conservador republicano. Los dos llevaban más de veinte años en el departamento y habían llegado a parecerse: estaban gordos, eran de tez pálida y descuidados tanto con su higiene como con su forma de vestir. A los ojos de Laurie, eran la viva imagen de los forenses que aparecían en las películas de Hollywood.
– ¿Recuerdas haberte ocupado del caso de Solomon Moskowitz, hace un par de semanas? -preguntó Laurie a Kevin tras disculparse por interrumpirlos. Como de costumbre, él y Arnold parecían avergonzarse de su pugna dialéctica y dolidos porque ninguno de los dos tenía la más mínima posibilidad de cambiar las arraigadas opiniones del otro.
Tras bromear acerca de que no se acordaba de los casos del día anterior, el mofletudo rostro de Kevin se puso ceñudo mientras hacía memoria.
– Mira, creo que recuerdo a un tal Moskowitz -contestó-. ¿Sabes si era un caso del Manhattan General?
– Eso me han dicho.
– Ahora sé cuál es. Aparentemente, el paciente sufrió una crisis cardíaca. Si es el que yo creo, la autopsia no arrojó ningún resultado concluyente. Creo que no la he firmado todavía. Debo de estar esperando que lleguen las pruebas del microscopio.