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– Si no te importa, me gustaría encargarme también de ese doble suicidio.

– Le pondré tu nombre -prometió Riva.

3

– ¿Qué les parece si lo hacemos de este modo? -propuso Laurie-: Yo los llamo tan pronto como termine y les cuento lo que haya averiguado. Sé que eso no les devolverá a su hijo, pero quizá hallen cierto consuelo en saber el porqué de lo ocurrido, especialmente si conseguimos sacar una lección de esta tragedia y evitar que les suceda a otros. Si por la razón que sea seguimos sin tener la respuesta tras la autopsia, les telefonearé cuando haya tenido la oportunidad de mirar las pruebas microscópicas para decirles algo definitivo.

Laurie sabía que lo que estaba proponiendo estaba fuera de lo normal y que pasar por encima de la señora Donatello y su oficina de relaciones públicas para adelantar una información preliminar molestaría a Bingham y a Calvin en caso de que llegaran a enterarse, ya que eran firmes partidarios de ceñirse a las normas. A pesar de todo, Laurie creía que el caso McGillin justificaba saltarse el protocolo.

Después de haber hablado brevemente con el matrimonio, se había enterado de que Sean McGillin había sido mucho tiempo médico de cabecera en el condado de Westchester. Él y su esposa, Judith, que había sido enfermera en su consulta, eran, además de colegas, dos personas sumamente simpáticas. Los McGillin irradiaban una honradez y elegancia que hacía que cayeran bien casi al instante; por la misma razón resultaba imposible no compartir su desdicha.

– Prometo que los mantendré informados -prosiguió Laurie con la esperanza de que con sus palabras consiguiera que se marcharan a casa; llevaban horas en el depósito y era evidente que estaban agotados-. Yo personalmente me ocuparé de su hijo. -Laurie tuvo que apartar la mirada con aquel comentario puesto que sabía que resultaba engañoso. A pesar de que intentaba hacer caso omiso de ellos, vio de nuevo la aglomeración de reporteros en la zona de recepción y oyó un apagado murmullo de aprobación cuando llegaron las rosquillas y el café. Laurie hizo una mueca. Resultaba lamentable que mientras los McGillin tenían que cargar con su sufrimiento se estuviera montando aquel circo. Para ellos la situación era peor entre las risas y el barullo de la estancia contigua.

– No es justo que no sea yo quien esté en ese armario refrigerado de abajo -dijo el doctor McGillin meneando tristemente la cabeza-. He vivido lo mío. Tengo casi setenta años. Me han hecho dos by-pass, y tengo el colesterol demasiado alto. ¿Por qué estoy yo aquí arriba y mi hijo Sean abajo? No tiene sentido. Siempre fue un muchacho sano y activo. Todavía no había cumplido los treinta.

– ¿Su hijo tenía también un nivel alto de LDH? -preguntó Laurie. Janice no había hecho mención de él en el informe del investigador forense.

– En absoluto -contestó McGillin-. En el pasado siempre tuve buen cuidado de que se lo mirara una vez al año; y, ahora que el bufete donde trabajaba mi hijo tiene un acuerdo con AmeriCare, que exige una revisión anual, sabía que Sean se lo seguía controlando.

Tras un rápido vistazo al reloj, Laurie miró a los McGillin a los ojos. Estaban los dos sentados muy erguidos en el sofá de vinilo marrón, con las manos enlazadas en el regazo y sujetando las instantáneas de la identificación de su hijo fallecido. La lluvia rociaba intermitentemente la ventana. A Laurie le recordaba la pareja de American Gothic. Irradiaban la misma resuelta actitud y la misma firmeza moral. Ese era el lado positivo; en el negativo figuraban los mismos indicios de estrechez puritana.

El problema para Laurie consistía en que se había blindado ante el aspecto emocional de la muerte y, por consiguiente, tenía poca experiencia de ella. Tratar con las familias afectadas, así como ayudarlas durante el proceso de identificación, era una tarea de la que se encargaban otros. Ella también se protegía con cierto distanciamiento académico. Como forense y patóloga, veía la muerte como un rompecabezas que era necesario resolver para ayudar a los vivos. Existía asimismo el factor de aclimatación: aunque la muerte era un suceso ocasional para casi todo el mundo, ella la veía todos los días.

– Nuestro hijo iba a casarse esta primavera -dijo de repente la señora McGillin, que no había abierto la boca desde que Laurie se había presentado, media hora antes-. Nos hacía mucha ilusión tener nietos.

Laurie asintió. La mención de los niños le tocó una fibra sensible. Intentó pensar en algo que decir, pero la salvó el doctor McGillin cuando este se levantó y tomó la mano de su esposa para ayudarla a ponerse en pie.

– Cariño, estoy seguro de que la doctora Montgomery tiene trabajo que hacer -dijo el médico al tiempo que asentía y recogía las fotos y se las guardaba en el bolsillo-. Será mejor que nos vayamos a casa y dejemos a nuestro Sean a su cuidado. -A continuación sacó un pequeño bloc de hojas y un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta. Tras escribir algo, arrancó el papel y se lo entregó a Laurie-. Este es mi número de teléfono privado. Estaré aguardando su llamada. La espero alrededor del mediodía.

Sorprendida y aliviada por aquel repentino cambio, Laurie se levantó. Recogió el papel y miró el número para asegurarse de que resultaba legible. Tenía un código de área 914.

– Los llamaré tan pronto como pueda.

El doctor McGillin ayudó a su esposa a ponerse el abrigo antes de hacer lo propio con el suyo; luego tendió la mano a Laurie. Ella se la estrechó y notó que la tenía fría.

– Cuide bien a nuestro chico -dijo el doctor McGillin-. Es nuestro único hijo.

Dicho lo cual dio media vuelta, abrió la puerta que daba a la zona de recepción y guió a su mujer hacia donde estaban los representantes de la prensa.

Ansiosos de noticias, los reporteros cayeron en un expectante silencio en el instante en que los McGillin aparecieron. Esperando una rueda de prensa, todos los ojos siguieron sus pasos. La pareja había cruzado media zona de recepción camino de la salida cuando alguien rompió el silencio al gritar:

– ¿Son ustedes miembros de la familia Cromwell?

El doctor McGillin se limitó a menear la cabeza sin aminorar el paso.

– ¿Están ustedes relacionados con el caso de la policía? -preguntó alguien más.

McGillin volvió a negar con la cabeza. Después de aquello, los periodistas centraron su atención en Laurie. Al reconocerla, unos cuantos reporteros incluso llegaron a meterse en la sala de identificación, y se produjo una avalancha de preguntas.

Al principio, haciendo caso omiso de los reporteros, Laurie fue de puntillas para ver salir a los McGillin del edificio. Solo entonces miró a los periodistas que la rodeaban.

– Perdón -dijo apartando los micrófonos-, no sé nada de esos casos. Tendrán ustedes que esperar a que salga mi superior.

Por suerte, uno de los agentes de seguridad del Departamento de Medicina Legal salió de detrás de la recepción y se las arregló para hacer salir a los reporteros.

Cuando la puerta se hubo cerrado, un relativo silencio cayó en la sala de identificación. Por un momento, Laurie se quedó de pie, con los brazos colgándole a los lados. Tenía la carpeta del joven Sean McGillin en una mano y el garrapateado teléfono de su padre en la otra. Tener que tratar con la apesadumbrada pareja había sido agotador, especialmente teniendo en cuenta que se sentía psicológicamente frágil. Sin embargo, había algo positivo: conociéndose como se conocía, sabía que el verse en una situación de cierta tensión emocional le era de ayuda porque le permitía ver sus propios problemas con cierta perspectiva. Mantener la mente ocupada resultaba un buen recurso para no volver a pensar en lo que había tenido que reconocer que era una situación inaceptable.

Sintiéndose algo mas fortalecida, Laurie entró en la oficina de identificación al tiempo que guardaba el teléfono de McGillin en el bolsillo.

– ¿Dónde están todos? -preguntó a Riva, que seguía ocupada programando las tareas.