– Aparte de Bingham, Washington y Fontworth, tú y Jack sois los únicos que habéis llegado hasta el momento.
– A lo que me refería es dónde están el detective Soldano y Vinnie.
– Jack llegó y se los llevó a los dos al foso. El detective le pidió que se ocupara del caso Cromwell.
– Eso es curioso -comentó Laurie porque, normalmente, Jack se mantenía alejado de los casos que atraían la atención de los medios, y el caso Cromwell pertenecía sin duda a dicha categoría.
– Parecía realmente interesado -añadió Riva como si leyera la mente de Laurie-. También pidió hacerse cargo del doble suicidio, cosa que yo no esperaba. Me dio la impresión que tenía razones ocultas, pero no tengo ni idea de cuáles podían ser.
– ¿Sabes si alguno de los otros técnicos están por aquí?
– Vi a Marvin hace unos minutos. Cogió un café y se marchó abajo.
– Perfecto -contestó Laurie, que disfrutaba trabajando con Marvin. El técnico solía hacer las noches, pero últimamente había cambiado al turno de día-. Por si me necesitas, estaré en el foso.
– Me temo que voy a tener que encargarte al menos un caso más. Se trata de una sobredosis. Lo siento. Sé que me has dicho que has tenido una mala noche; pero hoy estamos hasta los topes.
– No pasa nada -le aseguró Laurie acercándose para recoger el informe-. El trabajo es una buena manera de mantener mi mente alejada de los problemas.
– ¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?
– Es lo mismo de siempre con Jack -contestó Laurie haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia-. Se lo expuse claramente. Sé que suena a disco rayado, pero esta vez iba en serio. Voy a volver a mi piso, y él va a tener que tomar una decisión en un sentido u otro.
– Me alegro por ti -repuso Riva-. Quizá eso me dé fuerzas.
Además de compartir el despacho, Laurie y Riva se habían hecho buenas amigas. La pareja de Riva era tan reacia como Jack a comprometerse, aunque por motivos diferentes, de modo que las dos tenían mucho de qué hablar.
Tras debatirse un momento entre tomarse o no un café y descartarlo por temor a que le produjera temblor en las manos, Laurie fue en busca de Marvin. A pesar de que solamente tenía que bajar un piso, tomó el ascensor. Se encontraba agotada por la falta de sueño, como supuso por la mañana. Sin embargo, en lugar de estar irritada consigo misma, se sentía contenta. Desde luego, teniendo en cuenta sus sentimientos hacia Jack, no se trataba de felicidad. Sabía que iba a encontrarse sola. No obstante, no le cabía duda de que había hecho lo que tenía que hacer y, en ese sentido, estaba satisfecha.
Al pasar ante el despacho de los investigadores forenses se asomó y preguntó si Janice se había marchado. Bart Arnold, el jefe de los investigadores, le dijo que sí y le preguntó si podía serle de ayuda. Laurie le contestó que ya hablaría con Janice en otro momento y siguió caminando. Únicamente quería contarle la conversación que había tenido con los McGillin. Creía que a Janice le interesaría. El hecho de que aquel caso hubiera traspasado la gruesa coraza de la investigadora había intrigado a Laurie desde el principio.
Marvin se hallaba en su oficina, despachando su habitual porción del interminable papeleo que inundaba la oficina. Ya se había puesto el pijama verde de trabajo en previsión de la tarea que le esperaba en el foso, término que todos usaban cariñosamente para describir la sala de autopsias. Levantó la mirada cuando apareció Laurie en el umbral. Marvin era un afroamericano de aspecto atlético con la piel más perfecta que ella había visto jamás. A Laurie le había producido una envidia instantánea desde el momento en que se lo presentaron.
Laurie era susceptible en lo que a su cutis se refería. Aparte de su cabello rubio oscuro, tenía una salpicadura de pecas en el puente de la nariz, así como otras imperfecciones que solo ella podía ver. A pesar de que había heredado los reflejos rojizos del cabello castaño de su padre, su casi translúcida piel y sus ojos, verde azulados, eran de su madre.
– ¿Qué? ¿Preparado para el baile? -preguntó alegremente. Por experiencia sabía que se sentiría mejor si no se comportaba como si estuviera cansada.
– Cuando quieras, hermana -repuso Marvin.
Laurie le entregó las carpetas.
– Me gustaría empezar con McGillin.
– No hay problema -dijo Marvin consultando el listado para localizar el cuerpo.
Laurie se dirigió a los vestuarios para ponerse la ropa de trabajo y a continuación pasó al almacén para enfundarse un traje lunar. «Traje lunar» era el término que utilizaba el personal para describir el equipo de protección que era de rigor en las autopsias. Los «trajes lunares» estaban hechos de un material totalmente inalterable y estaban dotados de capuchas y mascarillas integrales. El aire se introducía en el traje a través de un filtro HEPA por un ventilador accionado mediante baterías que era necesario recargar todas las noches. Los trajes no eran especialmente populares ya que entorpecían el trabajo, pero todos salvo Jack aceptaban la incomodidad por razones de seguridad. Laurie sabía que cuando Jack estaba de turno los fines de semana solía prescindir del traje en aquellos casos en que consideraba que el riesgo de infecciones era bajo. En esas circunstancias volvía a las tradicionales gafas y a la mascarilla quirúrgica. Los demás técnicos parecían satisfechos guardando el secreto, pero si Calvin se enteraba, la multa sería mayúscula.
Tras meterse en su traje lunar, Laurie regresó al corredor principal y bajó hasta la antesala donde se lavó y se puso los guantes. Así preparada, entró en la sala de autopsias.
A pesar de llevar trece años trabajando en el departamento, Laurie todavía experimentaba una punzada de expectación cada vez que accedía a lo que ella consideraba el centro de la acción. Desde luego, no era por la experiencia visual que suponía, ya que en ese aspecto la sala -alicatada de blanco, desprovista de ventanas e iluminada por fluorescentes- resultaba muy poco alegre. Las ocho mesas de acero inoxidable aparecían abolladas y manchadas tras incontables post mórtem. Encima de cada una de ellas colgaba una anticuada balanza de muelles. A lo largo de las paredes había tuberías vistas, pantallas para examinar radiografías, descascarillados lavabos de loza y aparadores de cristal pasados de moda que contenían toda una colección de horripilante instrumental. Cincuenta años atrás había sido una instalación modélica y el orgullo del departamento; pero en esos momentos carecía de fondos, falta de mantenimiento y modernización. Sin embargo, las condiciones de la sala no alteraban a Laurie. Su mente ni siquiera reparó en su aspecto, una disposición basada en el hecho de saber que cada vez que entraba allí veía y aprendía algo nuevo.
De las ocho mesas, tres se hallaban ocupadas. Una sostenía el cuerpo de Sean McGillin, o eso supuso Laurie, ya que Marvin se afanaba en ella con sus últimos preparativos. Las otras dos, más próximas a donde se encontraba Laurie, contenían cuerpos en pleno procedimiento. Justo delante de ella yacía un hombretón de piel oscura. Cuatro personas ataviadas con trajes lunares idénticos a los de Laurie trabajaban en él. A pesar de que el reflejo de las curvadas pantallas de las máscaras dificultaban la identificación, Laurie reconoció a Calvin Washington: su metro noventa y ocho y sus ciento veinte kilos no eran fáciles de disimular. Por contraste, la baja estatura y maciza complexión de su acompañante le indicó que era seguramente Harold Bingham. Los otros dos debían de ser George Fontworth y el técnico Sal D'Ambrosio, aunque ambos eran de la misma estatura y no podía diferenciarlos.
Laurie se acercó a la base de la mesa. Justo delante había un drenaje que emitía un sonido de succión. Bajo el cuerpo, el agua corría constantemente, arrastrando los fluidos corporales.
– ¡Fontworth! ¿Dónde demonios ha aprendido a usar el escalpelo? -gruñó Bingham.
Estaba claro cuál de las dos figuras embozadas era George. Se encontraba a la derecha del cuerpo, con las manos metidas en algún rincón del espacio retroperitoneal del difunto, aparentemente intentando establecer la trayectoria de una bala. Laurie no pudo evitar sentir un impulso de simpatía hacia él. A Bingham le gustaba adoptar un aire profesoral cada vez que acudía a la sala de autopsias; no obstante, siempre acababa impacientándose y enfadándose. A pesar de que Laurie sabía que no había ocasión en que no pudiera aprender algo de él, no le gustaba trabajar para Bingham. Resultaba demasiado estresante.