– ¿Tú no crees que la persona que liquidó a esos pacientes fuera la misma que liquidó a Chapman y a Roger?
– No estoy seguro.
– Pues yo sí -aseguró Laurie-. Tiene lógica. Seguro que esa enfermera vio algo que le resultó sospechoso. La asesinaron la misma mañana en que dos nuevos casos se sumaron a los de mi serie. En cuanto a Roger, si fue a hablar con alguien a quien él creía sospechoso potencial, bien pudo haberse encarado con Najah. Es posible que incluso lo descubriera en la habitación de Pruit.
– Está bien visto.
– Me alegro de que hayan detenido a Najah -comentó Laurie-. Si es él, lo pensará dos veces antes de meterse en más líos teniendo a Lou encima; lo cual significa que esta noche dormiré un poco mejor. Entretanto, repasaré con mucho cuidado las listas de Roger en caso de que Najah no sea nuestro hombre.
Jack asintió varias veces para indicar su conformidad con el plan de Laurie; se produjo una breve pausa hasta que dijo:
– Ya sé que quizá no sea muy oportuno, pero ¿podríamos volver a donde lo dejamos anoche?
Laurie lo miró con cautela. Mientras habían estado charlando, ella había notado que la típica expresión irónica de Jack había reaparecido, lo cual en ese momento en que la conversación derivaba hacia temas más personales le pareció mala señal. Una combinación de enfado y frustración empezó a bullir en su interior. Con todo lo que le estaba ocurriendo, desde su sensación de culpa por la muerte de Roger hasta los dolores abdominales, no estaba dispuesta a enfrentarse a nuevos desengaños.
– Bueno, ¿qué pasa? -preguntó Jack ante el silencio de Laurie, y, malinterpretándolo, alzó las cejas y añadió-: ¿Este sigue sin ser ni el momento ni el lugar?
– ¡Mira, pues tienes razón! -espetó Laurie luchando por controlarse ante el tono de Jack-. El depósito de cadáveres de la ciudad difícilmente es el lugar adecuado para hablar de formar una familia. Es más, para serte sincera, me doy cuenta de que estoy cansada de hablar del asunto. Los hechos están bastante claros. Te he explicado lo que siento, incluyendo la nueva realidad de mi embarazo. Lo que no sé es cómo te sientes tú, y quiero saber si te interesa y eres capaz de abandonar ese papel tuyo de víctima ofendida. Si eso es lo que deseas decirme, ¡perfecto! ¡Dímelo! Estoy harta y cansada de darle vueltas una y otra vez. Estoy harta y cansada de esperar a que te decidas.
– Me parece que está claro que este no es el momento ni el lugar -dijo Jack con irritación equivalente y poniéndose en pie-. Creo que esperaré a un momento más oportuno.
– Eso. Hazlo -le espetó Laurie.
– Ya nos llamaremos -dijo Jack antes de salir.
Laurie se volvió hacia su mesa y hundió la cabeza entre las manos con un suspiro. Por un segundo consideró la posibilidad de correr tras Jack, pero aunque lo hubiera hecho, no habría sabido qué decirle. Estaba claro que él no iba a responderle lo que ella deseaba oír. Pero, al mismo tiempo, se preguntaba si no se estaría mostrando demasiado exigente y agresiva, especialmente si tenía en cuenta que no le había hablado de sus nuevos síntomas ni del miedo que ni siquiera quería reconocer para sí misma: el temor de abortar, lo cual cambiaría de nuevo todo el panorama.
Eran poco más de las cuatro de la tarde cuando David Rosenkrantz metió el coche en el aparcamiento del pequeño edificio comercial donde Robert Hawthorne tenía sus oficinas. En el pasado, el edificio había sido un simple almacén, pero al igual que con la renovación del centro de la ciudad de St. Louis, había sido reformado. En esos momentos, albergaba un caro restaurante en la planta baja y tiendas de moda y oficinas en la primera. Cuando Robert Hawthorne -o el «señor Bob», como era conocido entre su gente- había llegado a la ciudad, primero para fundar una compañía llamada Adverse Outcomes, * y a continuación montar la Operación Aventar, el lugar le había parecido de lo más conveniente, en especial porque estaba cerca del bufete de Davidson & Faber. David desconocía qué relación había con la firma de abogados y sabía que no debía preguntar. Lo que sí sabía era que era convocado allí con regularidad.
David no estaba a menudo en la ciudad porque su trabajo consistía principalmente en viajar de un lado a otro siguiendo las distintas operaciones de campo y negociando en ellas cuando resultaba necesario. Considerando el excéntrico carácter de los sujetos que tenían contratados como colaboradores independientes, no resultaba tarea fácil. Al principio, David solo se había ocupado de apagar fuegos; pero, después de cinco años trabajando para Robert, también había recibido el encargo de ocuparse del reclutamiento, que resultaba mucho más entretenido e interesante. Robert solía entregarle una lista de nombres que normalmente conseguía de un antiguo colega que todavía trabajaba en el Pentágono. Se trataba principalmente de gente que había trabajado en uno u otro servicio médico del ejército y que había sido licenciado de manera poco honorable. David no había estado en el ejército, pero entendía perfectamente que esa experiencia podía afectar a los que intentaban reincorporarse a la vida civil, especialmente a los que habían conocido una u otra forma de combate. Con el asunto de Irak coleando todavía, había un montón de candidatos potenciales. Naturalmente, también buscaban gente que hubiera sido despedida de hospitales civiles. La mayoría de las informaciones provenían de gente que ya estaba en el ajo.
La puerta de las oficinas carecía de rótulo. David llamó con los nudillos por si Yvonne, la secretaria que al mismo tiempo era la amiguita de Robert, se hallaba en los despachos de atrás. No se trataba de una gran organización. Robert, Yvonne y él mismo eran los únicos empleados. Durante bastantes años solo habían estado Robert y su novia.
Se oyó el fuerte chasquido de la cerradura, y la pechugona Yvonne abrió la puerta. Con su almibarado acento sureño invitó coquetamente a David a que entrara. Su vocabulario estaba lleno de «cielo» y «cariño», pero David no se dejaba engañar.
A pesar de su rubia cabellera y sus aires de putilla, con tacones de aguja y minifaldas, él sabía que Ivonne se entrenaba regularmente con Robert y que era experta en taekwondo. David sentía lástima de los infelices que tras unas copas pudieran pensar en aprovecharse de aquella coqueta conducta.
La oficina era sencilla: había dos escritorios, uno delante del otro, y otro más en el despacho de Robert; dos ordenadores, un par de mesas pequeñas, unas sillas, unos cuantos archivadores y dos sofás. Todo de alquiler.
– El jefe feo y malo está en su despacho, cariño -susurró Ivonne-. Ahora no vayas a entrar ahí y ponerlo de malhumor, ¿vale?
David no tenía la menor intención de molestar a Robert. Tan pronto como este lo había llamado, había sabido que algo ocurría. David había llegado de la costa Oeste la noche antes y se suponía que iba a poder disfrutar de un poco de tiempo libre.
– Siéntate -ordenó Robert cuando David entró.
Se hallaba sentado tras su escritorio con las piernas cruzadas, los pies en lo alto de la mesa y las manos detrás de la cabeza. Su americana de Brioni estaba doblada sobre el respaldo del sofá.
– ¿Quieres café, cielo? -preguntó Yvonne. Sobre la mesa del vestíbulo había una máquina de café exprés.
David sonrió, le dio las gracias y declinó el ofrecimiento. Luego, miró a Robert, que tenía los labios fruncidos en expresión de enfado.
– Hace un rato he recibido malas noticias -dijo-. Según parece, nuestra pequeña húngara de la Gran Manzana no puede tener el dedo quieto.
– ¿Otro tiroteo?
– Eso me temo -dijo Robert-. Esta vez ha sido uno de los médicos de Administración. ¡Esa mujer es una amenaza! Es buena en su trabajo, pero acabará poniendo en peligro toda la maldita operación.
– ¿Está seguro de que fue ella quien lo hizo?
– ¿Cien por cien seguro?, no. ¿Noventa y nueve por ciento?, sí. Los tiroteos la siguen allá donde va como las moscas a la mierda. Está claro que esto no puede continuar, así que me temo que vas a tener que interrumpir tus pequeñas vacaciones. Ivonne te ha hecho una reserva en un vuelo que sale a las diez y media.