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Empezó a disculparse por llamar un sábado por la noche y dijo que había intentado evitarlo porque le parecía una mala forma de empezar una relación profesional, pero que creía que no le quedaba otra opción. Luego, le describió sus síntomas con detalle, incluyendo la «sensibilidad de rebote», admitiendo que ya había tenido las molestias antes de hablar por teléfono e ir a verla a su consulta, pero que entonces se había olvidado de mencionarlo y había pensado que podría esperar a la visita que tenían prevista para el viernes de la semana siguiente.

– Ante todo -dijo la doctora Riley cuando Laurie hubo acabado-, no tienes por qué disculparte. La verdad es que preferiría que me hubieses llamado antes. No deseo alarmarte, pero hasta que lo comprobemos no debemos descartar un embarazo ectópico. Puede que tengas algún tipo de hemorragia interna.

– Eso mismo he pensado yo -reconoció Laurie.

– ¿Sigues sudando?

Laurie se llevó la mano a la frente.

– Sí.

– ¿Cómo es tu pulso, rápido o normal?

Sosteniendo el auricular con el hombro, Laurie se tomó el pulso en la muñeca. Sabía que antes lo tenía rápido y quería asegurarse de que así seguía.

– Es claramente rápido -reconoció. Había albergado esperanzas de que la sudoración y las palpitaciones se debieran a la angustia del momento, pero las palabras de Laura la obligaron a admitir que podía existir otra explicación: que estuviera a punto de caer en estado de shock.

– De acuerdo -respondió Laura Riley en tono profesional y controlado-, quiero verte en Urgencias del Manhattan General.

Laurie notó que un escalofrío le recorría la espalda ante la ocurrencia de convertirse en paciente de ese centro.

– ¿No podría ser en otro hospital? -preguntó.

– Creo que no -contestó la doctora-. Es el único donde tengo privilegios. Además, tienen el equipo necesario en caso de que debamos intervenir. ¿Dónde te encuentras ahora?

– Estoy en mi despacho de Medicina Legal.

– ¿En la Primera con la calle Treinta?

– Sí.

– ¿Y dónde está tu oficina en el edificio?

– En el cuarto piso, ¿por qué lo preguntas?

– Porque voy a enviar una ambulancia.

¡Santo Dios!, pensó Laurie, que no deseaba ninguna ambulancia.

– Puedo coger un taxi -propuso.

– No vas a coger ningún taxi -aseguró Laura, con rotundidad-. Una de las primeras normas cuando se es paciente en una urgencia médica, y es una norma especialmente difícil de aceptar por los colegas de profesión, es que hay que obedecer. Más tarde podemos discutir si era necesario o no, pero en este momento no pienso correr riesgos y te voy a enviar una ambulancia. Nos veremos en Urgencias. ¿Sabes cuál es tu grupo sanguíneo?

– Cero positivo.

– Bien. Nos veremos allí -dijo Laura y cortó la comunicación sin decir más.

Laurie colgó el auricular con mano temblorosa. Se sentía aturdida. Los sobresaltos se estaban convirtiendo en algo normal. En un mismo día se había visto obligada a identificar el cadáver de un buen amigo, y en esos momentos se enfrentaba a la aterradora perspectiva de una urgencia médica con una posible intervención quirúrgica en un hospital donde un asesino múltiple se dedicaba a despachar pacientes con su mismo perfil. El único consuelo residía en que el principal sospechoso había sido arrestado.

Volvió a coger el teléfono. No había querido llamar a Jack por distintas razones, pero con aquellas novedades, no le quedaba más remedio. Necesitaba su ayuda, lo necesitaba en el hospital como intermediario o como guardián en caso de que ella acabara enfrentándose a una intervención urgente.

El teléfono sonó. Una vez. Dos veces.

– ¡Vamos, Jack! -apremió Laurie-. ¡Contesta ya!

Volvió a sonar, y Laurie comprendió que él no estaba. Tal como esperaba, al siguiente timbrazo saltó el contestador. Mientras esperaba para dejar un mensaje, notó que la invadía el resentimiento. Le parecía increíble que Jack consiguiera irritarla de tan diversas maneras. Sin duda estaba en el vecindario, jugando al baloncesto, fingiendo ser un chaval. Laurie sabía que era poco sensata, pero no lo podía evitar. Lo cierto era que la irritaba que Jack no estuviera. A pesar de que la comparación no resultaba justa, no podía evitar pensar que si Roger no hubiera sido asesinado, habría estado disponible.

– Jack, soy yo -dijo cuando le llegó el momento de hablar-. Se ha presentado un problema importante. Necesito tu ayuda de nuevo. En estos momentos estoy esperando a que llegue la ambulancia que me ha de llevar al Manhattan General. La doctora Riley cree que puedo tener un embarazo ectópico con perforación. El lado bueno de esto es que te quitará presión de encima. El lado malo es que me van a operar de urgencia. Quiero que estés allí. No me apetece convertirme en la siguiente víctima de mi serie. Por favor, ¡ven!

Tras presionar el botón de desconexión, Laurie marcó el móvil de Jack y dejó el mismo mensaje con la esperanza de que cogiera uno u otro. A continuación, se apartó del escritorio con la idea de coger su abrigo antes de dirigirse a la planta sótano, donde esperaba que se presentara la ambulancia. Cuando se levantó, apretó con la mano la zona del abdomen para evitar un nuevo calambre; sin embargo, notó un pitido en los oídos y un vahído.

Lo siguiente que escuchó fueron voces, especialmente la de un hombre hablando por teléfono. Decía algo acerca de que la presión sanguínea era baja pero regular, que el pulso se mantenía en los cien y que el abdomen estaba tenso. Laurie comprendió que tenía los ojos cerrados y los abrió. Se hallaba en el suelo de su despacho, mirando el techo. Tenía una enfermera a su lado ocupada en colocarle una vía intravenosa mientras otro enfermero hablaba por teléfono. Tras él, reconoció a Mike Laster. Al lado de ella había una camilla desplegada y un soporte para una botella de plasma.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Tranquila -le dijo la enfermera, apoyándole la mano en el pecho-. Acaba de sufrir un pequeño desmayo, pero todo va bien. Vamos a sacarla de aquí enseguida.

El enfermero apagó el móvil.

– De acuerdo, vamos -dijo, mientras se situaba tras Laurie y le deslizaba las manos bajo las axilas. La mujer se colocó al otro lado y la cogió por los pies-. A la una, a las dos y a las tres.

Laurie notó que la levantaban y la colocaban en la camilla. Los enfermeros la sujetaron con correas, alzaron la camilla al nivel de la cintura y la empujaron hacia el pasillo.

– ¿Cuánto rato llevo inconsciente? -preguntó Laurie, que nunca se había desmayado y tampoco recordaba haberse golpeado contra el suelo.

– No habrá sido mucho rato -contestó la mujer que la llevaba por los pies mientras el hombre empujaba. Mike caminaba junto a ellos.

– Lamento todo esto -le dijo Laurie.

– No sea tonta -contestó Mike.

Tomaron el ascensor hasta la planta sótano. Cuando pasaron ante el despacho de los técnicos del depósito, vio a Miguel Sánchez de pie en el umbral. Laurie lo saludó tímidamente con un gesto de la mano que él le devolvió.

La camilla traqueteó al pasar sobre el suelo de cemento, pasó ante la garita de seguridad y salió a la plataforma de carga y descarga. La ambulancia estaba aparcada al lado de una de las furgonetas de Medicina Legal, y Laurie pensó con ironía que estaba saliendo por el mismo sitio por donde entraban los cadáveres.

Una vez en el vehículo, la enfermera le tomó la presión.

– ¿Cómo está? -preguntó Laurie.

– Bien -respondió la joven que, no obstante, abrió el gota a gota un poco más.

Para Laurie, el trayecto hasta el Manhattan General fue sorprendentemente rápido. Se sentía lo bastante desconectada de todo para cerrar los ojos. Oía la sirena, aunque como en la distancia. Lo siguiente que vio fue que las puertas de la ambulancia se abrían y que la empujaban en la camilla hacia una luz brillante.

La sala de urgencias era el caos de costumbre, pero no tuvo que esperar. La llevaron rápidamente al fondo hasta la unidad de cuidados intensivos. Cuando la pasaron a la mesa de exploraciones, Laurie notó que una fuerte mano le sujetaba el antebrazo. Se volvió y se vio mirando el juvenil rostro de una mujer vestida con una bata verde, gorro y mascarilla.