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– Trataré de hablar con el príncipe -prometió a Teadora, y fue recompensada por una sonrisa que iluminó todo el ser de la muchacha-. Pero, señora mía, debéis aceptar el hecho de que sois esposa del sultán. Esta noche se consumará el matrimonio, y también debéis aceptarlo.

– Creía que él me había olvidado, Iris. Desde que me trajo a Santa Catalina, nunca había dado muestras de que conociese mi existencia. ¿Por qué ahora?

No lo sé, mi princesa, pero creo que la respuesta que buscamos sólo podemos encontrarla en el palacio del sultán, ¿in embargo, permitidme una advertencia, mi princesa. Sois muy inocente y no conocéis la malicia de las personas. En palacio, no debéis fiaros de nadie, salvo de mí. Cuando deseemos hablar en privado, deberemos hacerlo solamente al aire libre. Hay espías en todas partes.

– Tú has estado en el palacio, Iris, ¿cómo es? ¿Estaremos aisladas, o viven juntas todas las mujeres?

– Una parte del palacio está reservada a las mujeres, pero las esposas y las favoritas del sultán tienen apartamentos y habitaciones propios dentro del harén. El jefe de los eunucos me nombró vuestra primera doncella, pero tendréis otras esclavas y eunucos. Vuestro rango lo requiere.

– ¿Podemos confiar en ellos, Iris?

– ¡No! Todos serán espías de alguien. Pero los toleraremos por ahora, hasta que podamos elegir nuestra propia gente. No temáis, mi princesa, yo os protegeré.

La litera se detuvo, y se descorrieron las cortinas y Alí Yahya ayudó a Teadora a bajar a un patio embaldosado.

– Tened la bondad de seguirme, Alteza -dijo.

Lo siguieron por un laberinto de corredores hasta que él se detuvo delante de una puerta de madera tallada que, al abrirla, conducía a una pequeña habitación.

– Aquí está vuestro dormitorio, princesa.

Iris miró con incredulidad a su alrededor. ¿Estas dos pequeñas habitaciones para su señora? Rezó rápidamente una oración mental para poder ver el día siguiente y se volvió al jefe de los eunucos.

– ¿Es mi señora una esclava para que la insultéis de esta manera? Estas habitaciones no son dignas para un perro, mucho menos para la hija de un emperador. ¿Dos habitaciones diminutas con ventanas enrejadas y que dan a un patio interior? ¿Dónde está su jardín? ¿Dónde están sus criados?

– Tu señora no goza todavía del favor de mi amo.

– Mi señora no tiene que buscar el favor de tu amo -respondió audazmente Iris-. ¡Es hija del emperador! En Santa Catalina, sus criadas tenían habitaciones mejores que éstas. No sé cómo disfrutará el sultán de su noche de bodas cuando se queje la novia de su morada.

Alí Yahya pareció confuso. No creía que esta muchacha inexperta pudiese complacer a su experimentado y hastiada señor. Sin embargo, podía ocurrir. Y si era así…

– Desempeñas el cargo que te destiné de la forma más admirable, Iris -dijo secamente-. Esto no es más que un lugar para que descanse tu ama. Era necesario que la trajésemos hoy a palacio, pero no pudimos preparar sus habitaciones a tiempo. Dentro de una hora, estarán en condiciones de recibir a la princesa. Enviaré una muchacha con algo de comer y, entonces, todo será perfecto -concluyó y, recogiendo los restos de su dignidad, se marchó rápidamente.

– ¡Hum! -bufó Iris-. La serpiente se escapó con bastante rapidez.

– Esto no importa -dijo suavemente Teadora.

– ¡Sí que importa! Pase lo que pase, niña mía, nunca debéis olvidar que sois Teadora Cantacuceno, hija del emperador Juan. Mantened alta la cabeza en esta casa, mi señora, o vuestros inferiores os atropellaran.

Al cabo de una hora las condujeron a una serie de seis grandes y ventiladas habitaciones, que contaban con un hermoso jardín amurallado, con varias fuentes de azulejos y vista a las montañas.

– Mi señora se siente satisfecha -dijo altivamente Iris, al observar la presencia de doce esclavas y dos eunucos negros. Alí Yahya asintió con un ademán.

– Lleva inmediatamente a tu señora a la encargada de los baños. Tardarán el resto de la tarde en prepararla para esta noche.

Generalmente, los baños del harén eran ruidosos y estaban llenos de mujeres parlanchinas. Pero esta tarde las mujeres de la casa del sultán estaban siendo entretenidas por un anciano mago egipcio. La encargada del baño recibió animadamente a Teadora y, antes de que la sorprendida princesa se diese cuenta de lo que ocurría, se encontró completamente despojada de sus vestiduras y vio que sometían su cuerpo desnudo a una minuciosa inspección. Sus partes más íntimas fueron estrujadas, separadas, manoseadas, incluso olidas en busca je algún síntoma de enfermedad. Teadora se ruborizó hasta a raíz del cabello y experimentó una sensación impotente de Vergüenza y ultraje.

Satisfecha al fin, la señora del baño se echó atrás.

– Vuestro cuerpo está sano e impecable, Alteza. Sois fresca como una rosa. Esto me complace, pues el sultán aborrece todas las imperfecciones. Podemos seguir adelante.

Teadora sintió ganas de reír. Todos estaban terriblemente preocupados de que gustase al sultán; en cambio, a ella le tenía sin cuidado. Lo único que quería era volver al convento de Santa Catalina, para encontrarse con Murat en el huerto. ¡Murat! ¡Murat! Repitió en silencio su nombre, una y otra vez, mientras las mujeres untaban con una pasta de color de rosa y que olía a almendras las zonas vellosas de su cuerpo.

Teadora no sabía que los baños de los hombres estaban al otro lado de los del harén. Y mientras permanecía sumisamente en el suyo, los hijos predilectos de Orján, Solimán y Murat, charlaban en amable compañía dentro de la caldeada habitación.

– ¿Qué hay de ese rumor de que Juan Cantacuceno busca nuestra ayuda contra su yerno? -preguntó Murat.

– Es cierto -afirmó Solimán-. Por esto la princesa Teadora será desflorada esta noche.

Murat se sintió envuelto en una oleada de vértigo. Su hermano no se dio cuenta y prosiguió:

– El viejo habría dejado tal vez a la niña en su convento, pero el padre insistió en que se cumpliesen todas las cláusulas del contrato matrimonial. Nuestro padre no pudo resistir la tentación de recibir el último tercio de la dote de la pequeña bizantina. Esto incluye Tyzmpe, a donde me enviarán para mandar en el fuerte. ¿Querrás venir?

– ¿Está ya aquí la princesa? -preguntó Murat, esperando que su tono fuese casual.

– Sí. Y es una bonita pieza, aunque demasiado pálida para mi gusto. La vi de refilón cuando llegó esta tarde. Probablemente estaba asustada, la pobrecilla. Bueno, mañana se encontrará mejor. Nuestro padre puede ser viejo, pero todavía sabe dejar a las mujeres con ganas de repetir. Ojalá conservemos nosotros la potencia tanto tiempo como él, ¿no es verdad, hermano?

– Sí, sí -dijo distraídamente Murat, puesto todo su corazón en Teadora, su paloma, su preciosa y pequeña amada.

Solimán siguió charlando.

– La dama Anastasia dice que, probablemente, la princesita incitó a su padre para mejorar su posición. Dice que todos los Cantacucenos son ambiciosos.

– Ya tengo bastante vapor -dijo Murat, levantándose. Salió al tepidarium, agarró una jofaina y vomitó en ella-. El maldito pescado debía de estar corrompido -murmuró, mientras ponía la jofaina en manos de un esclavo.

Después de lavarse la boca con agua de menta, se vistió y se dirigió a las habitaciones de su madre.

Para su inmensa sorpresa, Anastasia estaba con Nilufer.

– ¿Es cierto -preguntó bruscamente-que el viejo sátiro se acostará con la joven bizantina esta noche?

– Sí -respondió Nilufer, que era una bella mujer de unos cuarenta y cinco años. Sus cabellos del color del trigo brillaban aún con reflejos dorados, y sus ojos ambarinos eran relucientes y sabios-. Precisamente Anastasia y yo estábamos comentando este giro inesperado de los acontecimientos y la manera de hacerles frente.