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– Mi princesa es como una flor delicada, eunuco. Debes convencer al sultán de que la trate amablemente las próximas noches. Si ella enloquece Y muere, ¿de qué habrá servido esta crueldad? ¿Crees que el emperador entregará a tu señor el resto de la dote de mi ama, cuando se entere de lo que le ha ocurrido a su hija predilecta? El bizantino puede haber empleado a la niña con fines políticos, pero sigue siendo su hija y él la quiere.

Alí Yahya asintió con un gesto.

– Tienes razón, mujer. Procuraré que el corazón del sultán se ablande en lo tocante a la princesa. Pero tú debes cuidar de que no muera.

Sin añadir palabra, giró sobre los talones y se fue.

Iris esperó a que la puerta se hubiese cerrado detrás de él. Entonces se dirigió corriendo al dormitorio de Teadora. La niña yacía boca arriba, respirando con dificultad. No hacía el menor ruido, pero tenía la cara mojada de lágrimas. Iris acercó un taburete al lado de la cama y se sentó.

– Decidme qué estáis pensando -le pidió.

– Pienso que la bestia más humilde del campo es más afortunada que yo -respondió en voz baja.

– ¿Deseáis morir, mi princesa?

– ¿Morir? -La joven se incorporó-. ¿Morir? -Rió amargamente-. No, Iris, no quiero morir. ¡Quiero vivir para vengar esta ofensa! ¿Cómo se atreve el sultán a tomarme como si fuese una bárbara salvaje? ¡Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio!

Su voz era casi histérica.

– Silencio, mi princesa. ¡Recordad! -Y se tocó las orejas.

Teadora calló de inmediato. La esclava se levantó y llenó una copa de aromático vino tinto de Chipre. Añadió un pellizco de hierbas y la tendió a su ama.

– He puesto un poco de somnífero en el vino, mi princesa. Tenéis que descansar mucho esta noche para enfrentaros con cordura y valor al día de mañana.

La niña apuró la copa.

– Haz que me despierten al mediodía, Iris -dijo, y se tumbó de espaldas para dormir.

La esclava salió de puntillas de la habitación. Pero los ojos de amatista de Teadora permanecieron abiertos y mirando al techo. Ahora estaba más tranquila, pasado lo peor de la impresión. Pero nunca olvidaría la ofensa.

Sus juegos inocentes con el príncipe Murat le habían hecho creer que lo que pasaba entre un nombre y una mujer era siempre agradable. Su esposo le había robado una noche de bodas perfecta, pero nunca permitiría que volviese a tratarla como había hecho esta noche. Si su padre -¡maldito fuera! -quería que diese un hijo a Orján, obedecería. Pero haría que su esposo lamentase el trato que le había dispensado. Haría que la desease más que a todas las mujeres y, cuando lo hubiese conseguido…, lo rechazaría.

Cuando su hastiado marido se arrojase al fin a sus pies, suplicándole sus favores, como sin duda haría, ella se los otorgaría parcamente o se los negaría, según se le antojase.

Teadora empezó ahora a relajarse y dejó que la droga surtiese su efecto. Cuando Iris volvió un poco más tarde, la princesa estaba durmiendo.

CAPÍTULO 05

Alí Yahya estaba en grave peligro de perder su dignidad. Miró boquiabierto a la niña que tenía delante, la cual repitió con su voz cantarina:

– Mi ama, la princesa Teadora, requiere vuestra inmediata presencia, señor. Tenéis que venir conmigo.

Tirando de su gorda mano, la pequeña condujo al sorprendido jefe de los eunucos por el pasillo, hasta la habitación de Teadora.

Cuando Alí Yahya vio a Teadora por última vez, no había estado seguro de si sobreviviría aquella noche. Pero la destrozada criatura de la noche anterior no se parecía en nada a la joven que tenía ahora delante. Por primera vez en su vida, comprendió Alí Yahya el verdadero significado de la palabra «regio».

Teadora había hecho que erigiesen un pequeño trono sobre un estrado, y recibió a Alí Yahya allí sentada. Sus largos cabellos oscuros habían sido recogidos en dos trenzas que enrollaron sobre los lados de la cabeza. Su ropa era toda de seda, de tonos azules persas y verde mar. No llevaba joyas, pues no tenía ninguna.

Los ojos de amatista miraron gravemente al eunuco. Este, desconcertado, hizo una profunda reverencia y fue recompensado por una débil sonrisa. Ella levantó la mano y despidió a sus esclavas con un regio ademán.

Al quedar a solas con Alí Yahya, dijo sosegadamente:

– Dile a mi esposo que, si se repite lo de la noche pasada informaré a mi padre, el emperador Juan. Conozco mis deberes y le daré un hijo con toda la rapidez que permita la naturaleza. Pero el sultán debe venir solo a mi encuentro en el futuro y aceptar mi falta de experiencia, como haría cualquier marido cristiano: con satisfacción ante esta prueba de mi inocencia.

»Si quería que yo fuese experta en las artes del amor, hubiese debido hacer que me instruyesen. Yo estaba a su disposición. No soy una recién llegada en esta tierra.

»Pido maestros que me ayuden a superar mi ignorancia, aunque tal vez el sultán encuentre divertido instruirme él mismo. Constituiría para él toda una novedad.

El jefe de los eunucos disimuló su sorpresa.

– Haré todo lo que pueda para complaceros, Alteza -dijo gravemente.

– Sé que lo harás, Alí Yahya. Solamente tú, entre toda la gente que he conocido desde que llegué aquí ayer, has re cordado mi posición. Ciertamente, no olvidaré tu amabilidad. Gracias por venir.

Él se volvió para marcharse, pero Teadora habló de nuevo.

– Casi lo había olvidado. Prepáralo todo para que Iris yo podamos visitar mañana los mercados de esclavos de la ciudad.

– Si necesitáis más servidores, Alteza, os los proporcionaré con sumo gusto.

– Necesito mis propios servidores, Alí Yahya. No espías. Quiero esclavos propios, no los que están a sueldo de la dama Anastasia y de la dama Nilufer, o de quien sea la última favorita de mi esposo. O incluso de vos, pongo por caso. ¿He hablado con claridad, Alí Yahya?

Él asintió con la cabeza.

– Haré lo que deseáis, Alteza -dijo, y salió apresuradamente para ir en busca de su amo.

Encontró al sultán en compañía de una de sus nuevas favoritas, una circasiana rubia llamada Mihrimah. La joven acreditaba la escuela del harén, pues era una verdadera muestra de buenos modales, obediencia total y avanzado adiestramiento sexual. Alí Yahya observó impasible cómo Mihrimah se ponía delicadamente un dulce entre los labios y se lo ofrecía a su ansioso dueño. El eunuco se maravilló que un hombre de la edad del sultán se excitase tan rápidamente y actuase tan bien. Haciendo caso omiso de la presencia de su siervo, Orján montó a la esclava, que se rindió encantada.

Después, satisfecha su lujuria, miró al eunuco. Con un parpadeo, éste le pidió que despidiese a la muchacha. Orján empujó a Mihrimah con el pie.

– ¡Vete! -Ella obedeció de inmediato: se levantó y salió a toda prisa de la habitación-. Habla, Alí Yahya. ¿Qué sucede?

El eunuco se tumbó en el suelo y, tomando el pie del sultán, lo puso sobre su cabeza inclinada.

– Me equivoqué, mi señor. Erré en mi juicio y os pido que me perdonéis.

Orján estaba intrigado. Alí Yahya era su esclavo desde hacía unos veinticinco años, y hacía quince que era jefe de los eunucos blancos. Su juicio había sido siempre frío, impersonal y correcto. Y nunca le había pedido perdón.

– ¿Qué pasa, viejo amigo? -preguntó amablemente Orján.

– Se trata de la princesa Teadora, señor. Me equivoqué sobre esa joven y también se equivocaron vuestras esposas. Es inocente de cualquier intriga para mejorar su posición. Lo supe la noche pasada, pero era demasiado tarde para impedir… -Vaciló, dando tiempo al sultán para reconstruir los sucesos de la noche anterior. Esta mañana -prosiguió el eunuco-me pidió que la escuchase y me dijo que os pidiese perdón por su ignorancia en el arte de complaceros. También me suplicó que le buscase maestros que la enseñasen, con el fin de remediar esta falta.