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Durante estos meses, la educación de Teadora había progresado considerablemente. Fiel a su palabra, Orján le había destinado las mejores maestras disponibles en el harén. Estas temibles señoras la habían aleccionado en las artes del amor hasta que Teadora pensó que nada podía ya impresionarla, ni siquiera sorprenderla. Pero su marido, encomiando su nueva habilidad, le había enseñado cosas que sus maestras ni siquiera habían insinuado, y Teadora había descubierto que todavía podía ruborizarse.

Cuando el sultán cruzó el jardín para acercarse a Teadora, la joven sintió que se le encogía dolorosamente el corazón. Murat caminaba a la izquierda de su padre. Ella no lo había visto desde la última noche que habían estado juntos en el huerto de Santa Catalina. Ahora no la miraba a ella, sino a su madre. Y le pareció que estaba haciendo un gran esfuerzo para no mirarla. Al ver a sus dos hijos, Nilufer se levantó, lanzando un grito de alegría y extendiendo los brazos.

A la derecha del sultán estaba su heredero, el príncipe Solimán. Teadora había visto a este joven en muchas ocasiones, desde su entrada en la casa de Orján. Era un hombre alto y atractivo, con la tez olivácea y los cabellos oscuros de su padre, y los ojos como los de su hermano. A diferencia del resto de su familia, era franco, simpático y alegre. Trataba a la esposa más joven de su padre como a una hermanita muy querida.

El trío llegó junto a las mujeres y cuando Solimán y Murat se inclinaron para besar a su madre Orján abrazó a Teadora. Después se volvió a Murat y dijo:

– Ven, hijo mío, y te presentaré a mi preciosa Adora. ¿No es una dulce compañía para un viejo, en las frías noches de invierno? -Rió entre dientes y acarició suavemente el vientre hinchado-. Pero no tan viejo que no pueda depositar una buena simiente en suelo fértil.

– Eres muy afortunado, padre mío -dijo secamente Murat, haciendo una ligera reverencia a Teadora. Cuando él levantó los ojos para mirarla, Teadora descubrió frialdad y rencor en ellos-. ¿Estáis segura de que es un hijo varón lo que os ha dado mi padre, princesa?

Su voz era burlona y, por un instante, ella temió que fuera a desmayarse.

Respiró hondo para recobrar el aplomo y dijo orgullosamente:

– Las mujeres Cantacuceno siempre dan hijos vigorosos a sus maridos, príncipe Murat.

Él frunció los labios en una sonrisa burlona.

– Esperaré ansiosamente el nacimiento de mi medio hermano, princesa.

Nilufer miró, intrigada, a su hijo menor. ¿Por qué le había cobrado tanta antipatía a Teodora? ¡Era una niña tan dulce!

Más tarde, al recordar el incidente, la joven se encolerizó y arrojó furiosamente varios cacharros al suelo para desahogarse. Sus esclavas, todas cuidadosamente escogidas por ella misma en los mercados de Bursa, y adiestradas por Iris en la fidelidad y la obediencia, estaban muy sorprendidas. ¿Cómo podía ser él tan cruel?, se preguntaba. ¿Esperaba que se suicidase porque su padre se había acordado de pronto de que existía? ¿Creía que disfrutaba durante las horas de lujuria que pasaba a merced de Orján? Suspiró profundamente. Los hombres, concluyó, eran unos tontos.

Cuando naciese su hijo, le dedicaría exclusivamente toda su energía. Esperaba que su esposo la dejase en paz. Últimamente, se había aficionado a visitar con Iris los mejores mercados de esclavas, buscando en ellos las vírgenes más hermosas. Había instruido perfectamente a las muchachas para ofrecerlas después a su marido. Si podía conseguir que siguiese interesándose en otras, se libraría de él. La idea de que volviese a ponerle las manos encima le daba escalofríos.

Si había soportado las horas con Orján, era porque se había imaginado que estaba con Murat. Ahora ya no podía hacerlo. Era evidente que Murat la despreciaba. Sola en su cama, después de despedir a las esclavas, se permitía el lujo de las lágrimas; pero eran unas lágrimas silenciosas, porque ni siquiera su querida Iris debía sospechar su tristeza.

La criatura que llevaba en su seno pataleaba vigorosamente, y Adora se protegía el vientre con las manos.

– Estás despierto hasta muy tarde, Halil -le reñía cariñosamente-. Supongo que serás alborotador y ruidoso como mi hermano Mateo, que se niega a acostarse hasta que no puede tenerse en pie.

Sonrió al recordar a Mateo. Era el único niño pequeño al que había conocido y sólo habían estado juntos unos pocos años. Su alta posición la había privado incluso de la infancia.

Lanzó una débil risita. Su hijo no había nacido aún, pero estaba segura de que sería varón. No sabía por qué, pero estaba tan convencida de ello como de que lo llevaba en sus entrañas.

El sultán había dicho que su hijo se llamaría Halil, como el gran general turco que había derrotado a los bizantinos. Adora se había acostumbrado ya a este nombre y le divertía la bofetada que con ello le daba su esposo a su padre.

Halil, a diferencia de muchos príncipes, iba a disfrutar de su infancia. Estaba resuelta a brindársela. Jugaría con otros chicos de su edad, montaría a caballo, aprendería el tiro con arco y a esgrimir la cimitarra. Más importante aún, tendría a su madre. Pues no consentiría que se lo quitasen para ser criado por esclavas. Podía ser un príncipe otomano, pero, con dos hermanos mucho mayores, tendría muy pocas probabilidades de llegar a reinar, y ella no dejaría que se lo llevasen a su propia corte, donde los eunucos acabarían corrompiéndolo.

Resultaba reconfortante pensar en su pequeño, pero esto no borraba de su mente la mirada de los ojos de Murat. ¡Cómo la aborrecía! Lágrimas silenciosas empezaron a brotar de nuevo. El no sabría nunca con qué frecuencia había ella revivido los preciosos momentos que habían pasado juntos. No sabría que cada vez que Orján la besaba se imaginaba que era Murat quien lo hacía. Sus recuerdos la habían mantenido viva y cuerda. Y él, con una mirada cruel, se los había arrancado. No sabía si podría perdonarlo nunca. ¿Qué derecho tenía a juzgarla tan duramente?

Dos meses más tarde, una cálida mañana de junio, la esposa más joven del sultán, Teadora, dio fácilmente a luz un niño rebosante de salud. Y un mes después se pagó el resto de la dote de la princesa y se entregó a Orján la fortaleza estratégica de Tzympe.

El sultán estaba entusiasmado con su pequeño Halil y lo visitaba a menudo. En cambio, su deseo de Teadora había menguado durante los meses de embarazo de la joven. Había muchas mujeres hermosas en palacio, todas ellas dispuestas a acompañarlo en la cama. Teadora se había librado ahora de él y, una vez más, estaba sola.

SEGUNDA PARTE

Bursa
1357-1359

CAPÍTULO 07

Teadora estaba furiosa.

– Siempre he animado a Halil a realizar juegos viriles -exclamó, irritada-, pero se lo advertí, Alí Yahya. Y también avisé a su torpe esclavo, ¡el cual recibirá ahora diez azotes por desobedecerme! Les dije a los dos que Halil no debía montar aún el semental que le regaló el príncipe Solimán. ¡Halil tiene sólo seis años! ¡Habría podido matarse!

– Es nieto de Osman, mi señora Teadora, e hijo de Orján. Es extraño que no naciese con espuelas calzadas ya a sus pequeños pies -replicó el eunuco.

Teadora se rió a su pesar. Después se puso seria y dijo:

– Esto es muy grave, Alí Yahya. El médico dice que Halil puede quedar cojo para siempre por culpa de la caída. La pierna no se cura como debiera y ahora parece que es un poco más corta que la otra.