El se animó al oír sus palabras y, después de abrazarla, se volvió de nuevo a su madre. La besó, montó a caballo y se alejó resueltamente, seguido de cerca por León.
Después salieron Sofía y Eudoxia, escoltadas, para su satisfacción, por una tropa de guardias de los Cantacuceno. Las chicas se pavoneaban y reían entre dientes, chocando deliberadamente con los jóvenes soldados, frotando sus pechos oscilantes contra los brazos y las espaldas varoniles. Zoé las amonestó vivamente. Ellas la miraron con mal talante, pero obedecieron. Era una buena madrastra, más liberal que la mayoría de ellas, y ambas niñas los sabían.
Juan Cantacuceno acompañaría a su esposa y a las dos hijas pequeñas. Había distribuido prudentemente a su familia entre varias residencias, para ocultar mejor su paradero. El monasterio de Mateo estaba cerca de la Puerta de la Pege, en el extremo occidental de la ciudad. El convento de Sofía y Eudoxia estaba cerca de la Puerta de Blanquerna, en la parte nororiental de la urbe. Zoé y las pequeñas estarían en Santa Bárbara, a orillas del río Lycus, fuera de la antigua muralla de Constantino, cerca de la Quinta Puerta Militar.
Juan ayudó a su esposa embarazada a acomodarse junto a Teadora y Elena en su litera. Casi había amanecido y los colores del arco iris se tamizaban a través de las nubes grises y doradas, moteando las aguas del Cuerno de Oro.
– ¡Es la ciudad más hermosa del mundo! -suspiró Teadora-. Nunca querré vivir en otro lugar.
Zoé sonrió a su hija pequeña.
– Puede que tengas que hacerlo, Tea. Algún día podrías casarte con un príncipe que viva en otro lugar. Entonces tendrías que marcharte de aquí.
– ¡Preferiría morir! -declaró apasionadamente la niña.
Zoé sonrió de nuevo. Teadora podía tener la inteligencia brillante de su padre, pero seguía siendo una hembra. Tarde o temprano tendría que aprender a aceptarlo. Algún día conocería a un hombre y entonces, pensó Zoé, la ciudad le importaría muy poco.
Pasaron por delante de Santa Teodosia y, aunque estaban aún en la ciudad, el paisaje era más suburbano, con villas de aspecto confortable, construidas en medio de deliciosos jardines. Cruzaron el puente sobre el río Lycus y abandonaron la Vía Triunfal para seguir por una carretera sin pavimento. Al cabo de aproximadamente un kilómetro y medio, otro giro a la derecha los llevó a las grandes puertas de bronce emplazadas dentro de los muros de ladrillo enjalbegados del convento de Santa Bárbara. Después de entrar los recibió la reverenda madre Tamar. Juan Cantacuceno hincó la rodilla y besó el anillo de la fina mano aristocrática que ella le tendía.
– Pido asilo en sagrado para mis hijas, mi esposa y la criatura que lleva en su seno -pidió, formalmente.
– Les concedemos asilo, mi señor -respondió la alta y austera mujer.
El se levantó, ayudó a Zoé a bajar de la litera y la presentó. Al ver a las niñas, el semblante de la madre Tamar se suavizó.
– Mis hijas, la princesa Elena y la princesa Teadora -dijo pausadamente Juan.
Ya, pensó la monja. ¡Así están las cosas! Bueno, su familia tiene derecho a estos títulos, aunque raras veces los han utilizado.
Juan Cantacuceno llevó a su esposa a un lado y habló en voz baja con ella durante unos momentos; después la besó cariñosamente. Luego habló con sus hijas.
– Si soy una princesa, tendré que casarme con un príncipe, ¿no es verdad, padre? -preguntó Elena.
– Eres princesa, querida, pero pretendo que algún día llegues a ser emperatriz.
Elena abrió de par en par los ojos azules. Después preguntó:
– Y Tea, ¿será también emperatriz?
– Todavía no he elegido un marido para Teadora.
Elena dirigió una mirada triunfal a su hermana pequeña.
– ¿Por qué no la casas con el Gran Turco, padre? ¡Tal vez a él le gusten los ojos violáceos!
– Nunca me casaría con ese viejo infiel -exclamó Teadora-. Además, nuestro padre no consentiría nunca que fuese desgraciada. ¡Y con esta boda lo sería, ciertamente!
– Tendrías que casarte con él si nuestro padre lo ordenase. -Elena era insoportablemente pretenciosa-. Y entonces tendrías que marcharte de la ciudad. ¡Para siempre!
– Si me casara con aquel viejo -replicó Teadora-, haría que levantase un ejército para capturar la ciudad. ¡Entonces sería yo, y no tú, su emperatriz!
– ¡Elena! ¡Teadora! -las riñó suavemente Zoé.
Pero Juan Cantacuceno se rió de buen grado.
– Ay, chiquita -se chanceó, revolviendo los cabellos de Teadora-, ¡tendrías que haber sido un chico! ¡Qué ardor! ¡Qué espíritu! ¡Qué maldita mente lógica! Te buscaré el marido que más te convenga; te lo prometo.
Se inclinó y besó a sus dos hijas; después cruzó la puerta, montó a caballo, agitó una mano y se alejó al galope, seguro de que su familia estaba a salvo. Ahora podía empezar su lucha por el trono de Bizancio.
No era una guerra fácil, pues la población de Bizancio estaba dividida en cuanto a lealtad. Tanto los Paleólogo como los Cantacuceno eran familias antiguas y respetadas. ¿Apoyaría el pueblo al joven hijo de su difunto emperador o al hombre que, en la práctica, había gobernado el Imperio durante años? También había la arraigada sospecha, alentada por la facción Cantacuceno, de que la emperatriz Ana de Saboya pretendía llevar de nuevo a Bizancio hacia la odiada Roma.
Juan Cantacuceno y su hijo mayor salieron de la ciudad para conducir sus fuerzas contra el joven Juan Paleólogo. Ninguno de los bandos quería causar daño a su amada ciudad de Constantino. La guerra se desarrollaría fuera de la capital.
Aunque Cantacuceno prefería la diplomacia a la guerra, no había alternativa. Las dos emperatrices viudas deseaban su muerte, y lo que hubiese debido ser una rápida victoria se convirtió en una guerra que duró varios años, mientras los volubles bizantinos cambiaban constantemente de bando. Por fin Juan Cantacuceno buscó la ayuda de los turcos otomanos que gobernaban al otro lado del mar de Mármara. Aunque los soldados mercenarios de Bizancio combatían bien, Cantacuceno no podía estar nunca seguro de cuántos podía perder en favor de un mejor postor. Necesitaba un ejército en el que pudiese confiar.
El sultán Orján había recibido ya una petición de ayuda de los Paleólogo. Desgraciadamente, sólo le habían ofrecido dinero, y el sultán sabía que su tesoro imperial estaba vacío. Juan Cantacuceno le ofreció oro (en realidad lo tenía), la fortaleza de Tzympe, en la península de Gallípoli, y su hija menor, Teadora. Si Orján aceptaba la oferta, Tzympe daría a los turcos su primer punto de apoyo en Europa, y sin derramar ni una gota de sangre. Era un ofrecimiento demasiado tentador para rehusarlo, y el sultán aceptó. Envió seis mil de sus mejores soldados a Juan Cantacuceno y, junto con las fuerzas bizantinas, tomaron las ciudades costeras del mar Negro, asolaron Tracia y amenazaron seriamente Adrianópolis. Poco después, pusieron sitio a Constantinopla, adonde había huido el joven emperador.
A salvo detrás de los muros del convento de Santa Bárbara, la pequeña Teadora no sabía nada de su proyectado matrimonio con un hombre que tenía cincuenta años más que ella. Pero su madre sí que lo sabía y lloró al pensar en que habría de sacrificar a su exquisita hija. Sin embargo, tal era la suerte de las princesas reales, cuyo único valor se basaba en el comercio matrimonial. Zoé creía realmente que el sultán sólo había ayudado a Juan porque deseaba a Teadora. Zoé era una mujer devota y la Iglesia mantenía vivos los relatos acerca de las malas costumbres de los infieles. A la ansiosa madre no se le ocurrió pensar que el sultán estaba sobre todo interesado en Tzympe.
Fue Elena quien dio maliciosamente la noticia a su hermana menor. Cuatro años mayor que Teadora, era bella como un ángel, de cabellos de oro y adorables ojos azules. Pero no era un ángel. Era egoísta, vanidosa y cruel. La amable Zoé no ejercía influencia sobre Elena.