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– Miraos al espejo, mi señora. En él encontraréis la respuesta a la pregunta que os habéis callado.

– ¡Estabas escuchando! -la acusó Teadora.

– Si no escuchase, no me enteraría de nada, ¿y cómo podría protegeros? Sois profunda como un pozo, mi princesa.

Adora se echó a reír.

– Dame un espejo, incorregible fisgona.

Iris se lo tendió y Teadora examinó su imagen con cuidadosa atención por primera vez desde hacía muchos años. Se sorprendió un poco al ver una joven increíblemente hermosa que la observaba a su vez. Tenía, por lo visto, la cara en forma de corazón, larga y recta la nariz, espaciados los ojos de amatista orlados de pestañas negras y con reflejos dorados en las puntas, y una boca grande y generosa, de saliente y gordezuelo labio inferior. Su piel cremosa era inmaculada.

Dejó el espejo sobre el diván y se acercó a otro de cuerpo entero y de claro cristal veneciano, encuadrado en un marco dorado y profusamente tallado. Observándose con ojos críticos, advirtió que era más alta que la mayoría de las mujeres, pero esbelta y de altos senos. Una buena figura. Se miró de cerca. ¿Soy realmente yo?, preguntó en silencio. No era vanidosa por naturaleza y, como lo que menos deseaba era llamar la atención de Orján, nunca había cuidado realmente mucho de su aspecto.

– Soy hermosa -dijo a media voz, acariciándose distraídamente los oscuros cabellos.

– Sí, mi princesa, lo sois. Y no estáis todavía en la flor de la vida -rió Iris-. Si el príncipe Solimán os desea -prosiguió en voz baja-, tal vez os hará su esposa cuando enviudéis. Entonces tendréis asegurada la fortuna y el futuro.

– No tengo el menor deseo de ser su esposa -replicó Teadora, también en voz baja-. Además, él tiene ya cuatro esposas y no puede tener ninguna más. ¡Y no seré la concubina de nadie!

– ¡Bah! Para él sería fácil divorciarse de una de sus esposas. Solamente son esclavas. Vos sois una princesa. -Miró maliciosamente a su ama con ojos brillantes-. No me digáis que no ansiáis el amor y las caricias de un hombre joven. Os pasáis la mitad de la noche paseando por vuestra habitación. Unos cuantos y buenos revolcones con un hombre licencioso curaría vuestra inquietud.

– ¡Eres muy impertinente, Iris! Pórtate bien, o te haré azotar.

¡Maldita mujer! Iris era demasiado observadora.

Halil escogió aquel momento para lanzarse sobre su madre.

– ¡Mira! Puedo andar de nuevo, madre, ¡sin las muletas!

Se arrojó en sus brazos y ella estuvo a punto de llorar al ver su pronunciada cojera. Tenía el pie derecho torcido hacia dentro.

– Estoy orgullosa de ti -dijo Teadora y lo besó ruidosamente al escabullirse él, haciendo una mueca-. ¡Pero eres muy bruto! -lo riñó cariñosamente, atrayéndolo a su lado-. Dime, Halil, ¿te duele todavía?

– Sólo un poco.

Pero lo dijo tan deprisa que ella comprendió que probablemente le dolía mucho.

Impulsivamente, le preguntó:

– ¿Te gustaría hacer un viaje por mar, hijo mío?

– ¿Adonde, madre?

– A Tesalia, mi amor. Allí hay viejos manantiales de agua caliente que te aliviarían el dolor. -¿Vendrías tú conmigo?

– Si tu padre lo permitiese -respondió ella, sorprendida de no haber pensado antes en esto. El se levantó y le tiró de la mano. -¡Vayamos ahora mismo!

Teadora se rió al ver su impaciencia, pero después pensó: ¿Y por qué no?

Siguió rápidamente a su hijo a través de los serpenteantes pasillos que llevaban del harén a las habitaciones del sultán, acompañados sucesivamente por varios jadeantes eunucos. Llegaron rápidamente a la puerta de aquéllas.

– Dile a mi padre, el sultán, que el príncipe Halil y su madre, la princesa Teadora, solicitan ser recibidos inmediatamente.

A los pocos momentos regresó el jenízaro.

– El sultán os recibirá ahora a los dos, Alteza.

Y abrió una de las grandes hojas de roble de la puerta.

Entraron en la lujosa cámara donde estaba sentado el sultán con las piernas cruzadas sobre un montón de cojines. Varias jovencitas estaban a su izquierda, tañendo delicadamente sendos instrumentos de cuerda. La más reciente de las favoritas de Orján, una belleza italiana de boca malhumorada y cabellos negros, estaba reclinada junto a él. Teadora y su hijo llegaron al pie del estrado, pero cuando la princesa iba a arrodillarse su hijo la contuvo, mirando de mal talante a la concubina de su padre.

– ¡Baja la cabeza, mujer! ¡Mi madre sólo se arrodilla ante mi padre y ante su Dios! -Y cuando la joven tuvo la temeridad de mirar al sultán pidiendo una confirmación, el niño se arrojó contra ella, con un grito de rabia. Tiró de la muchacha, haciéndola caer al suelo, y gritó-: ¡Insolente! ¡Mereces que te azoten!

La risa de Orján resonó en la estancia.

– Me has dado un verdadero otomano, querida Adora. Halil, hijo mío, trata amablemente a la muchacha. Una esclava como ésta es una mercancía valiosa. -Se volvió a mirar a la mujer que estaba a sus pies-. Vete, Pakize. Recibirás diez azotes por tus malos modales. Mis esposas deben ser tratadas con el respeto que merecen.

La joven se incorporó y, doblando el cuerpo, salió de la habitación.

Teadora se arrodilló ahora e hizo una respetuosa reverencia a su marido, mientras su hijo, Halil, se inclinaba ceremoniosamente ante su padre.

– Sentaos a mi lado -les ordenó Orján-y decidme a qué debo el honor de esta visita.

Teadora se sentó junto a su marido y dijo:

– Deseo llevar a Halil a Tesalia, a los Manantiales de Apolo, cerca del monte Ossa. Sus aguas tienen fama de ser curativas y, aunque Halil no quiere reconocerlo, yo sé que sufre fuertes dolores. Su pie y su pierna nunca se curarán como es debido, pero las aguas pueden al menos mitigar el dolor.

– ¿Y quieres ir tú con él? -preguntó el sultán.

– Sí, mi señor. El todavía es pequeño y necesita a su madre. Sé que vos me apreciáis, señor, pero en realidad no me necesitáis. Halil sí que me necesita. Además, no confiaría a nuestro hijo a unos esclavos durante un viaje tan largo.

El sultán asintió con la cabeza.

– ¿No lo llevarías a Constantinopla?

– ¡Jamás!

Orján arqueó una ceja, divertido.

– Eres muy vehemente, querida. ¿Por qué?

Ella vaciló y después dijo:

– Yo había comentado con mi hermana la posibilidad de retirarme algún día en Constantinopla con Halil. Pero ella expresó claramente que ninguno de los dos sería bien recibido. Es una mujer arrogante y estúpida.

Desde luego, él sabía todo esto, pues ninguna carta particular salía de palacio o entraba en él sin que el sultán la leyese. Teadora ignoraba esto, y se habría enfadado mucho si lo hubiese sabido. El la conocía mejor de lo que la joven se imaginaba y, aunque nunca se lo habría confesado, pues habría sido un signo de debilidad, admiraba la fuerza de su carácter. Además, la estimaba sinceramente.

Era una criatura orgullosa, y él comprendió lo profundamente que la había herido su hermana.

– Lleva a Halil a los Manantiales de Apolo, querida. Tienes mi permiso para hacerlo. Alí Yahya organizará vuestro viaje. -Se volvió al muchacho-. ¿Cuidarás de tu madre, Halil, y la protegerás de los infieles?

– ¡Sí, padre! Tengo una nueva cimitarra con la hoja de verdadero acero de Toledo, que me envió mi hermano Murat desde Gallípoli.

Orján sonrió y le dio unas palmadas en la oscura cabeza.

– Confío en que la guardarás bien, Halil. Es muy preciosa para mí, hijo mío.

El sultán batió palmas pidiendo un refrigerio.

Y mientras el niño comía satisfecho pasteles de miel y sésamo, Orján y Teadora hablaron. Para sorpresa de ella, él ya no la trataba como un objeto solamente destinado a su satisfacción sensual, sino más bien como a una hija muy querida. Ella, a su vez, se sentía más relajada que nunca en su compañía.