– ¡No! -les ordenó ella.
Se apartaron para dejar paso franco al capitán pirata. Éste se acercó a la princesa y, por un momento, él y Teadora se miraron en silencio. La joven advirtió que los ojos del capitán pirata eran del color de una aguamarina claro, de un azul verdoso.
Él alargó una mano y tocó el collar de rubíes. Después lo arrancó de un tirón. Durante todo el rato, los ojos azules no se apartaron de los violetas de ella. Él desprendió rápidamente el velo que cubría la cara de la princesa, pero Teadora no se inmutó. El hombre suspiró. Arrojó el collar de rubíes sobre la cubierta y dijo:
– Una mirada a vuestra hermosa cara, exquisita mujer, ha hecho que las joyas pierdan todo su valor. ¿Es el resto de vuestra persona tan incomparablemente bello?
Acercó la mano al cuello alto del caftán de brocado, y entonces habló ella.
– Soy la princesa Teadora de Bursa, esposa del sultán Orján, hermana del emperador y la emperatriz de Bizancio. El niño es hijo mío y del sultán. Desarmados, podríamos brindaros una gran fortuna. Pero si continuáis con vuestras extravagantes acciones… -y miró primero el collar tirado en la cubierta y después la mano que seguía sujetando su traje-fácilmente podréis acabar vuestros días en el mayor infortunio.
Él la miró con admiración y pareció sopesar sus palabras. Después se echó a reír.
– ¡Qué lástima que aprecie yo tanto el oro, bella dama! Me habría gustado enseñaros a ser una verdadera mujer. -Rió de nuevo cuando Teadora se ruborizó-. Debo trasladaros a mi barco -siguió diciendo-, pero vos y vuestros acompañantes estaréis a salvo, señora mía. Llegaremos a Focea al anochecer y os alojaréis en mi palacio hasta que se pague el rescate. -Entonces levantó la manaza para asirle la barbilla. Sacudió la cabeza y suspiró-. Conservad velado el rostro, señora, o tendré que lamentar mi naturaleza práctica. Siento que me estoy poniendo nervioso.
Se volvió bruscamente y empezó a dictar órdenes. El Príncipe Halil sería llevado a Focea con una tripulación reducida, para ser reparado e incorporado a la flota pirata. Su tripulación y los galeotes serían repartidos entre los otros barcos en cuanto llegasen a Focea. Teadora y sus acompañantes fueron conducidos al bajel pirata y al camarote del capitán, donde permanecerían hasta que llegasen a destino aquella misma noche. Todavía exhausta por los sucesos de la noche anterior, Teadora se acomodó en la cama del capitán, con Halil por compañía. Iris guardó la puerta, mientras la princesa y su hijo dormían.
A última hora de la tarde llegaron a la ciudad pirata de Focea y Alejandro envió una barcaza para trasladar a los cautivos a su palacio. Éste se hallaba situado en la orilla del mar, a unas dos millas de la ciudad. Sentada entre los cojines de seda y terciopelo del lujoso bajel, con el hombre que la había capturado, Teadora se enteró de que éste era el hijo menor de un noble griego y estaba obligado, por ende, a ganarse la vida como pudiese. Desde su juventud había adorado el mar y había buscado en él lo que resultaba ser una vida magnífica.
Su esposa, una novia de la infancia, había muerto. Él no había vuelto a casarse, pero tenía un harén al estilo oriental. Aseguró a Teadora que no la tendría encerrada. Podría moverse libremente por las tierras de su propiedad, si le daba palabra de que no trataría de escapar. Teadora se la dio. Si hubiese estado sola, no habría accedido tan fácilmente, pero tenía que pensar en Halil y en Iris.
Como si le hubiese leído los pensamientos, el capitán señaló con la cabeza al niño.
– Me alegro de que ellos os acompañen, hermosa. Sois demasiado adorable para estar enjaulada a solas.
– ¿También leéis las mentes, pirata?
– Algunas veces. -Y después, bajando la voz-: Sois demasiado adorable para pertenecer a un viejo. Si tuvieseis un hombre joven y lascivo entre las piernas, tal vez os quitaría la tristeza de los ojos.
Ella enrojeció y dijo, con voz pausada e irritada:
– ¡Os propasáis, pirata!
Los ojos de aguamarina se rieron del insulto, y la boca del hombre imitó el acento de ella.
– Mi linaje es casi tan bueno como el vuestro, princesa. Ciertamente, el hijo menor de un noble griego es igual a la hija menor de un griego usurpador.
Ella levantó rápidamente una mano y dejó la huella en la mejilla del pirata. Pero, antes de que pudiese abofetearlo de nuevo, él le asió con fuerza la muñeca. Afortunadamente, Iris y Halil estaban demasiado interesados en la vista del bullicioso puerto pirata para fijarse en el diálogo entre Teadora y Alejandro. El capitán pirata volvió despacio la palma de la mano de Teadora hacia arriba y, sin dejar de mirarla a los sorprendidos ojos, depositó un beso ardiente en el centro de aquella carne suave.
– Señora -y su voz era amenazadoramente grave-, todavía no habéis sido rescatada. Otro hombre podría temer apoderarse de lo que pertenece al sultán, pero no yo. ¿Y quién lo sabría si lo hiciese?
Aquel beso había causado una sensación casi dolorosa en todo su cuerpo. Ahora, pálida por la impresión, murmuró con voz temblorosa:
– ¡No os atreveríais!
Él le dedicó una de sus lentas y burlonas sonrisas.
– La idea empieza a tentarme, hermosa.
La barcaza chocó contra el muelle de mármol y Alejandro saltó a tierra para ayudar a amarrarla. Aparecieron unas esclavas bien instruidas, para ayudar a Teadora y a sus acompañantes a saltar de la barcaza y conducirlos a su residencia. El grupo real dispondría de tres espaciosas habitaciones, con un baño privado y un jardín colgante que daba, al oeste, sobre el mar azul. Una esclava de dulce semblante mostró a Teadora un armario lleno con sus prendas de vestir, que habían sido traídas del barco. Halil e Iris descubrieron que también habían traído sus cosas.
– Mi amo no roba a sus invitados -explicó remilgadamente la esclava y Teadora reprimió el deseo de echarse a reír.
Aquel día no volvieron a ver a Alejandro. Les sirvieron una cena bien cocinada, acompañada de un vino excelente. Después de la ordalía de la tormenta, todos se acostaron temprano.
Teadora se despertó por la noche y se encontró con que Alejandro estaba de pie junto a su cama. A la luz de la luna, que se filtraba por las ventanas, pudo ver el deseo en su semblante. Se volvió para que él no viese su cuerpo desnudo y tembló cuando él dijo:
– Sé que estáis despierta, hermosa.
– Marchaos -murmuró furiosamente ella, sin atreverse a volverse de cara al pirata-. Si alguien supiese que habéis estado aquí, ¿creéis que el sultán pagaría mi rescate?
– Olvidáis que ésta es mi casa, hermosa.
– Incluso vuestra casa tiene espías -le respondió ella-. ¡Marchaos!
– Si con esto he de tranquilizaros, os diré que entré en la habitación por un pasillo interior poco utilizado y cuya existencia sólo yo conozco. Además, vuestro hijo duerme el profundo sueño de la inocencia y vuestra esclava bebió esta noche una copa de vino con unas gotas somníferas. Ahora está roncando como un cerdo.
– ¿Cómo os habéis atrevido? -exclamó ella, con incredulidad.
– Mi propia existencia se funda en la audacia -replicó él. Vamos, hermosa, no me volváis la espalda. -Alargando los brazos, la hizo volver de cara a él-. ¡Por Alá! -exclamó, con voz asombrada-. ¡El cuerpo supera incluso el rostro! Ella se encogió.
– Podéis violarme -dijo pausadamente-, pues no puedo venceros, pero después encontraré la manera de suicidarme. ¡Lo juro, Alejandro!
– No, hermosa, no -protestó él, mientras la abrazaba-. No digáis tonterías. -Movió audazmente la mano, con seguridad, haciendo que ella temblase con una mezcla terrible de miedo y deseo-. No os forzaré, pues estáis en mi casa. Pero sería una lástima que esos dulces pechos estuviesen tristes y no fuesen amados esta noche.
Y acarició, delicadamente, la carne suavemente hinchada. Los pezones de coral se irguieron y un débil gemido se escapó de la garganta de Teadora.