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– ¡Ay, hermosa, lo deseáis tanto como yo! ¿Por qué os resistís?

– ¡Por favor! -Ella le apartó las manos-. Habéis dicho que no me forzaréis porque estoy en vuestra casa. Vuestro honor os lo prohíbe, ¿no? Entonces, pensad en mi honor, Alejandro. Pues, aunque sólo soy una mujer, también tengo mi honor. Soy esposa de Orján y madre de su hijo. No amo a mi marido y no negaré que mi cuerpo ansia el contacto de un hombre joven; pero mientras viva mi señor, ¡esto no sucederá! Pensad, capitán pirata, que también yo he de considerar mi honor. Aunque sólo nosotros lo supiésemos, sentiría que mi honra ha sido mancillada. ¿Podéis comprender esto?

El sonrió con tristeza.

– Había oído decir que Juan Cantacuceno tenía una hija sumamente instruida. ¡Razonáis como un griego, hermosa! Está bien. Ahora habéis triunfado y esta noche os dejaré en paz. Pero no puedo prometeros que siempre sea así. Mis bajos instintos podrían dominarme.

»Sin embargo, quiero vengarme un poco antes de irme, pues no creo que pueda apagar el fuego que habéis encendido en mi.

Y antes de que se diese ella cuenta de lo que pretendía, la abrazó con fuerza y sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta los muslos. Ahora estaban tendidos a lo largo de la cama y ella sintió el suave vello del pecho de él cosquilleándole los senos y la dureza de su virilidad contra los temblorosos muslos. Los labios del pirata se cerraron sobre los de Teadora en un beso abrasador y la lengua le recorrió la boca con una pasión brutal que la llevó al borde del desmayo. Deseaba entregarse a él. ¡Deseaba que él la penetrase!

Alejandro la soltó, sonrió y se levantó. -Que vos y vuestro honor gocéis de vuestra estancia en esta casa, Teadora, esposa de Orján -dijo, en tono burlón.

Paralizada por la impresión, ella observó cómo desaparecía detrás de una colgadura de la pared. Solamente cuando se aseguró de que estaba sola en la habitación, se echó a llorar. Él le había recordado algo en lo que no había querido pensar desde hacía años. Le había recordado que era una mujer. Una mujer joven, con los mismos cálidos deseos que cualquier otra de su edad.

No podía desahogar su afán. La intimidad con su marido le repugnaba y el recuerdo de Murat ardía en lo más hondo de su secreto corazón. Casi lamentaba haber despedido a Alejandro. Su cuerpo le había parecido maravilloso, y tenía la impresión de que sería un amante magnífico. ¿Tenía él razón? ¿Quién lo sabría? ¿Podría ella soportar su culpa si accedía a esta relación amorosa? Teadora vertió lágrimas amargas, pues sólo podía ver un largo futuro sin amor delante de ella.

CAPÍTULO 09

El hombre que se hacía llamar Alejandro Magno no era un atolondrado galán, sino un astuto hombre de negocios. Su base principal, la ciudad de Focea, estaba situada entre los emiratos de Karasi y Sarakhan, frente a la isla de Lesbos. Aunque Focea tenía un gobernante, eran Alejandro y sus piratas quienes traían prosperidad a la ciudad y la controlaban realmente. Alejandro tenía también bases en las islas de Quíos, Lemnos e Imbros. Además, tenía espías y vigilantes en las costas de otras islas más pequeñas, con lo que controlaba eficazmente las rutas marítimas del Egeo y las zonas próximas a los Dardanelos y del interior del Bósforo y del mar Negro.

Los mercaderes cuyos barcos surcaban regularmente aquellas aguas le pagaban un tributo anual, más un porcentaje de los productos de cada viaje. No podían engañar a Alejandro, pues tenían que someterse a una inspección previa al viaje. Sin ésta, no les entregaban un gallardete que ondeaba en el palo mayor. Y los barcos que no llevasen el gallardete de colores en clave de Alejandro eran considerados como presas legítimas y, por lo general, se les confiscaba todo el cargamento.

Alejandro prefería cobrar su tributo en oro, pero también aceptaba mercancías. Dos veces al año, varios de sus barcos navegaban hacia el oeste, hasta la Europa septentrional, donde los cargamentos de seda, perfumes y especias se pagaban a los precios más altos. Regresaban trayendo oro y esclavos rubios y de piel blanca, de ambos sexos, para su dueño. Había muchos grandes terratenientes dispuestos a enviar, a cambio de una pieza de seda o un paquete de especias preciosas o una moneda de plata, jóvenes siervos sanos y atractivos, para ser sometidos a esclavitud. Estos jóvenes se vendían después al mejor postor en subastas privadas a las que sólo asistían hombres entendidos y acaudalados. De este modo sacaba Alejandro un doble provecho de sus inversiones.

La emperatriz Elena se enteró de la existencia de Alejandro Magno por el servicio bizantino de información militar conocido como Oficina de los Bárbaros. Su amante actual era el oficial que dirigía aquel servicio. Sabiendo que su hermana regresaría por mar de los Manantiales de Apolo, Elena hizo saber a Alejandro que le gustaría que Teadora y su hijo muriesen. Por este servicio, ofreció pagarle una importante cantidad en oro. Alejandro era muchas cosas, pero no un asesino a sueldo. Y sabía más acerca de los bizantinos de lo que éstos sabían de él. Elena no disponía del dinero que había ofrecido.

Pero él le agradeció muchísimo la información que inconscientemente le había proporcionado. La esposa y el hijo del sultán valdrían un importante rescate. Por consiguiente, había averiguado la ruta que seguiría el barco y la fecha en que zarparía. Pero lo habría perdido, de no haber sido por aquella tormenta que los depositó amablemente delante de la costa de su ciudad.

Una mirada había bastado para que Teadora se llevase el corazón de Alejandro. Era más encantadora que cualquiera de las mujeres a quienes había conocido. No le preocupaba en absoluto que fuese esposa del sultán. Era un caudillo por derecho propio, y si quería algo, lo tomaba. Pero había calculado mal al presumir que ella estaría dispuesta a olvidar todo lo demás por el amor. Había llevado las cosas demasiado lejos y con demasiada rapidez. Para conquistarla, tendría que superarla en inteligencia. Alejandro era cazador por naturaleza, y la idea de la caza le resultaba muy estimulante. Pasarían semanas antes de que los miembros de su consejo se pusiesen de acuerdo sobre el rescate a pedir por la princesa y su hijo. Después, las negociaciones llevarían más tiempo. Pasarían varios meses antes de que se fijasen y pagase el rescate. Tenía tiempo.

Durante los días siguientes, Teadora vio muy poco a su captor, y esto la tranquilizó mucho. No había sido fácil resistir su ataque. Ahora permanecía en sus habitaciones y, para hacer ejercicio, paseaba varias veces al día por el jardín, en compañía de Iris. Raras veces veía a Halil. Este estaba ocupado con sus nuevos amigos, varios hijos de Alejandro y sus concubinas, e incluso comía y dormía con ellos.

– Es mejor así -dijo a Iris-. Para él no es más que una aventura. No le quedarán cicatrices de esta experiencia.

Al cabo de varias semanas, Alejandro se presentó una tarde en sus habitaciones, con un juego de ajedrez.

– Se me ocurrió que tal vez podríamos jugar una partida -dijo amablemente.

Ella sonrió.

– ¿Cómo sabéis que juego al ajedrez?

– Porque sois hija de vuestro padre y domináis el arte de la lógica. El ajedrez es un ejercicio lógico. Pero si no lo conocéis, yo os enseñaré, hermosa.

– Preparad el tablero, Alejandro, y disponeos a sufrir una derrota. Iris, tráenos vino muy frío y algunos pasteles.

El tablero del ajedrez era una obra de arte. Sus cuadrados incrustados eran de ébano y de madreperla; las piezas habían sido talladas en ónice negro y coral blanco. Aquella tarde jugaron dos partidas. El ganó fácilmente la primera, pues Teadora jugó con precaución. Después ella le plantó cara en la segunda, jugando con un desenfado casi temerario.

El se echó a reír cuando la joven le comió la reina.

– En la primera partida, sólo estuvisteis tomándome la medida -la acusó.

Sí. Difícilmente habría podido ganaros si no estudiaba antes vuestro método de juego.