Soñó cosas muy extrañas. Ciega, pues parecía no poder ver nada, la sacaron de la cama. Entonces, súbitamente, pudo ver de nuevo. Y es que le habían vendado los ojos con un pañuelo de seda. Miró alrededor y vio que estaba en una habitación cuadrada y sin ventanas. Las paredes y el techo eran negros. A un cuarto de la altura de la pared había una cenefa de oro, al estilo de los antiguos pergaminos griegos. Por encima de ella, había bellas pinturas de hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres, y hombres y mujeres con animales, en diversas actitudes de juegos sexuales. Encima de las pinturas corría otra cenefa de oro.
La habitación estaba iluminada por lámparas colgantes y centelleantes, en las que se quemaba un aceite con olor a almizcle. Al quedarse Teadora de pie allí, dos jóvenes mujeres aparecieron a su lado y empezaron a frotarle el cuerpo con una crema perfumada que le producía un cosquilleo en la piel, frío y caliente al mismo tiempo. Poco a poco, sensualmente, la acariciaron hasta que la exquisita sensación que experimentó en su carne amenazó con provocarle un desmayo.
Delante de ella, en un estrado alto y alfombrado, entre sedas multicolores y cojines de terciopelo, hallábanse reclinadas las tres damas favoritas de Alejandro. Estaban, como ella, completamente desnudas. Sonriendo, la invitaron a reunirse con ellas. La joven avanzó despacio y permitió que la sentaran en medio del trío. Se mostraban muy amables y no pareció extraño que empezaran a acariciarle el cuerpo. ¡Era un sueño delicioso! ¡Qué suaves eran aquellas manos! Le acariciaron los senos, besándole los pezones y causándole un estremecimiento doloroso en todo el cuerpo cuando succionaron con fruición las puntas de coral.
Las manos de Cerika se deslizaron hacia abajo y por la cara interna de los muslos de Teadora, rozando, juguetonas, su feminidad. Teadora suspiró profundamente y tembló, cuando su amiga bajó la rubia cabeza y le besó la suave y sensible hendedura del sexo. Y ahora, las tres mujeres acercaron una copa a los labios de Adora, incitándola a beber. Al hacerlo, aumentó su sensación de bienestar.
Entonces apareció Alejandro, surgiendo de la oscuridad. Desnudo, parecía la estatua en mármol del antiguo dios Apolo Alto, de piernas musculosas y torso plano, estaba intensamente bronceado por el sol. Entre sus vigorosos muslos, había un triángulo de vello rubio y, sobresaliendo de los dorados rizos, el potente órgano de su virilidad.
Teadora no sintió miedo, porque lo deseaba. Y como esto no era más que un sueño delicioso, se creyó en libertad para no oponer resistencia. Dos de las otras mujeres le abrieron las piernas. Teadora sonrió y tendió los brazos al hombre. Por un instante, irguióse él delante de Teadora, con una sonrisa de triunfo en el hermoso semblante. Después se arrodilló y se puso a horcajadas sobre ella, para disfrutar plenamente de sus senos, y ella sintió la virilidad del pirata sobre su vientre. Él jugó delicadamente con Teadora tirando de los largos pezones, haciéndolos girar entre el pulgar y el índice. La joven se estremeció de placer y frotó el ombligo contra el músculo pulsátil que palpitaba contra ella.
Él le mordisqueaba los labios, poniendo suaves besos en las comisuras y en los parparos cerrados. Por primera vez Teadora oyó su voz y, de momento, se asustó. No recordaba haber oído nunca una voz en sueños. Pero la sensación que la acometió fue tan intensa que desterró el miedo.
– ¿Qué quieres que haga, hermosa? -preguntó él.
Teadora abrió despacio los ojos de párpados hinchados y dijo, con voz dulcemente seria:
– Tienes que hacerme el amor, Alejandro. Tienes que hacerme el amor. -Entonces volvieron los ojos a cerrarse lentamente.
Sintió las manos de él sujetándole las nalgas y sonrió encantada al sentir que Alejandro penetraba profundamente en su complaciente cuerpo, llevándola hasta el pináculo de la pasión. El era formidable. La llenó plenamente y Teadora pensó que iba a morir, pues realmente nunca había sentido una satisfacción tan grande.
Pero pronto le dio en los ojos la luz del sol y la voz de Iris la despertó de su profundo sueño. Tenía la boca amarga y le dolía terriblemente la cabeza. Había tenido un sueño muy extraño… pero no lograba recordarlo bien. Cuando trataba de concentrarse la cabeza le dolía más.
– Corre las cortinas -ordeno a su servidora-. El vino que me envió Alejandro la noche pasada ha estado a punto de matarme. ¡Dios mío! ¡La cabeza me duele de un modo insoportable!
– No hubieseis debido tomarlo todo, mi señora -le riñó Iris-. No estáis acostumbrada a las bebidas fuertes.
Teadora asintió con un gesto, pesarosa.
– Hoy me quedaré en la cama -dijo-, pues creo, en verdad, que no podría levantarme.
Se tumbó sobre los cojines, para dormitar en la fresca y oscurecida habitación.
Pero su sueño era inquieto, con locas y obscenas imágenes pasando por su turbada mente. Una habitación oscura con parpadeantes luces amarillas. Las tres favoritas de Alejandro, desnudas, acariciando su cuerpo. Cerika besándola en la boca y en… ¡oh, cielos! ¡No!
Ahora yacía sobre la espalda, con su clara piel de camelia resplandeciendo blanca sobre los cojines irisados. Encima de ella, el techo era de cristal veneciano, y veía a Alejandro entre sus piernas abiertas. Gimió desesperadamente, tratando de escapar al sueño; pero era imposible. En el sueño, él la poseyó un vez; después, tomó sucesivamente a cada una de sus favoritas y las despidió. Teadora había observado con asombro su actuación con las mujeres. Aquel hombre era un semental y no parecía fatigarse. Ahora a solas, él la poseyó por segunda vez y, volviéndola de bruces, volvió a hacerlo, en esta nueva posición.
Ella luchó por librarse de las imágenes, se despertó y vio que era ya una hora muy avanzada de la tarde. Se le había aliviado el dolor de cabeza, pero se sentía confusa y nerviosa. Aunque su piel estaba ahora fresca, las sábanas estaban húmedas de sudor y muy revueltas. De nuevo supo que había soñado, pero sólo recordaba que el sueño tenía algo que ver con Alejandro. Habían hecho el amor. Enrojeció de vergüenza. ¡Que absurdo!
Encogiéndose de hombros, llamó a Iris para que le trajese una jarrita de zumo de granada y un poco de comida. Después de comer, tomó un paño y los hábiles dedos de su esclava eliminaron su última tensión. Cuando llegó Alejandro para la partida de ajedrez, le recibió animadamente.
– Os eché de menos ayer noche -dijo-. Me gustan nuestras partidas. En cambio, bebí aquel vino terrible que me mandasteis y he pasado una noche inquieta, imposible. Cuando me he despertado hoy, tenía un dolor de cabeza espantoso. He estado en cama todo el día.
El rió entre dientes.
– Hubiese debido advertiros. Los vinos dorados de Chipre son engañosos, hermosa. Parecen dulces y suaves, pero, en realidad, son engañosos y fuertes.
– ¿No podíais avisarme? -preguntó ella, con cierta acritud, y él rió de nuevo.
Mientras jugaban, ella no dejó de lanzarle breves miradas desde debajo de las pestañas bajadas. El no había cambiado de actitud con respecto a ella. Seguro que, si lo que había imaginado hubiese ocurrido realmente, no estarían jugando como de costumbre. ¡No! Había sido una pesadilla, provocada por aquel vino fuerte. ¿Qué le hacía imaginarse tales cosas? Pero sabía la respuesta a esta pregunta: ansiaba el amor de un hombre y, mientras viviese su viejo marido, le estaría vedado. Suspiró, hizo una mala jugada y oyó que su raptor decía:
– ¡Jaque mate, hermosa!