Un día en que la madre Tamar había dejado solas a las niñas para que practicasen con un nuevo bordado, Elena murmuró:
– Te han elegido un marido, hermana. -Después, sin esperar a que Teadora preguntase quién era él, prosiguió-: Vas a ser la tercera esposa del viejo infiel. Pasarás el resto de tus días encerrada en un harén… ¡mientras que yo gobernaré en Bizancio!
– ¡Mientes! -la acusó Teadora.
Elena rió entre dientes.
– No, no miento. Pregúntaselo a nuestra madre. Llora bastante a menudo últimamente. Padre necesitaba soldados de quienes pudiese fiarse, y te ofreció a cambio de ellos. Tengo entendido que a los turcos les gusta tener niñas pequeñas en la cama. ¡Incluso niños! Ellos… -y bajó la voz para describir una perversión particularmente ruin.
Teadora palideció y resbaló despacio hasta el suelo, en un desmayo. Elena la miró con curiosidad durante unos momentos y después gritó pidiendo ayuda. Cuando su madre la interrogó, la niña dijo descaradamente que no sabía por qué se había desmayado su hermana, mentira que se descubrió rápidamente cuando Teadora recobró el conocimiento.
Raras veces castigaba Zoé físicamente a sus hijos, pero en esta ocasión abofeteó varias veces la cara presuntuosa de Elena.
– Lleváosla -ordenó a la servidumbre-. Lleváosla de aquí, antes de que la mate a palos. -Entonces tomó a su hija menor en sus cariñosos brazos-. Ven aquí, pequeña. Ven aquí, mi amor. La cosa no es tan mala.
Teadora sollozó.
– Elena me ha dicho que al sultán le gusta tener niñas pequeñas en la cama. ¡Ha dicho que me haría daño! Que cuando un hombre ama a una mujer, le hace daño, y que con las niñas pequeñas es peor. ¡Yo no soy todavía una mujer, madre! ¡Seguro que me moriré!
– Tu hermana es deliberadamente cruel y también está mal informada, Teadora. Sí, te casarás con el sultán. Tu padre necesitaba la ayuda que podía prestarle Orján, y tú no estabas todavía prometida. Es honroso deber de una princesa servir a su familia con un matrimonio ventajoso. Si no, ¿para qué sirve una mujer?
»Sin embargo, no vivirás en la casa del sultán hasta que empieces a dar señales con tu sangre de que eres mujer. Tu padre ha impuesto esta condición. Si tienes suerte, Orján morirá antes y tú volverás a casa para contraer un buen matrimonio cristiano. Mientras tanto, residirás en tu propia casa, a salvo dentro de los muros del convento de Santa Catalina, en Bursa. Tu presencia allí será garantía de la ayuda otomana a tu padre.
La niña sorbió por la nariz y se arrimó a su madre.
– No quiero ir. Por favor, no me hagas ir, madre. Antes prefiero profesar y permanecer aquí, en Santa Bárbara.
– ¡Hija mía! -Teadora miró, sobresaltada, la cara afligida de su madre-. ¿No has oído lo que te he dicho? -exclamó Zoé-. Eres Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Tienes un deber. Este deber es ayudar a tu familia lo mejor que puedas, y nunca has de olvidarlo, hija mía. Cumplir el deber no siempre resulta agradable, pero es lo que nos separa de la chusma. Ésta sólo piensa en satisfacer sus bajos instintos. Tú no debes rehuir nunca tu deber, hija querida.
– ¿Cuándo debo marcharme? -murmuró la niña.
– Tu padre pone sitio a la ciudad. Cuando la tome, ya veremos.
Pero Constantinopla no era fácil de tomar, ni siquiera por unos de los suyos. Por el lado de tierra, las murallas, de veinticinco pies de grueso, se alzaban a tres niveles detrás de un foso de dieciocho metros de anchura y seis de profundidad. Normalmente seco, el foso era inundado durante un asedio por una serie de caños. La primera muralla era baja, empleada para resguardar a una línea de arqueros. La siguiente se alzaba a ocho metros por encima del segundo nivel y protegía a más soldados. Más allá estaba el tercero y más sólido baluarte. En las torres, de unos veinte metros de altura, había arqueros, máquinas de fuego griegas y catapultas.
Por el lado de mar, Constantinopla estaba protegida por una sola muralla con torres que se alzaban a intervalos regulares, y que encerraba también cada uno de sus siete puertos. A través del Cuerno de Oro se había tendido una gruesa cadena que impedía el paso a embarcaciones no deseadas. Y al otro lado del Cuerno, las dos poblaciones de Gálata y Pera estaban también bien amuralladas.
La ciudad estaba bajo asedio desde hacía un año. Y durante este año, sus puertas habían permanecido cerradas para Juan Cantacuceno. Pero la presencia de su ejército junto al lado de tierra de la ciudad, y la flota del sultán frente a los puertos, estaban causando un pernicioso efecto. La comida y otros artículos de primera necesidad empezaban a escasear. Las fuerzas de Cantacuceno encontraron la fuente de uno de los principales acueductos y desviaron el agua, de modo que el suministro quedó cortado para Constantinopla.
Entonces estalló la peste. Murió la hija menor, a quien Zoé Cantacuceno había dado a luz en el refugio. Temeroso de perder también a Teadora, y con ella, la ayuda del sultán, Juan Cantacuceno buscó la manera de que su esposa y sus dos hijas menores pudiesen huir de la ciudad.
En el convento de Santa Bárbara, sólo dos personas estaban enteradas de la partida: la reverenda madre Tamar y la hermanita portera. La noche elegida no había luna y, por una afortunada coincidencia, estalló una tormenta.
Vistiendo el hábito de la orden que las había amparado, Zoé y sus hijas salieron de noche y se dirigieron a la Quinta Puerta Militar. A Zoé le palpitaba con fuerza el corazón y le temblaba la mano con que sostenía la linterna que alumbraba su camino. Durante toda su vida había estado rodeada de esclavos. Nunca había andado a pie por la ciudad y, mucho menos, sin escolta. Era la mayor aventura de su vida y, aunque asustada, caminaba con resolución, respirando y dominando el miedo
El viento agitaba sus toscas y negras faldas. Grandes goterones de lluvia empezaron a salpicarlas. Elena gimió y su madre le ordenó severamente que se callase. Teadora mantenía gacha la cabeza, caminando tenazmente. Los meses durante los cuales su padre había asediado la ciudad habían sido un respiro para ella. Y al término de este viaje la esperaba su prometido, el sultán. Teadora lo temía. A pesar de las palabras tranquilizadoras de su madre, no podía librarse de los malos augurios de Elena, y estaba asustada. Pero no lo demostraba. No quería dar a Elena esta satisfacción, ni afligir más a su madre.
La Quinta Puerta Militar se alzó ante ellas y Zoé buscó el salvoconducto debajo de su hábito. Había sido firmado por un general bizantino que estaba en la ciudad y era amigo de Juan Cantacuceno. Zoé se aseguró de que sus hijas tuviesen bien cubierto el rostro por el espeso velo negro.
– Recordad -les advirtió-que debéis mantener siempre bajos los ojos, ocultar las manos en las mangas del hábito y no pronunciar ni una palabra. Elena, sé que has llegado a una edad en que los hombres jóvenes te fascinan, pero recuerda que no deben interesar a las monjas. Si coqueteases y llamases la atención, nos capturarían. Y entonces no llegarías nunca a ser emperatriz; así pues, no olvides mis palabras.
Un momento más tarde, un joven soldado les cerró el paso.
– ¡Alto! ¿Quién vive?
Se detuvieron.
– Soy la hermana Irene, del convento de Santa Bárbara -anunció Zoé-. Mis dos ayudantes y yo nos dirigimos a extramuros, a asistir a una mujer que está de parto. Éste es mi salvoconducto.
El guardia miró brevemente el pergamino.
– Mi capitán os recibirá en el cuarto de guardia, buena hermana. Vos y vuestras acompañantes podéis seguir adelante. -Señaló la escalera de la torre y una puerta que había en el rellano.
Subieron despacio por la escalera sin barandilla, azotadas por el fuerte viento, en el lado de la torre. Elena resbaló una vez y lanzó un grito de espanto. Teadora la sujetó y la mantuvo en pie. Por fin llegaron a su meta. Empujaron la puerta y entraron en el cuarto de guardia.
El capitán tomó el pergamino de la blanca y fina mano de Zoé.