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La depositó bruscamente en su litera y volvió a montar el semental. Todavía tendrían algunas horas de luz, las suficientes para poner más millas entre ellos y la ciudad de Focea. Cabalgó en silencio al frente de la comitiva y los soldados que lo acompañaban pensaron que su aire malhumorado se debía a haber tenido que dejar a Halil. Murat, bey otomano, siempre se enorgullecía de hacer bien su trabajo.

Pero la verdad era que el príncipe estaba pensando en la joven de la litera. Nunca le habían faltado mujeres, pero Teadora Cantacuceno había sido la única que le había robado el corazón.

Recordaba que una vez le había dicho que, cuando muriese el sultán, la haría su esposa. Se sorprendió al confesarse que todavía la deseaba. Pero no como esposa. ¡No! Sacudió irritado la cabeza. Era una ramera bizantina como sus hermanas y no había que confiar en ella. Había que ver cómo lo había tentado hacía un rato, riéndose después de su turbación.

Cuando estaba a punto de anochecer, dio Murat la orden de acampar. Los hombres estaban acostumbrados a dormir al raso, pero se levantó una tienda para Teadora. Le gustó, porque era muy lujosa. Como había dejado a Iris al cuidado de su hijo, la atendió un soldado veterano. Le trajo agua caliente para lavarse y se ruborizó y sonrió como un tonto cuando ella le dio amablemente las gracias.

Su tienda había sido montada sobre una plataforma de madera cuyas toscas tablas estaban cubiertas con gruesas alfombras de lana de colores y pieles de cordero, para resguardarla del frío y de la humedad. Pero no era muy grande. Había una bandeja de latón colocada sobre patas plegables de ébano, un brasero de carbón y una cama hecha de pieles de cordero, con un colchón de terciopelo y varias almohadas de seda. Dos pequeñas lámparas de cristal pendían de cadenas sujetas a los postes de la tienda.

El viejo soldado volvió para traerle comida: pedacitos de cordero asado con pimienta y cebolla, sazonados con romero y unas gotas de aceite de oliva, y servidos sobre una capa de arroz con azafrán. Como acompañamiento, una pequeña y espesa hogaza de pan, acabado de cocer sobre las brasas de la fogata, una bota de agua fría de un riachuelo cercano, perfumada con esencia de naranja y cinamomo, y dos manzanas maduras. Dio las gracias al soldado. Al preguntar por el príncipe, aquél le dijo que estaba comiendo con sus hombres.

Compadeciéndose un poco, Teadora se dispuso a cenar sola. Hacía tiempo que había superado su irritación contra el príncipe Murat. Hoy, cuando él había tropezado al transportarla, había sentido los latidos de su corazón y se había reído de alegría al pensar que todavía se interesaba por ella. De pronto, todos los viejos sentimientos salieron a la superficie, sorprendiéndola con su intensidad.

Hacía varios años que no compartía la cama de Orján y, aunque su marido la había excitado una vez físicamente, solamente sus propias fantasías habían impedido que se volviese loca. En su vejez, y en su desesperado intento de conservar su potencia, Orján se había inclinado hacia la perversión. La última vez que Teadora había compartido su cama, él había incluido una virgen de diez años de la cuenca del Nilo, una niña de piel dorada y hermosos ojos de ónix. Orján había obligado a Teadora a estimular sexualmente a la niña, mientras él observaba y se excitaba. Después había desflorado brutalmente a la llorosa víctima, mientras Teadora vomitaba el contenido de su estómago sobre la cama. Y nunca más, para su gran alivio, se le había ordenado compartir el lecho de su señor. Si se lo hubiesen pedido, habría preferido la muerte a repetir una experiencia parecida.

Al recordar las horas preciosas que había pasado en el huerto con Murat, le parecía que era la única vez en su vida que había sentido ternura en un hombre. ¿Se habría mostrado tan tierno si hubiese sido su marido? Nunca lo sabría. Teadora se lamió reflexivamente los dedos. Después se los lavó en un pequeño aguamanil de cobre, tomó una manzana y la mordió.

– ¿Te ha gustado la cena?

Ella levantó la cabeza, sorprendida, y vio que Murat había entrado en la tienda.

– Sí -respondió-, pero he estado muy sola. ¿Por qué no has comido conmigo?

– ¿Con una mujer? ¿Comer con una mujer? ¿Le dio alguna vez a mi padre por comer con sus mujeres?

– ¡Claro que no! Pero esto es diferente. Yo soy la única mujer aquí, y ni siquiera tengo una esclava que me haga compañía. Tú eres la única persona noble que me era asequible.

El rió entre dientes, recobrando su buen humor.

– Ya veo. Tú sólo quieres mi compañía porque ambos somos príncipes. No sabía que fueses tan presuntuosa, Adora.

– ¡No! ¡No! Me interpretas mal -protestó ella, ruborizándose.

– Entonces, explícate -la pinchó Murat, arrodillándose entre los cojines delante de ella.

Teadora levantó la cara adorable y le miró.

– Quería decir que, ya que nuestra situación es informal, pensé que habrías podido hacerme compañía mientras cenaba.

Él la miró a su vez, con sus ojos negros como el azabache, y antes de que la joven pudiese darse cuenta de lo que sucedía, la atrajo hacia sí y empezó a besarla. El mundo que la rodeaba estalló en un millón de centelleantes pedazos. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Su boca era tan dulce! El beso era tierno y, sin embargo, apasionado al mismo tiempo. Durante un minuto, ella se entregó por completo, saboreando su calor y su dulzura. Había pasado tanto tiempo, ¡tanto tiempo!

Entonces, al recobrar su peso, echó la cabeza atrás y murmuró frenéticamente:

– ¡No, Murat! Por favor, ¡no! ¡Esto está mal!

Él levantó la mano y enredó los dedos en los cabellos oscuros.

– Cállate, mi dulce Adora -le ordenó, y su boca volvió a apoderarse de la de ella. Pero esta vez la besó afanosamente, quemándole los labios, exigiendo salvajemente su completa rendición. Incapaz de dominar el deseo que crecía en su interior, ella levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo entre los almohadones.

El tiempo perdió todo significado para Adora. Sabía que lo que hacían era contrario a los preceptos de sus dos religiones; pero se necesitaban tanto, recíprocamente, que aquel hambre furiosa borraba de sus mentes todo lo demás. Ella sabía que Murat le había desabrochado completamente la blusa, pues sus labios le recorrían ahora libremente la garganta, moviéndose hacia abajo hasta los senos y chupando hambriento los pezones hasta causarle un dolor intenso.

Él encontró el camino debajo de la seda del holgado pantalón y la acarició entre los muslos temblorosos, encontrando húmeda la piel por el ardiente deseo. Su mano la incitó delicadamente, y ella se estremeció bajo su tacto y prorrumpió en un grave sollozo cuando él introdujo dos dedos en su cuerpo. Se arqueó y se estiró, buscando desesperadamente, buscando una satisfacción que parecía no poder llegar.

– Calma, mi dulce Adora -la apaciguó él-; no te afanes tanto, mi amor. Lo que tiene que ser, será. -La estaba besando de nuevo, pero, esta vez, arrimó los labios a su oído y murmuró dulcemente-: Te quiero, Adora, pero como quiere un hombre a una mujer. Basta de juegos de amantes. Quiero penetrar en tu dulzura, gritar de alegría por el hermoso acto que realizaremos juntos.

Teadora se estremeció, flaqueando, y él le mordisqueó el pequeño lóbulo de la oreja.

– Abre las piernas, Adora. Estoy ardiendo por poseerte, mi adorable ramera bizantina. Deja que pruebe las delicias que has dado de buen grado a mi amartelado padre y a tu pirata griego.

Ella se quedó helada, incapaz de creer lo que acababa de oír.

– Yo seré para ti, mi paloma, un amante mejor que cualquiera de ellos -prosiguió brutalmente él.