Pero la emperatriz era harina de otro costal. Elena casi derribó a gritos su palacio. Se mesaba los largos y rubios cabellos. Arrojaba al suelo cuanto se ponía al alcance de su mano y azotaba a las esclavas lo bastante desdichadas para acercarse a ella. Los ingenios de la corte dijeron que no se podía saber de fijo lo que más lamentaba la emperatriz: si la pérdida de sus joyas o la pérdida de Moscovia, pues casi habían terminado las negociaciones para el noviazgo de Alexis con el heredero del zar.
Sin embargo, los que estaban más cerca de la emperatriz se dieron cuenta de que adoraba a su única hija. Sabiendo esto, el emperador quitó rápidamente a Alexis del cuidado de su madre. Elena protestó.
– No permitas que vaya al encuentro del infiel -suplicó a su marido-. ¡Oh, Dios mío! ¡Esto es obra de la zorra de mi hermana! ¡La ramera del otomano se ha vengado al fin de mí, haciendo que mi adorada hija se rebaje tanto como ella!
El buen carácter acostumbrado de Juan Paleólogo se evaporó, y golpeó tan fuerte a su esposa que ésta cayó al suelo, sangrando por la boca.
– Tu hermana Teadora -dijo en tono grave y pausado-es una mujer buena y honrada. Se casó según el rito de nuestra Iglesia, por lo que difícilmente se la puede llamar ramera. Además, de no ser por su gran sacrificio, tu padre no habría sido capaz de resistir tanto tiempo contra las fuerzas de mi madre. Y tú, mi querida esposa, no serías emperatriz. Teadora practica diariamente su fe. Redime cautivos cristianos y los envía a lugar seguro. Es leal y fiel a su marido. Francamente, Alexis estará más segura en la corte de Orján que en ésta.
– Pero tendrá que compartir al príncipe Halil con otras, cuando sean lo bastante mayores para saber lo que es el matrimonio -gimió Elena.
Una sonrisa sarcástica iluminó los labios del emperador Juan.
– Yo te comparto con otros muchos, querida, y he sobrevivido -dijo a media voz.
Obligada a guardar silencio, la emperatriz nada podía hacer, salvo seguir preparando la boda de su hija. El emperador regresó a Focea y pagó los cincuenta mil ducados venecianos de oro a Alejandro Magno. Juan sufrió otra humillación al tener que esperar a que se pesara el oro antes de que le entregaran su sobrino. Al fin emprendió el viaje por mar y después por tierra hasta Nicea, donde tenían que celebrarse los esponsales.
La emperatriz había intentado impedir la boda de su hija, pero el emperador dejó bien claro que solamente la muerte de Elena se consideraría una excusa válida para su ausencia. Después de todos aquellos años de burlarse de su hermana, Elena tendría al fin que enfrentarse con Teadora… y en el territorio de su hermana. Se estremeció. No esperaba que Tea fuese compasiva: si sus posiciones hubiesen estado invertidas, ella no lo habría sido.
Aunque parezca extraño, la princesita Alexis estaba encantada de casarse con su primo, un chico de su edad.
– Podría haberte hecho reina de Moscovia o duquesa de Saboya -suspiró Elena.
– Pero Saboya y Moscovia están muy lejos, madre -replicó la niña-. Dicen que el sol brilla raras veces en el frío norte. Prefiero casarme con mi primo Halil y estar cerca de ti y de mi padre.
Elena ocultó las lágrimas a su hija. ¡La pequeña era tan dulce! Seguramente, Tea lo vería y no descargaría su venganza sobre una criatura inocente. Elena se preguntó si habría sido ella tan amable, de encontrarse en el puesto de su hermana. Como sabía la respuesta, se estremeció de nuevo.
Las pocas semanas que faltaban transcurrieron rápidamente y llegó la hora de que Alexis de Bizancio fuese llevada a Nicea. Acompañada de su madre, sus dos hermanos, Andrónico y Manuel, y miembros de la corte real, fue trasladada a fuerza de remos a través del mar de Mármara hasta Asia.
La galera que la llevó había sido totalmente revestida de pan de oro. Los remos eran plateados y tenían las palas de laca escarlata. La cubierta de la galera nupcial era de ébano perfectamente pulido. Los remeros eran jóvenes negros y norteños de piel blanca, perfectamente emparejados. Los negros llevaban pantalón de satén dorado largo hasta los tobillos, mientras que los norteños rubios y de ojos azules vestían pantalones de satén de color púrpura. Todos habían sido escogidos por la emperatriz en persona. Si tenía que ser humillada y ofendida por su joven hermana, pensó Elena, necesitaría que la consolasen.
Dejó que sus ojos recorriesen las anchas y jóvenes espaldas, cuyos músculos ondeaban suavemente, y consideró el efecto estético de la piel negra y lisa contra su propia blancura, y de los musculosos muslos dorados contra sus largas y blancas piernas. Un reciente amante había comparado sus piernas a columnas de mármol perfectamente gemelas, descripción que encontraba tan original como satisfactoria.
Se estiró lánguidamente y se hundió más en los cojines de seda. Alexis, espléndida en su traje de novia, se había dormido. La emperatriz la dejó descansar. El día era cálido, especialmente aquí, sobre el agua, y Elena agradeció el toldo que las protegía. Estaba sostenido por cuatro postes tallados con criaturas mitológicas: dragones, unicornios, grifos, fénix, todas pintadas con máximo realismo. El propio toldo era a rayas de plata y azul. Las cortinas, ahora descorridas y sujetadas con cuerdas con borlas de oro, eran de seda azul celeste y verde mar.
Elena había estado dando cabezadas durante lo que sólo pareció un minuto, antes de que la voz del timonel anunciase detrás de ella:
– Nos acercamos a la orilla opuesta, Santa Majestad.
Ella abrió los ojos. Alargó una mano y sacudió a su hija. La niña abrió también sus ojos azules.
– ¿Hemos llegado?
– Casi, mi amor. Yo debo estar ahora fuera y correré las cortinas. ¿Recordarás tu papel?
– Sí, madre.
Elena miró una vez más a su hija. El traje de la niña era de seda escarlata, con mangas largas y estrechas abrochadas con perlas desde la muñeca hasta el codo. La capa era de tisú de oro con el águila bicéfala de Bizancio bordada con hilos escarlata. Llevaba suelto sobre los hombros el cabello rubio y, en la cabeza, una redecilla perla y oro. La emperatriz dio un beso en la mejilla a su hija y se levantó, para salir de debajo del toldo. Corrió las cortinas a sus espaldas.
Ella misma tenía un aspecto asombroso. Su traje de manga larga era de seda blanca, bordado en plata. Los botones, que parecían diamantes redondos, eran en realidad magníficas imitaciones. La capa de la emperatriz, como la de su hija, era de tisú de oro, pero el águila bicéfala de la de Elena estaba bordada con hilos de plata y diminutos brillantes. Sus hermosos cabellos rubios estaban partidos por la mitad y peinados en cuatro trenzas, dos a cada lado de la cabeza, enrolladas alrededor de las orejas y sujetas con redecillas de plata, un velo de gasa plateada pendía de una pequeña corona de oro. La emperatriz de Bizancio tenía un aspecto impresionante, erguida majestuosamente en la proa de la galera real que se deslizaba con suavidad hacia el amarradero.
Oficiales de la corte del sultán la saludaron efusivamente y la escoltaron hacia una litera que estaba esperando. Después de sentarse en el interior, miró Elena a través de las cortinas y vio que varias docenas de eunucos subían a la galera real. Descorrieron las cortinas y el primer eunuco blanco del sultán, Alí Yahya, ayudó a salir a Alexis. La princesita fue inmediatamente rodeada por los eunucos, velada y conducida en una segunda litera, cuyas cortinas fueron corridas herméticamente. La litera quedó rodeada de soldados, eunucos y un enjambre de chiquillos desnudos, que saltaban y bailaban y cantaban canciones de bienvenida y arrojaban monedas de oro y confites a las multitudes a lo largo del trayecto. Y la comitiva entró en Nicea.