La ceremonia de la boda cristiana se había celebrado discretamente, por poderes, antes de que la novia saliera de Constantinopla. Ahora, mientras recorrían la pequeña distancia en el interior de la ciudad, se estaba celebrando la ceremonia musulmana. La asistencia de la novia era innecesaria. Por consiguiente, cuando la princesa de ocho años llegó al palacio en Nicea, era ya una mujer casada.
Se celebraban dos banquetes nupciales separados. El sultán Orján y sus hijos Murat y Halil obsequiaban a los hombres. La princesa Teadora era la anfitriona de las mujeres.
De las otras esposas del sultán, sólo Anastasia estaría presente, pues Nilufer estaba de luto riguroso. Su hijo mayor, Solimán, había muerto unos meses antes, de una caída de caballo mientras cazaba con halcón. El triste accidente había elevado a Murat a la posición indiscutida de heredero del trono otomano.
Cuando las literas llegaron al patio del harén, Teadora apareció en lo alto de la pequeña escalinata. Y al salir la niña de su litera, la esposa más joven del sultán bajó corriendo los peldaños y, arrodillándose, envolvió a la pequeña con sus suaves brazos.
– Sé bienvenida, mi querida Alexis. Soy tu tía Teadora. -Soltó a la niña y, sujetándola ligeramente de los hombros, la echó un poco atrás y le quitó el velo. Teadora sonrió-. ¡Oh, pequeña, cuánto te pareces a mi madre, tu abuela Zoé! Pero apuesto a que te lo habrán dicho muchas veces.
– Nunca, señora tía -fue la respuesta.
– ¿Nunca?
– No, señora. Dicen que me parezco a mi madre.
– Un poco. Pero la expresión de tu madre nunca fue dulce como la tuya, Alexis. En cambio, nuestra madre fue siempre muy amable. Por consiguiente, creo que te pareces más a ella.
– Bueno, hermana, veo que todavía hablas con franqueza. ¿No tienes una palabra de bienvenida para mí?
La esposa más joven del sultán se levantó y miró a su hermana después de aquellos años de separación. Elena tenía cuatro más que Teadora y su carácter descuidado empezaba a traslucirse en su bello semblante. Parecía diez años mayor que su hermana. Era bajita, rolliza, voluptuosa y rubia, mientras que Teadora era alta, esbelta y de cabellos oscuros. Y así como Teadora conservaba un aire inocente, conmovedor y juvenil, el de Elena era de mujer experta y tan antiguo como Eva.
Durante un breve e incómodo instante, Elena sintió de nuevo quién era más joven, como le había ocurrido a menudo con Teadora cuando ambas eran unas niñas. Vio un brillo regocijado y malicioso en los ojos amatista, mientras la voz grave y educada le decía:
– Bienvenida al nuevo imperio, hermana mía. Me alegro mucho de verte, sobre todo en una ocasión tan alegre.
Asió del brazo a Elena y la condujo al harén, donde estaban esperando las otras invitadas. Los eunucos se llevaron a la pequeña novia, para presentarla a su marido y al sultán antes de devolverla a las mujeres.
Cuando hubo salido su hija, Elena dijo a su hermana, en tono apremiante:
– Tea, quisiera hablar en privado contigo antes de que vuelva Alexis.
– Ven conmigo -fue la respuesta.
Y la emperatriz de Bizancio siguió a la esposa del sultán a una cámara privada, donde ambas se sentaron a una mesa baja, cara a cara.
– Traed zumo de frutas y pasteles de miel -ordenó Teadora. Y en cuanto las esclavas hubieron cumplido la orden, las despidió y, mirando fijamente a su hermana, preguntó-: ¿Y bien, Elena?
La emperatriz vaciló. Tragó saliva y dijo:
– No hemos sido muy amigas desde nuestra infancia, hermana.
– Nunca lo fuimos, hermana -fue la rápida respuesta-. Siempre estabas zahiriéndome con el hecho de que un día serías emperatriz de Bizancio, mientras que yo no sería más que la concubina del «infiel».
– ¡Y por esto te vengas ahora sometiendo a mi amada hija a esta farsa matrimonial! -gritó Elena.
– ¡Tú has tenido la culpa, hermana! -saltó Teadora, perdida ya la paciencia-. Si no hubiese tratado de que Halil y yo fuésemos asesinados, tu hija habría podido ser reina de Moscovia. ¡Dios mío, Elena! ¿Cómo pudiste? ¿Creíste realmente que podías destruir al otomano con esta perfidia? El imperio de Constantino y Justiniano es como un hombre moribundo, hermana, mientras que el de Osmán el Turco es como un muchacho vigoroso. Nosotros somos el futuro, tanto si te gusta como si no, Elena. No puedes destruirnos matando a una mujer y a un niño. Temo que Orján está llegando al término de su vida, pero el príncipe Murat será un poderoso sultán, te lo aseguro.
– ¿Por qué habría de ser Murat sultán, Tea? Si Orján prefiriese a Halil… -La emperatriz hizo una pausa momentánea, después prosiguió-: Con una madre cristiana y una esposa cristiana, Halil podría convertirse fácilmente al cristianismo, y con él, ¡todo su imperio! ¡Dios mío, Tea! Seríamos santificadas por haber concertado este matrimonio.
Teadora lanzó una carcajada y siguió riendo hasta que perdió la fuerza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Por fin dijo:
– Elena, no has cambiado. ¡Eres tan tonta como siempre! Para empezar, Halil está lisiado, y doy gracias a Dios por ello. De lo contrario, lo primero que haría su medio hermano al convertirse en sultán sería ordenar su muerte. Si Halil no tuviese ningún defecto podría gobernar, pero la ley no permite un sultán física o mentalmente incapaz. Mi hijo está lisiado y el de Anastasia está loco. Mi señor Orján sólo tiene a Murat.
– Y al hijo de Murat -dijo Elena.
Teadora dio gracias a Dios por estar sentada, pues, de otro modo se había desmayado.
– Murat no tiene ningún hijo -replicó, con voz sorprendentemente tranquila.
– Sí que lo tiene, querida -murmuró enérgicamente Elena-. Lo parió la hija de un sacerdote griego en Gallípoli, hace algunos años. El príncipe no lo reconocerá oficialmente, porque la reputación de la joven no es tan pura como cabría esperar de la hija de un santo varón. Pero ésta tiene valor. Ha llamado Cuntuz al niño y no permite que sea bautizado, diciendo que es musulmán como su padre.
Teadora guardó silencio unos momentos, para tranquilizarse. Por fin, preguntó:
– ¿Era de esto de lo que querías hablarme en privado, Elena?
– ¡No! ¡No! ¿A quién le importan las mujeres con quienes se acueste el príncipe? Se trata de mi hija. Por favor, Tea, ¡sé buena con ella! Haré todo lo que quieras con tal de asegurarme de que tratarás bien a Alexis. No hagas que nuestra enemistad recaiga sobre mi hija inocente, ¡te lo suplico!
– Como he dicho a menudo, Elena, eres todavía tonta, y me conoces muy poco. No tengo la menor intención de maltratar a Alexis. Será como una hija para mí. Recordarás que nunca fui rencorosa con los demás. -Teadora se levantó-. Ven conmigo, hermana; las otras están esperando nuestra llegada para empezar el festín.
Condujo a Elena al salón del banquete, dentro del harén, donde estaban esperando Anastasia y las otras mujeres de la casa.
Allí estaban las hijas del sultán y las hijas de éstas. Estaban las viejas hermanas del sultán y sus primas y toda la descendencia femenina. Estaban sus favoritas y aquellas que todavía esperaban llamarle la atención. Estaban las mujeres de la corte bizantina que habían acompañado a la emperatriz y a su hija. En total, se reunieron más de cien hembras en el banquete de boda de la novia. Teadora presentó su hermana a las pocas que eran lo bastante importantes para merecer la presentación de la emperatriz de Bizancio. Cuando hubo terminado de hacerlo, Alexis fue introducida en el salón.
La pequeña novia fue conducida a su suegra, la cual la besó en ambas mejillas antes de hacer ademán a los eunucos de que la levantasen sobre una mesa donde todas pudieran verla. Allí, en presencia de las otras mujeres, la novia fue despojada de sus prendas bizantinas y vestida al estilo turco. Solamente entonces empezó el festín.
Cuando éste hubo terminado, varias horas más tarde, llego el príncipe Halil, acompañado de su padre. Junto con Teadora, ambos escoltaron a la princesa Alexis hasta el convento de Santa Ana, donde viviría durante los siguientes años.