Al día siguiente, el emperador Juan y sus dos hijos, el príncipe Andónico y el príncipe Manuel, se arrodillaron delante del sultán Orján y renovaron el juramento de vasallaje a su señor. Después, los bizantinos regresaron a Constantinopla y 'a familia real otomana volvió a Bursa.
CAPÍTULO 12
Teadora yacía en el mundo crepuscular entre el sueño y X la vigilia. Percibió el ruido lejano de pies que corrían y golpes en las puertas de sus habitaciones, cada vez más apremiantes. Entonces, Iris la sacudió de un hombro. Teadora la rechazó, gruñendo adormilada, pero Iris insistió. -¡Señora, despertad! ¡Debéis hacerlo! Poco a poco se despejó la niebla y Teadora se despertó a medias.
– ¿Qué pasa, Iris?
– Un recado de Alí Yahya, mi princesa. El sultán está muy enfermo. Aunque los médicos no lo han dicho, Alí Yahya cree que el sultán Orján se está muriendo.
Teadora estaba ahora completamente despierta. Se incorporó y preguntó:
– ¿Ha enviado él a buscarme?
– No, mi señora, pero será mejor que estéis preparada cuando os llame.
Con ayuda de Iris, Teadora se vistió rápidamente. Todavía era de noche cuando empezó a pasear inquieta por su antecámara. Cuando las esclavas hubieron encendido un buen fuego en el hogar revestido de azulejos de un rincón, las envió de nuevo a la cama. Teadora prefería velar a solas. Por fin vino Alí Yahya a buscarla y, tomando una capa de seda roja forrada de marta, ella lo siguió en silencio a las habitaciones del sultán.
La cámara mortuoria estaba llena de médicos, los mullahs, funcionarios del gobierno y militares. Teadora se quedó quieta, asiendo la mano de Nilufer, la madre de Murat, en un esfuerzo por consolarla. Nilufer, esposa del sultán durante tantos años, amaba realmente a Orján.
Anastasia, encorvada y destrozada desde el suicidio de su hijo Ibrahim hacía solamente unas semanas, permanecía sola, mirando al vacío. Los dos príncipes estaban junto al lecho de su padre, apoyando Murat el brazo en los hombros del joven Halil.
Las mujeres se acercaron a la cama. El sultán yacía inmóvil, evidentemente drogado y sin sentir dolor. El antaño poderoso Orján, hijo de Osmán, se había encogido y parecía un frágil fragmento de su antigua persona. Sólo sus ojos negros estaban animados al recorrer con la mirada a los miembros de su familia. Así, miró a Anastasia y murmuró:
– Hay una que pronto se reunirá conmigo en la muerte. -Miró a las otras dos mujeres-. Tú fuiste la alegría de mi juventud, Nilufer. Y tú, Adora, la alegría de mi vejez. -Después se fijó en Murat-. ¡Guarda al muchacho! No representa ningún peligro para ti y pronto te será muy valioso.
– Lo juro, padre -dijo Murat.
Orján se esforzó por incorporarse. Los esclavos amontonaron almohadas detrás de él. Sufrió un acceso de tos y su voz sonó perceptiblemente más débil cuando dijo:
– ¡No ceses hasta que Constantinopla sea tuya! ¡Es la llave de todo! No puedes conservar con éxito todo lo demás sin ella. La mente ágil de Halil te ayudará. ¿Verdad que sí, hijo mío?
– ¡Sí, padre! Seré la más fiel mano derecha de Murat… y también sus ojos y oídos -declaró el chico.
La sombra de una sonrisa tembló en los labios de Orján. Después miró más allá de su familia a un sitio en el fondo de la habitación.
– Todavía no, amiga mía -dijo, en voz tan baja que Teadora no estuvo segura de haberlo oído bien.
Las lámparas parpadearon misteriosamente y un olor a almizcle, el perfume predilecto de Orján, llenó la estancia.
El jefe mullah se acercó a la cama del sultán.
– Todavía no habéis nombrado a vuestro heredero, Majestad. No sería justo que nos abandonaseis sin hacerlo.
– ¡Murat! Murat es mi sucesor -jadeó Orján, y otro acceso de tos sacudió su frágil cuerpo.
El jefe mullah se volvió a los reunidos y levantó las manos, con las palmas hacia arriba y hacia fuera.
– El sultán Orján, hijo de Osmán, sultán de los Gazi, Gazi hijo de Gazi, ha proclamado a su hijo Murat como su heredero.
– ¡Murat! -aclamaron a su vez los reunidos.
Y entonces, como por una decisión unánime, salieron todos en silencio de la habitación, para dejar al moribundo con sus esposas y sus hijos. El silencio era espantoso. Para calmar sus nervios, Teadora miró alrededor, bajando las pestañas. La pobre Anastasia estaba en pie, mirando al vacío. Nilufer, que había nacido cristiana, rezaba en voz baja por el hombre a quien había amado. Halil restregaba los pies con nervioso tedio.
Entonces Teadora miró a Murat y se tambaleó al ver que él la observaba fijamente. Se ruborizó y el corazón le latió con fuerza en los oídos, y sin embargo, no pudo apartar los ojos de la cara de él, con su sonrisa débilmente burlona.
El súbito movimiento del sultán rompió la tensión establecida entre ellos. Orján se incorporó en la cama y dijo:
– ¡Hazrael, ya voy!
Y cayó hacia atrás, extinguida la vida en sus ojos negros. Murat alargó una mano y cerró delicadamente los ojos de su padre. Nilufer rodeó a Anastasia con un brazo y la condujo fuera de la cámara mortuoria.
El joven Halil se arrodilló delante de su hermano, puso las manitas en las manazas de Murat y dijo:
– Yo, Halil Bey, hijo de Orján y Teadora, soy tu vasallo, sultán Murat. Te juro fidelidad total.
El nuevo sultán levantó a su hermano y, depositando el beso de la paz en la frente del muchacho, lo hizo salir de la habitación. Después se volvió a Teadora y ésta tembló bajo su mirada ardiente.
– Tenéis un mes para llorar a vuestro marido, señora. Terminado este tiempo, ingresaréis en mi harén.
Ella se quedó asombrada por su audacia. El padre acababa de morir y el hijo la codiciaba ya.
– ¡Soy una mujer nacida libre! ¡Soy princesa de Bizancio! No puedes obligarme a ser tu esposa y, desde luego, ¡no lo seré!
– Como sabes muy bien, no necesito tu consentimiento. Y no te he pedido que seas mi esposa. Sólo he dicho que ingresarás en mi harén. El emperador no se atreverá a negarse. También lo sabes.
– No soy ninguna esclava para estar lisonjeramente agradecida por tus favores -le escupió ella.
– No. No lo eres. Una esclava tiene un valor. Hasta ahora, tú no me has demostrado que lo tengas.
Durante un instante, ella se quedó sin habla por la indignación. Él la había amado antaño. Estaba segura de ello. Sin embargo, ahora sólo parecía querer ofenderla. Sus dardos brutales iban dirigidos contra su corazón y su orgullo.
Se dio cuenta, tristemente, de que, contra toda lógica, él la hacía responsable de todo lo que había pasado entre ella y Orján. Quería que fuese una hembra mansa y complaciente… y sin embargo, ¡había esperado que desafiase a su padre! ¿Acaso no comprendía que no había tenido alternativa?
No estaba dispuesta a que la destrozasen. Pretendía casarse de nuevo y hacerlo con un hombre que la amase y le diese más hijos. Teadora no pasaría el resto de su vida luchando contra los fantasmas de Murat. Fijó en él los ojos amatista y dijo pausadamente, con la mayor dignidad:
– Una vez me llamaste ramera bizantina, pero no lo soy, como sabes muy bien. Quisiste tratarme como a tal, pero no te dejé, sultán Murat. Me insultas diciéndome que debo ingresar en tu harén. No ingresaré en él, ni siquiera como esposa tuya. Diriges tu cólera contra mí por algo que, como débil mujer que soy, no pude evitar. -Y añadió, maliciosamente-: Serás más feliz si me alejas de tu pensamiento y llenas tu harén de vírgenes intactas.
– ¿Crees que jamás podré olvidarte, bruja de ojos violetas? -silbó él, adelantándose y agarrándola con fuerza.
Le clavó los dedos en la suave carne de los brazos. Ella se estremeció, casi llorando, pero negándose a darle esta satisfacción.