– Yací desnuda en los brazos de tu padre -le dijo, cruelmente-. Él conoció completamente mi cuerpo, de muchas maneras, como ningún otro hombre lo conoció jamás. Pero estaba en su derecho, ¡porque era mi marido!
Él alargó de pronto una mano y asió un grueso mechón de sus cabellos. Habiéndola sujetado de esta manera, la besó furiosamente, apretando con brutalidad la boca contra sus finos labios hasta hacerle daño. Ella levantó las manos y le arañó colérica la cara. Demasiado tarde se dio cuenta de su error. La rabia que brillaba en los ojos de Murat era difícil de reprimir. Se volvió para salir huyendo, pero la mano que le sujetaba los cabellos tiró de ella hacia atrás. Los ojos se enzarzaron en una batalla sin palabras. Él parecía casi loco de furor. La obligó a cruzar la habitación hasta hacerla caer de espaldas en el diván. Con un grito de espanto, ella comprendió lo que se proponía.
– ¡Dios mío, Murat! ¡Aquí no! ¡Por lo que más quieras, no!
– Él te arrebató de mí en vida. Dejemos ahora que sepa que yo te tomo en su cámara mortuoria, cuando aún no se ha enfriado su cuerpo -fue la bárbara respuesta.
Teadora luchó contra él como poseída por el diablo, pero todo fue inútil. Sintió que le levantaban la ropa por encima de la cintura y, entonces, una embestida brutal contra su cuerpo seco y frío, que le causó un dolor terrible.
– ¡No! ¡No! ¡No! -sollozó una y otra vez, pero él no la oía.
Entonces sintió crecer una tensión conocida en su interior y, horrorizada, reemprendió su lucha contra él. ¡Ella no debía sentir esto! ¡No bajo un ataque tan violento! Pero, impotente contra su propio cuerpo, se rindió al fin al éxtasis que la invadía y lanzó un grito en el momento de su mutuo desahogo. Él la soltó, con una sonrisa de satisfacción en su semblante; la levanto, la llevó hasta la puerta y, empujándola a través de ésta, dijo:
– Un mes, Adora.
La puerta de la cámara mortuoria de Orján se cerró detrás de ella, dejándola sola y temblorosa en el frío pasillo. Poco a poco, con los ojos secos, volvió tambaleándose a sus habitaciones y se dejó caer cansadamente en un sillón, delante del fuego que se estaba apagando.
Tenía un mes. Un mes para escapar de él. No sabía cómo iba a conseguirlo, pero encontraría una manera. Tendría que dejar a su hijo. Pero esta idea no la inquietaba. Halil pasaba ahora la mayor parte de su tiempo en su propia corte de Nicea, y estaba a salvo de todo mal, porque Murat lo quería.
Teadora debía volver a Constantinopla. Juan Paleólogo le daría asilo, aunque Elena se enfureciese. A pesar de que su cuñado era vasallo del caudillo otomano, la protegería.
Murat no haría nada por esta causa; al menos, no abiertamente. Su orgullo de turco no le permitiría entablar una guerra por una mujer y, si insistía demasiado en el asunto, podría llegar a ser de conocimiento público. El sultán Murat no se pondría en ridículo por perseguir a la arisca viuda de su padre, cuando podía tener a cualquier otra mujer.
La idea de burlarlo le parecía irresistible y rió entre dientes. Desde luego, él no esperaría una cosa así de ella. Siempre había menospreciado su inteligencia. Teadora sabía muy bien lo que esperaba de ella: que se acobardase y aguardase, impotente, a que él la llamase a su cama. Por un momento, se detuvo a pensar. Incluso ahora, después de lo de esta noche, lo amaba. Siempre lo había amado. Y ahora, al haber enviudado, al fin era libre de estar con él, de pertenecerle, de darle hijos. ¿Por qué tenía que huir de él? ¡Lo amaba!
Suspiró profundamente. El era arrogante, terco… y no podía perdonarle que no fuese virgen. No podía quedarse con él, porque sólo la dañaría. Y ella odiaría a cada joven hurí que mirase a Murat. No; era mucho mejor volver a Constantinopla.
Volvió a su cama y durmió, y se despertó con un plan de acción tan sencillo que se preguntó cómo no se le había ocurrido inmediatamente. Al día siguiente, después de que Orján fuese llevado a su tumba con gran acompañamiento, su viuda más joven visitó el convento de Santa Catalina para rezar por él.
Su litera se movía fácilmente por las calles de Bursa, completamente inadvertida y libre de guardias. Cada uno de los días que siguieron pasó parte de su tiempo en la iglesia del convento. En un par de ocasiones, envió la litera a palacio y volvió a pie, velado el semblante, como otras respetables mujeres de la ciudad. Entró por una parte del jardín poco utilizada.
Había acertado al creer que el sultán presumiría que había aceptado su orden. Y Murat estaba ahora demasiado ocupado con los asuntos de su gobierno para preocuparse de ella.
Teadora envió a Iris a Nicea, para comprobar que la princesita Alexis seguía bien. Ahora estaba libre de entrometidos y sabía que podía pasar al menos una noche fuera sin que nadie la buscase.
Al llegar un día al convento, casi un mes después de la muerte de Orján, envió la litera a palacio, diciendo:
– Pasaré la noche aquí. Venid a buscarme mañana, a última hora de la tarde. Ya he informado a Alí Yahya de mis planes.
La litera bajó por la estrecha calle, mientras Teadora llamaba a la portera y ésta le abría. Pero, en vez de ir a la iglesia del convento, la princesa se encaminó a su casita que siempre estaba lista para recibirla.
Entró a solas en su antiguo dormitorio y, después de abrir un pequeño baúl a los pies de la cama, sacó las prendas propias de una campesina. En las dos ocasiones en que había enviado la litera a palacio, había ido a un mercado próximo y comprado la ropa y otras pocas cosas que necesitaría para escapar. Y al volver, las había guardado en el viejo baúl. Ahora se quitó rápidamente el rico vestido, lo dobló con cuidado y lo metió en el baúl. Luego lo cubrió con una manta.
Abrió un frasquito que había sobre una mesa y se frotó todo el cuerpo desnudo con un ligero tinte de color de nuez, cuidando bien de teñir las orejas y los dedos de los pies. Pudo alcanzar los hombros y la espalda valiéndose de un cepillo de mango largo, envuelto en un trozo de suave gamuza. Permaneció varios minutos temblando bajo el aire frío, para que se secase el tinte.
Satisfecha al fin, se puso la ropa nueva y se peinó en largas trenzas. Envolvió en un pañuelo las otras cosas que necesitaría, y las guardó en una cesta tapada.
Teadora salió a hurtadillas de la casa. El jardín del convento estaba desierto, ya que las monjas se hallaban rezando en la iglesia. Tampoco había nadie en la entrada, salvo un caballo y una carreta. El viejo carretero estaba abriendo la puerta.
– Eh, dejad que os ayude -dijo Teadora, corriendo hacia él.
Agarró al caballo de la brida y lo sacó a la calle, mientras el viejo cerraba la puerta detrás de ellos.
– Gracias, jovencita -dijo el hombre, quien se acercó a ella-. ¿De dónde has salido?
– De ahí -respondió Teadora, señalando hacia el convento-. He visitado a mi hermana, la hermana Lucía. Es monja.
– Bueno, gracias de nuevo. Me llamo Basilio y soy el pescadero del convento. Si puedo servirte en algo…
– Pues sí -dijo ella-. Mi hermana me ha dicho que o preguntase si podéis llevarme hasta la costa. Puedo pagaros algo por la molestia.
El viejo la miró con recelo. -¿Por qué vas a la costa? -Vengo de la ciudad. Me llamo Zoé y soy hija de Constancio, el herrero, el que tiene la forja fuera de la Puerta de San Romano. Enviudé recientemente y he venido a visitar a mi hermana y hacer un retiro religioso. Ahora he recibido la noticia de que mis dos hijos gemelos están enfermos y no puedo esperar a ir con la caravana. Si puedo viajar a la costa con vos, podré tomar el barco y llegaré rápidamente a casa.
La expresión de su cara, vuelta hacia arriba, era una mezcla perfecta de preocupación y sinceridad.
– Vamos pues allá, Zoé, hija de Constancio -gruñó el viejo-. Que no se diga que Basilio, el pescador, no ha querido ayudar a una madre en apuros.