– Alejandro, señor de Mesembria -anunció el maestro de ceremonias.
Teadora miró hacia el fondo del salón y lanzó una exclamación ahogada, como si le hubiesen descargado un golpe. El hombre que avanzaba hacia ellos era el que había conocido como Alejandro Magno. Trató desesperadamente de ordenar los pocos datos que recordaba acerca de él. Le había dicho que era el hijo menor de un noble griego, y su habla y sus modales lo habían confirmado. Pero nunca había mencionado a su padre y a ella no se le había ocurrido preguntarle quién era.
Alejandro se inclinó, recogiendo elegantemente su larga capa al acercarse a la mesa. Tenía la piel bronceada por el sol y rubios los cabellos como siempre. Los ojos seguían siendo dos puras aguamarinas. Teadora pudo oír los suspiros de las otras mujeres y vio que su hermana valoraba rápidamente al recién llegado con ojos especulativos y licenciosos.
– Ven, Alejandro -le invitó el emperador-, reúnete con nosotros. Te he reservado un asiento junto a nuestra querida hermana Teadora.
Juan hizo encantado las presentaciones y dejó que ellos mismos acabasen de conocerse. Ella guardó silencio y Alejandro le dijo en voz baja:
– ¿No os alegráis de verme, hermosa?
– ¿Sabe Elena quién sois… quién fuisteis?
– No, hermosa. Nadie lo sabe, ni siquiera vuestro honorable cuñado. Debo confiar en que guardéis mi secreto. ¿Lo haréis, por el amor de los viejos tiempos?
Ella esbozó una sonrisa con las comisuras de los labios.
– Nunca pensé que volvería a veros -dijo.
El rió entre dientes.
– Sin embargo, aquí estoy, apareciendo de improviso, como el malo de una comedia. Y lo que es peor, ellos sugieren un enlace entre nosotros.
Teadora se ruborizó.
– ¿Estáis seguro?
Alejandro no le dijo que había sido idea suya y que la había planteado al emperador.
– El emperador y yo hemos hablado del asunto, pero él me ha dicho que sois vos quien lo ha de decidir. -Le asió la mano debajo de la mesa; la encontró cálida y firme-. ¿Creéis que podríais ser mi esposa, hermosa?
El ritmo del corazón de Teadora se aceleró.
– No me deis prisa, mi señor Alejandro. En realidad, nada sé de vos.
– ¿Qué queréis saber? Mi padre fue Teodoro, déspota de Mesembria. Mi madre fue Sara Comneno, princesa de Trebisonda. Yo tenía dos hermanos mayores, Basilio y Constantino. Mi madre murió hace bastantes años; mi padre, casi dos, y un incendio en el palacio de Mesembria, ocurrido hace varios meses, se llevó al resto de mi familia y me dejó como involuntario gobernante. El resto ya lo sabéis, hermosa.
– Lamento sinceramente vuestras grandes pérdidas -dijo ella en tono amable.
– También yo, hermosa, pues mis hermanos eran buenos. Sin embargo, como en todas las situaciones, no hay mal que por bien no venga. Como señor de Mesembria, puedo pedir al emperador la mano de su cuñada viuda. ¡Miradme, Teadora.
Era la primera vez que él la llamaba por su nombre. Lo miró, sorprendida.
– Soy un hombre impaciente, hermosa. No podéis negar la atracción que sentimos mutuamente cuando os tuve prisioneros, a vos y a vuestro hijo, en mi ciudad. Creo que podríais aprender a amarme. Sabéis de mí más de lo que la mayoría de las mujeres saben de sus novios. Decid que os casaréis conmigo.
– Me apremiáis demasiado, mi señor. Estoy confusa. Mi marido murió recientemente y tuve que huir de las importunas atenciones del nuevo sultán. Ni siquiera sé si deseo volver a casarme.
La mano que asía la suya debajo de la mesa la soltó y acarició delicadamente un muslo. Ella se estremeció.
– Ay, hermosa, vos no habéis nacido para llevar una vida de celibato. Y no sois una mujer licenciosa para tener amantes, como vuestra hermana. Os corresponde estar casada y tener hijos a vuestro alrededor. Yo quisiera teneros y tener hijos con vos.
– Dadme un poco de tiempo, mi señor Alejandro -le suplicó ella.
Él no la apremió más durante el banquete y se volvió para hablar con el emperador. Sin embargo, la observó y vio que le servían los manjares más exquisitos y que su copa estaba siempre llena de vino dulce. A eso de la medianoche, el emperador anunció que quienes quisieran marcharse podían hacerlo, y Teadora aprovechó la oportunidad para salir del salón.
Estaba segura de que Alejandro la atraía, y él había acertado en una cosa: había nacido para casada. Tiempo atrás su madre le había prometido que, cuando muriese Orján, la devolverían a Bizancio para contraer un buen matrimonio cristiano.
Pero, como princesa de Bizancio, no podía casarse con cualquiera. No había nadie en la corte del emperador con categoría suficiente para ser su esposo. Entre las ciudades-estado que pertenecían al Imperio, no había ningún príncipe, salvo Alejandro, que no estuviese ya casado o fuese demasiado viejo o demasiado joven.
Dejando aparte las consideraciones prácticas, Alejandro era un hombre apuesto, educado y que la comprendía como mujer con una mente propia. No estaba enamorada de él, pero creía que podría llegar a estarlo. Se sentía fuertemente atraída. No sería difícil convivir con él. Por otra parte, quería tener más hijos.
Dejó distraídamente que sus mujeres la desnudasen, la lavasen con agua caliente y perfumada y le pusiesen un caftán de color de rosa. Después las despidió y se tumbó en la cama.
Si Murat la hubiese amado de veras, le habría ofrecido el matrimonio, no la vergonzosa esclavitud que había sugerido. Alejandro le ofrecía su corazón y su trono.
Sonrió para sí en la oscuridad. Alejandro era un hombre muy terco y ella no creía que aceptase una negativa. Se le escapó una risita divertida. Un Murat resuelto a su derecha y un Alejandro igualmente resuelto a su izquierda. La verdad era que no tenía más alternativa que aceptar a uno de los dos.
No le sorprendió ver aparecer de pronto una sombra en el balcón, detrás de las finas e hinchadas cortinas de seda. Había pensado que Alejandro podía venir para defender su causa por la fuerza. Había veces en que incluso los hombres más ilustrados se valían del sexo para persuadir. Ella sabía que le decepcionaría saber que había tomado ya una decisión en su favor, empleando la lógica para ello.
Alejandro entró en la habitación y se acercó rápidamente a la cama.
– ¿Estás durmiendo, hermosa?
– No, Alejandro. Estoy pensando.
– ¿En lo que hemos hablado esta noche?
– Sí.
Él se sentó en la cama, sin esperar la invitación de Teadora. -Hace mucho tiempo que no te he besado -dijo, y la abrazó y besó delicadamente.
La soltó y ella dijo, con dulzura:
– ¿Es así como quieres hacerme el amor, Alejandro? Recuerdo mi primera noche en Focea; fuiste mucho más elocuente, aunque hacía mucho menos tiempo que nos conocíamos. Ven, mi señor, no soy un juguete que se rompa fácilmente. Si tu amor es tan apacible, tal vez no debería casarme contigo. No soy lasciva, pero incluso mi viejo marido era un amante más vigoroso.
Una risa profunda y divertida resonó en la oscuridad.
– Así pues, hermosa, ¿no quieres que te ponga sobre un pedestal y te adore como a una diosa de la antigüedad?
– No, mi señor, pues soy una mujer de carne y hueso.
Oyó que él se movía de un lado a otro y pronto se encendió una de las lámparas junto a la cama, y después otra y otra más.
– Quiero verte cuando te haga el amor -dijo él, incorporándola en la cama.
Desabrochó rápidamente los botones de perlas del caftán, que resbaló sobre los hombros de ella y cayó al suelo. Sus propias vestiduras siguieron inmediatamente a las de Teadora, sobre la blanda alfombra. Tumbándose de espaldas en la cama, sostuvo a Teadora encima de él, frotándole los senos con la cara. Después la reclinó lentamente, asiéndola entre los vigorosos brazos. Ella suspiró profundamente. Él invirtió hábilmente sus posiciones y Teadora se encontró de pronto debajo de su amante. Alejandro la miró y ella se ruborizó bajo su inspección.