– ¿Sois médico? -preguntó.
En Bizancio no era raro que hubiese mujeres médicos. -Sí, capitán.
– ¿Querríais echarle una mirada a uno de mis hombres? Hoy se ha caído y creo que se ha roto una muñeca.
– Desde luego, capitán -respondió amablemente Zoé, con más seguridad de la que sentía-. Pero, ¿podría hacerlo a mi regreso? El caso de su hombre no es desesperado, y la mujer a quien vamos a atender es la joven esposa de un viejo mercader que no tiene hijos. Siempre ha sido muy generoso con santa Bárbara, y su ansiedad es grande.
Teadora escuchaba con verdadero asombro. La voz de Zoé era tranquila, y su excusa, plausible. En aquel momento, el respeto de Teadora por su madre se centuplicó.
– Sufre fuertes dolores, hermana -objetó el capitán. Zoé sacó una cajita de su hábito y tomó de ella dos pequeñas píldoras doradas.
– Haga que su hombre tome esto -dijo-. Le calmará el dolor y dormirá hasta que yo regrese.
– Gracias, buena hermana. ¡Soldado Basilio! Acompañe a la doctora y a sus monjas hasta el portalón del foso. Saludó correctamente y les deseó buen viaje. Ellas siguieron en silencio al soldado por varios tramos de escalera y un largo corredor de piedra, de paredes mojadas y cubiertas de moho verde. Aquel túnel estaba húmedo y muy frío. El pasillo estaba iluminado a intervalos con antorchas en soportes de hierro herrumbroso.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Zoé a su guía. -Debajo de las murallas, señora -respondió aquél-. Las dejaré en una pequeña poterna al otro lado del foso. -¿Pasaremos por debajo del foso? -Sí, hermana -sonrió el soldado-. Sólo medio metro de tierra y unas pocas baldosas entre nosotros y casi un mar de agua.
Al caminar detrás de su madre, Teadora sintió una oleada de pánico en el pecho, pero la dominó con valentía. A su lado, la pálida Elena respiraba a duras penas. Lo que nos faltaba, pensó Teadora: ¡que Elena se nos desmaye! Alargó una mano y pellizcó con fuerza a su hermanita mayor. Elena ahogó una exclamación y le lanzó una mirada envenenada, pero el color empezó a volver a sus mejillas.
Delante de ellas había una pequeña puerta en la pared. El soldado se detuvo, volvió a encender la linterna de Zoé, introdujo una llave muy grande en la cerradura y le dio la vuelta lentamente. La puerta se abrió sin ruido y el viento penetró en el túnel, sacudiendo los hábitos. La linterna vaciló.
– Buena suerte, hermanas -deseó el soldado, mientras ellas se adentraban en la noche.
La puerta se cerró rápidamente a sus espaldas. Guardaron silencio durante un momento; después, Zoé levantó la linterna y dijo:
– Aquí está el camino. Vuestro padre dijo que lo siguiéramos hasta que encontrásemos a sus hombres. Vamos, hijas mías, no pueden estar lejos.
Habían andado unos minutos cuando Teadora suplicó: -Espera un momento, madre. Quisiera echar una última mirada a la ciudad. -Su joven voz tembló-. Tal vez no volveré a verla. -Se volvió, pero sólo distinguió las grandes murallas y las torres, que se recortaban oscuras sobre un cielo casi impenetrable. Suspiró decepcionada y dijo tristemente-: Sigamos adelante.
Ahora la lluvia era más intensa, sacudida por el viento. Caminaron mucho rato. La pesada ropa se hizo todavía más pesada con la lluvia, y llevaban los zapatos empapados. Cada paso era un tormento. De pronto oscilaron unas luces delante de ellas. En seguida las rodearon unos soldados y vieron la cara amiga de León.
– ¡Majestad! ¡Loado sea Dios, ya que al fin estáis a salvo con nosotros, y las princesas también! No estábamos seguros de que pudieseis venir esta noche, a causa del tiempo.
– El tiempo ha sido un don de Dios, León. No había nadie en las calles que pudiese observar nuestro paso. Sólo hemos visto tres personas desde que salimos del convento. Todas ellas soldados.
– ¿No habéis tenido obstáculos, majestad? -Ninguno, León. Pero estoy ansiosa de ver a mi marido. ¿Dónde está?
– Esperando en el campamento principal, a pocos kilómetros de aquí. Si Vuestra Majestad me lo permite, os ayudaré a subir al carro. Lamento que sea un tosco medio de transporte, pero siempre es mejor que ir andando.
Los días siguientes fueron confusos para Teadora. Habían llegado sanas y salvas al campamento de su padre, donde les esperaba un baño caliente y ropa seca. Ella durmió unas pocas horas y la despertaron para emprender el viaje a Selimbria, donde su padre había instaurado la capital temporal. Fueron dos largos días en carro, por caminos enfangados y bajo lluvias torrenciales.
Habían transcurrido casi seis años desde que ella y su padre se habían visto por última vez. Juan Cantacuceno abrazó a su hija y la echó atrás para poder mirarla a placer. Satisfecho con lo que veía, sonrió y dijo:
– Orján Gazi estará contento contigo, Tea. Te estás convirtiendo en una auténtica beldad, hija mía. ¿Has tenido ya tu primera sangre?
– No, padre -respondió tranquilamente ella, y que sea por muchos años, pensó.
– Lástima -replicó el emperador-. Tal vez debería enviarle a tu hermana en vez de a ti. A los turcos les gustan las rubias, y ella es ya una mujer.
¡Sí, sí!, pensó Teadora. ¡Envía a Elena!
– No, Juan -intervino Zoé Cantacuceno, levantando la mirada de su bordado-. Tea cumplirá gustosa su deber para con nuestra familia. ¿Verdad que sí, mi amor?
– Sí, madre -murmuró Teadora.
Zoé sonrió.
– El joven Paleólogo tiene diecisiete años, un joven en condiciones de acostarse con su esposa. Elena tiene catorce y puede recibir un marido. Deja las cosas como están, mi señor.
– Tienes razón, amor mío -dijo Juan, asintiendo con la cabeza.
Y varios días más tarde, se celebró la boda de Teadora. El novio no estuvo presente, sino que fue representado por un apoderado cristiano. Después, la novia fue llevada al campamento militar del emperador, donde ascendió a un trono enjoyado, en un pabellón alfombrado que el sultán envió para la ocasión. El trono estaba rodeado de cortinas de seda roja, azul, verde, plata, púrpura y oro. Abajo, soldados cristianos y musulmanes presentaban orgullosamente armas. Solamente Juan, como emperador, montaba a caballo. A una señal suya, se descorrieron las cortinas del pabellón y apareció la novia, rodeada de eunucos arrodillados y de antorchas nupciales.
Flautas y trompetas proclamaron que Teadora Cantacuceno era desde aquel instante esposa del sultán Orján. Mientras, el coro entonaba alegres canciones por la felicidad de la novia y encomiando su caridad y su devoción a la Iglesia. Teadora guardaba silencio a solas con sus pensamientos. En la iglesia había estado enfurruñada, pero su madre le había advertido después que, si no parecía feliz, esto molestaría a los soldados. Por consiguiente, había adoptado una sonrisa fija.
A la mañana siguiente, cuando estaban a punto de llevársela, sufrió un ataque de llanto y su madre la consoló por última vez.
– Todas las princesas sienten esto cuando se separan por primera vez de sus familias -dijo Zoé-. Yo lo sentí. Pero tú no debes compadecerte, hija mía. Eres Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Tu cuna te coloca por encima de todas las demás, y nunca debes mostrar debilidad delante de tus inferiores.
La niña se estremeció y respiró hondo. -¿Me escribirás, madre?
– Con regularidad, querida mía. Y ahora, sécate los ojos. No querrás insultar a tu señor con tus lágrimas.
Teadora hizo lo que su madre ordenaba y la condujeron a un palanquín con cortinas de oro y púrpura. Era para conducirla a un barco que habría de llevarla junto al sultán Orján, quien la esperaba en Scutari, al otro lado del mar de Mármara. El sultán había enviado una tropa de caballería y treinta barcos para escoltar a su esposa.
Teadora parecía pequeña y vulnerable con su túnica azul pálido, a pesar de los elegantes bordados de flores de oro que adornaban los puños, el dobladillo y el cuello. Zoé estuvo a punto de llorar al ver a su hija. La pequeña parecía sofisticada y, sin embargo, sorprendentemente joven.