Ni el emperador ni su esposa la acompañaron al barco. Desde el momento en que Teadora subió al palanquín real, estuvo sola. Y seguiría estándolo durante mucho tiempo.
Un año más tarde, las puertas de Constantinopla se abrieron para Juan Cantacuceno. Varias semanas después de esto, su hija Elena se casó con el joven co-emperador Juan Paleólogo. La boda se celebró con toda la pompa propia de la Iglesia ortodoxa.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 01
El convento de Santa Catalina, en la ciudad de Bursa, era pequeño, pero rico y distinguido. No siempre lo había sido, pero la reciente prosperidad se debía a la presencia de una de las esposas del sultán. La princesa Teadora Cantacuceno vivía entre las paredes del convento.
Teadora Cantacuceno tenía ahora trece años y era sin duda alguna núbil. Pero el sultán Orján había cumplido sesenta y dos años y tenía un harén lleno de mujeres núbiles, algunas inocentes y otras con mucha experiencia. A fin de cuentas, la pequeña virgen cristiana del convento sólo había sido una necesidad política. Y allí permaneció, olvidada por su esposo otomano.
Pero si la hubiese visto, ni siquiera el fatigado Orján habría hecho caso omiso de Teadora. Había crecido mucho y tenía largos y bien formados los brazos y las piernas, torso esbelto, firmes, altos y cónicos senos, de salientes y sonrosados pezones, y hermosa cara en forma de corazón. Su piel era de un suave color crema, pues, aunque le gustaba estar al aire libre, nunca la tostaba el sol. Los oscuros cabellos de color caoba, con destellos dorados, pendían sobre la espalda hasta el principio de las caderas, suavemente onduladas. Los ojos violeta eran sorprendentemente claros y tan cándidos como habían sido siempre. La nariz era pequeña y recta, y la boca, sensual, con un gordezuelo labio inferior.
Tenía casa propia dentro del recinto del convento, compuesta de una antecámara para recibir a los visitantes (aunque no acudía ninguno), un comedor, una cocina, dos dormitorios, un baño y las dependencias de los criados. Allí vivía en aislado semi-esplendor, sin carecer de nada. Estaba bien alimentada, bien guardada y muy aburrida. Raras veces se le permitía salir del convento y cuando lo hacía debía cubrirse con un tupido velo y soportar la escolta de al menos media docena de severas monjas.
Teadora tenía trece años, y era verano, cuando su vida cambió súbitamente. Era una tarde cálida y todos los servidores dormitaban bajo el pegajoso calor. Teadora estaba sola, pues incluso las monjas dormían mientras paseaba por el desierto y amurallado jardín del convento. De pronto, una suave brisa le trajo el aroma de los melocotones que estaban madurando en uno de los huertos del convento; pero la puerta del huerto estaba cerrada. Esto molestó a Teadora, y su deseo de comer un melocotón era tan apremiante que buscó otro medio de entrar en el huerto y lo encontró.
En el sitio donde se encontraba la pared del jardín con la del huerto, en el lado de la calle de la finca del convento, había una parra grande y nudosa. Arremangándose el sencillo vestido verde de algodón, Teadora se encaramó a la parra. Después, riendo para sus adentros, caminó cuidadosamente por encima de la tapia, buscando otra parra por la que poder descender al huerto. La encontró, bajó, tomó alguna de las frutas más maduras y se las guardó en los bolsillos. Entonces, volvió a subir al muro.
Pero éste era viejo y estaba desgastado en varios puntos. Los únicos que habían paseado por la tapia durante muchos años eran los gatos de la ciudad, que frecuentemente vulneraban la intimidad de los jardines del convento. Entusiasmada con su éxito, Teadora no midió bien dónde ponía el pie y sintió que se caía. Pero, para su sorpresa, no dio en el suelo, sino que cayó, chillando, en los brazos vigorosos de un joven.
Aquellos brazos la acunaron, suavemente pero con firmeza, y parecieron no tener prisa por soltarla. Unos ojos negros como el azabache la miraron de arriba abajo y con admiración.
– ¿Eres una ladrona? ¿O simplemente una monjita traviesa? -preguntó él.
– Ni una cosa ni otra. -Le sorprendió ver que podía hablar-. Suéltame, señor, te lo suplico.
– No hasta que sepa quién eres, ojos violetas. No llevas velo, luego no puedes ser turca. ¿Quién eres?
Teadora no había estado nunca tan cerca de un hombre, a excepción de su padre. No era desagradable. El pecho de aquel hombre era duro, en cierto modo tranquilizador, y él olía a luz de sol.
– ¿Se te ha comido la lengua el gato, pequeña? -preguntó suavemente.
Ella se ruborizó y se mordió el labio, con irritación. Tenía la desagradable impresión de que él sabía lo que había estado pensando.
– Estoy estudiando en el convento -respondió-. Por favor, señor, ¿quieres ayudarme a subir de nuevo a la pared? Si ven que he salido, me reñirán.
El la dejó en el suelo, se encaramó rápidamente a la tapia, le tendió los brazos y la ayudó a subir. Después saltó ligeramente al jardín del convento y levantó los brazos.
– Salta, ojos violetas. -La asió fácilmente y la puso en pie-. Ahora no te reñirán. -Rió entre dientes-. ¿Por qué diablos tenías que subir a la pared?
Sintiéndose ahora mucho más segura, lo miró maliciosamente. Se metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó un melocotón.
– Quería comer uno de éstos -explicó sencillamente, y lo mordió. El zumo le resbaló por la barbilla-. La puerta estaba cerrada; por esto me subí a la tapia.
– ¿Consigues siempre lo que quieres?
– Sí, pero generalmente no quiero muchas cosas -respondió ella.
El se echó a reír.
– Me llamo Murat. ¿Y tú?
– Teadora.
– Demasiado formal. Te llamaré Adora, porque eres la más adorable de las criaturas.
Ella se ruborizó; después lanzó una exclamación de sorpresa, cuando él se inclinó para besarla.
– ¡Oh! ¿Cómo te atreves, señor? ¡No debes volver a hacerlo! Soy una mujer casada.
Los ojos negros centellearon.
– Sin embargo, Adora, apostaría a que éste ha sido tu primer beso. -Ella se ruborizó de nuevo y trató de volverse, pero él le asió suavemente la barbilla entre el índice y el pulgar-. Y también apostaría a que estás casada con un viejo. Ningún joven con sangre en las venas permitiría que languidecieras en un convento. Eres terriblemente hermosa.
Ella lo miró y él vio, con asombro, que, bajo la luz del sol, los ojos adquirían un color de amatista.
– Es verdad que no he visto a mi marido durante varios años, pero no debes hablarme de esta manera. Es un buen hombre. Y ahora márchate, por favor. Si te sorprendiesen aquí, podrías pasarlo mal.
Él no hizo ademán de marcharse.
– Mañana por la noche empieza la semana de luna llena. Te esperaré en el huerto.
– Desde luego, no iré.
– ¿Te doy miedo, Adora? -la incitó él.
– No.
– Entonces, demuéstralo y ven.
Alargó los brazos, la asió y la besó suavemente, con una pasión amable y controlada. Ella cedió por un brevísimo momento, y todas las cosas que ella y sus condiscípulas habían comentado acerca de los besos pasaron por su mente, y comprendió que nada sabían aquéllas de la verdad. Esto era de una dulzura increíble, un éxtasis imposible de imaginar, un fuego embriagador que le debilitaba las piernas.
Soltándole la boca, la atrajo él dulcemente hacia sí. Sus miradas se encontraron un momento, en una extraña comprensión. Entonces, súbitamente aterrorizada por su reacción, Teadora se desprendió y se alejó corriendo por el camino de grava. La siguió una risa burlona de él.
– Hasta mañana, Adora.
Refugiándose primero en su casa y después en su dormitorio, Teadora se derrumbó en la cama, temblando violentamente, olvidándose de los melocotones, que se le cayeron de los bolsillos y rebotaron en el suelo.