– No tienes derecho -le reprendió furiosamente ella, pugnando por desprenderse de sus manos-. ¡Estoy casada con tu padre! ¿Es así como cumples el Corán? ¿Qué ha sido de tu promesa de no seducirme?
El sonrió con gravedad.
– Cumpliré aquella promesa, mi inocente y pequeña doncella. Hay cien maneras de complacerte sin robarte la virginidad. ¡Empezaremos ahora las lecciones!
Pero, cuando él empezaba a inclinarse, la joven apoyó las manos contra su pecho para detenerlo.
– Tu padre…
– Mi padre -la interrumpió él, mientras le aflojaba las cintas de la bata -nunca te llamará a su lado. Cuando muera, Adora, y sea yo el sultán, convendré con el emperador de Bizancio que te conviertas en mi esposa. Mientras tanto, te enseñaré las artes del amor.
Y antes de que ella pudiese seguir protestando, encontró su boca. La muchacha no podía defenderse, tan fuerte la sujetaba él. Apenas si podía respirar, el corazón le palpitaba furiosamente y podía sentir el de Murat, debajo de las palmas de sus manos, latiendo con el mismo ritmo que el suyo. Trató de volver la cabeza, pero una mano la sujetó, introduciéndose en la perfumada y sedosa mata de pelo.
La boca de Murat era cálida y firme, pero sorprendentemente tierna. Este beso era más terriblemente maravilloso que el de la primera vez y la joven sintió, una vez más, que flaqueaba su resistencia. Al relajarse, el beso se hizo más intenso y ella se sintió cada vez más débil. Sus jóvenes senos cobraron una extraña tensión y le dolieron los pezones.
Él aflojó su presa y libró la boca de ella de su dulce cautiverio. Teadora se había quedado sin habla y yacía rendida sobre las rodillas de él. Murat le sonrió y trazó una línea suave con el dedo en su mejilla. Ella tenía la boca seca. Su pulso se aceleró. Le daba vueltas la cabeza, pero consiguió decir:
– ¿Por qué haces esto?
– Porque te quiero -dijo pausadamente él, y ella tembló al percibir la intensidad de su voz.
De nuevo se posó en la suya la boca de él, pero esta vez no le besó solamente los labios, sino también los ojos, la nariz, las mejillas, la frente y el mentón. Y estos delicados besos provocaron pequeños estremecimientos cálidos y fríos en todo su cuerpo. Ella cerró los ojos y suspiró con no disimulado placer.
Los negros ojos de él parpadearon.
– Te gusta -la acusó, riendo suavemente-. ¡Te gustan los besos!
– ¡No!
¡Oh, Señor! ¿Cómo podía actuar de esta manera? De nuevo trató de desprenderse, pero Murat encontró de nuevo su boca, y ahora ella sintió que la lengua de su compañero se deslizaba ligeramente sobre sus apretados labios. Ejerciendo una presión insistente sobre los cerrados dientes, él murmuró sobre la boca de Teadora:
– Ábrelos, Adora. No puedes negarme esto, paloma.
Ella abrió los labios y él le introdujo la lengua en la boca. La acarició hasta que ella estuvo a punto de desmayarse con la intensidad del beso. La impresión aumentó y ella empezó a temblar.
Cuando Murat apartó la boca, sostuvo a Teadora cariñosamente y la miró con los ojos entornados. Los jóvenes senos subían y bajaban rápidamente, y los pezones destacaban como pequeños capullos a través de la tenue camisa. A él le latía furiosamente el corazón, con un júbilo que jamás había experimentado antes. Ansiaba tocar aquellos pequeños bultos tentadores, pero se contuvo. Era demasiado pronto para someterla más a su propia naturaleza sensual.
No había creído que pudiese existir tanta inocencia. En su mundo, la mujer acudía al hombre perfectamente adiestrada para complacerlo. Podía ser virgen, pero había sido cuidadosamente enseñada a dar y recibir satisfacción. En cambio, aquella adorable criatura no había sido tocada por hombre o mujer alguno. ¡Sería suya! No permitiría que nadie más la poseyese. La moldearía, le enseñaría a complacerlo. Sólo él conocería su dulzura.
Ella abrió los ojos y lo miró. Su cara estaba muy pálida y sus bellos ojos eran como violetas grandes sobre la nieve.
– Muy bien, querida -dijo amablemente él-. Hemos terminado la lección por esta noche. -Entonces la zahirió-: Sin embargo, me complace que te hayan gustado mis besos.
– ¡No es cierto! -silbó ella-. ¡Te odio! ¡No tenías derecho a hacerme eso!
Él prosiguió, como si Teadora no hubiese dicho nada:
– Continuaremos mañana por la noche. Tu educación como mujer no ha hecho más que empezar.
Ella se irguió.
– ¿Mañana por la noche? ¿Estás loco? ¡No habrá mañana por la noche! ¡No volveré a verte! ¡Jamás!
– Te encontrarás conmigo aquí, en el huerto, cuando me plazca, Adora. Si no vienes, llamaré a la puerta del convento y exigiré que me dejen verte.
– ¡No te atreverías!
Pero sus ojos estaban llenos de duda.
– Me atrevería a casi todo para verte de nuevo, paloma. -Se irguió, levantándola también a ella. La envolvió delicadamente en su capa y la condujo en silencio hacia la puerta del huerto-. Hasta mañana por la noche, Adora. Sueña conmigo.
Y entonces saltó por encima de la pared y desapareció en la noche.
Ella abrió la puerta con dedos temblorosos, la cruzó, volvió a cerrarla y voló a través de los jardines hacia su propia casa. En la relativa seguridad de su dormitorio, revivió mentalmente la escena del huerto. Se dio cuenta de que, si bien la había besado a conciencia, él no la había tocado de otra manera. ¡Y ella lo deseaba! Le dolía todo el cuerpo con un afán que no comprendía. Tenía hinchados los pechos y doloridos los pezones. Sentía tenso el vientre y palpitaciones en el lugar secreto entre las piernas. Si esto era ser mujer, no estaba segura de que le gustase.
Pero el problema más grave radicaba en la amenaza del príncipe Murat de presentarse en la puerta del convento. Su rango haría que las monjas lo obedeciesen. ¿Por qué habían de negar al hijo del sultán el permiso para visitar a su madrastra? Incluso podrían creer que el propio sultán lo había enviado. Cuando se supiese la verdad, la inocente y pequeña comunidad religiosa sería castigada y denigrada. Si se negaba a ver al príncipe y decía la verdad a la madre María Josefa, Murat podría ser castigado, tal vez incluso muerto por su audacia. Teadora no creía que pudiese vivir con una muerte sobre su conciencia. Estaba atrapada. Se encontraría con él a la noche siguiente.
Sin embargo, mientras yacía en su casto lecho, recordó la voz grave de él que le decía: «Mi padre nunca te llamará a su lado. Cuando muera y sea yo el sultán, convendré con el emperador de Bizancio que te conviertas en mi esposa.» Se echó a temblar. ¿Eran siempre los hombres tan apasionados?
¿Era posible que él fuese algún día su señor? Era una idea tentadora. Desde luego, era un hombre muy atractivo, con sus ojos negros como el azabache, sus cabellos oscuros y ondulados, su cara tostada por el sol y aquellos dientes blancos resplandeciendo al sonreír descaradamente.
Se estremeció de nuevo. El mero recuerdo de sus besos le daba vértigo, ¡y esto estaba mal! ¡Muy mal! Aunque el sultán Orján nunca la llamase a su lado, ella era su esposa.
Aquella noche no pudo dormir y por la mañana estaba de mal humor. No lograba concentrarse en su libro. Enredó los hilos del bordado y lanzó la tela al suelo, enfurecida. Sus esclavas estaban asombradas, y cuando una mujer mayor la interrogo, temiendo que estuviese enferma, Adora le tiró de las orejas y después se echó a llorar. Iris, la esclava, fue lo bastante prudente para no insistir. Se sintió aliviada cuando la princesa le confesó, llorosa, que había dormido mal. Inmediatamente preparó un baño caliente para su joven señora y, cuando
Teadora se hubo bañado y recibido un masaje, Iris la metió en la cama. Después le sirvió una copa de vino con especias en la que había puesto un suave narcótico.
Cuando se despertó Teadora, los últimos rayos del sol estaban tiñendo el cielo del oeste y las montañas purpúreas de alrededor de la ciudad estaban ya coronadas con débiles estrellas de plata. Iris trajo a la princesa un pichoncito asado, de piel tostada y dorada. La bandeja contenía también lechuga tierna, un panal y una jarra de vino blanco. Teadora comió despacio, absorta en sus pensamientos.