El príncipe le había dado palabra de no atentar contra su virginidad. Y si él le había dicho la verdad, no era probable que viese nunca al sultán. En cambio, era muy posible que el príncipe Murat fuese algún día su verdadero marido.
Se fue haciendo de noche. Cuando acabó de comer, Teadora se lavó las manos en una jofaina de plata llena de agua de rosas. El dormir le había devuelto su buen humor. Despidió a sus esclavas para la noche. A diferencia de la mayoría de las mujeres de su clase, era capaz de vestirse y desnudarse sola. Desdeñaba la terrible ignorancia y la pereza de la mayoría de las mujeres de alta cuna. Se puso un caftán de seda violeta, con una hilera de botones de pequeñas perlas en la pechera. El color destacaba sus ojos de amatista, pero era lo bastante oscuro para no requerir una capa. Calzaba zapatillas de cabritilla a juego. Sus cabellos oscuros pendían sobre la espalda, sujetos solamente con una cinta de seda.
Se deslizó sin ruido hacia el huerto y se dirigió al árbol que los había encubierto la noche anterior. El no estaba allí. Pero antes de que pudiese decidir si volver a casa o esperar, las cargadas ramas se separaron con un crujido, y él se plantó a su lado.
– ¡Adora!
Deslizó un brazo alrededor de su fina cintura y la besó, y ella correspondió a su beso por primera vez. Sus labios suaves se abrieron de buen grado y su lengua fue como una pequeña llama en la boca de él. Para su satisfacción y asombro, él se estremeció, y Teadora sintió una sensación de triunfo al pensar que, siendo una virgen inexperta, podía excitar a un hombre tan sensual y experimentado. Por un brevísimo instante, fue dueña de la situación.
Pero entonces, mientras la ceñía con un brazo, él desabrochó con la otra mano los botones superiores del caftán y la deslizó para acariciar un seno. Ella jadeó y le agarró aquella mano.
Él rió en voz baja.
– Lección número dos, paloma -y le apartó la mano.
Ella estaba temblando con una mezcla de miedo y de placer, aunque al principio no pudo identificar la segunda sensación. La mano de Murat era suave, y acariciaba con ternura la carne blanda.
– ¡Por favor, oh, por favor! -murmuró ella, suplicante-. ¡Basta, te lo ruego!
Pero él frotó el sensible pezón con el pulgar y Adora casi se desmayó de placer.
Cuando las bocas se unieron de nuevo, Teadora creyó que iba a morir con su dulzura. El la miró de arriba abajo, rebosando ternura en sus ojos negros.
– Recuerda siempre, mi pequeña virgen, que yo soy el dueño.
– ¿Por qué? -consiguió decir ella, aunque con voz entrecortada-. Dios otorgó a la mujer el privilegio de traer al mundo nuevas vidas. Entonces, ¿por qué hemos de estar sometidas a los hombres?
Él se sorprendió. Adora no era la hembra suave y complaciente que había imaginado al principio, sino la más rara e intrigante de las criaturas: una mujer con mente propia. Murat no estaba seguro de aprobarlo. Pero al menos, pensó, no me aburriré con ella. ¡Y qué hijos podrá darme!
– ¿No creó Alá a la mujer en segundo término, de una costilla del hombre? -dijo rápidamente-. Primero fue el hombre. Por consiguiente tiene que ser superior, dueño de la mujer; de no haberlo querido así, habría creado a la mujer primero.
– Esta no es una consecuencia necesaria, mi señor -replico ella, sin dejarse impresionar.
– Entonces, sé mi maestra, Adora, e instrúyeme -le pidió él, divertido.
– No te atrevas a burlarte de mí -espetó, furiosa Teadora.
– No me burlo de ti, paloma, pero tampoco deseo discutir la lógica de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Deseo hacerte el amor.
Y sintió que ella temblaba de nuevo y empezó a acariciar los suaves senos.
La delicada mano desabrochó los restantes botones del caftán para desnudarla. La mano se movió hacia abajo para tocar la pequeña curva del vientre. La piel era como la seda más fina de Bursa, fresca y suave; sin embargo, los músculos estaban tensos bajo sus hábiles dedos. Esta nueva confirmación de su inocencia satisfizo su vanidad.
La mano descendió todavía más y un dedo largo y delgado la tocó más íntimamente. Entonces, por un instante, se encontraron sus miradas y él descubrió franco terror en los ojos de Teadora. Se detuvo y le acarició la mejilla.
– No me tengas miedo.
– No te tengo miedo -dijo ella, con voz temblorosa-. Sé que esto está mal, pero quiero que me toques. Sin embargo, cuando lo haces, siento temor.
– Cuéntamelo -le pidió él, amablemente.
– Siento que pierdo el dominio de mí misma. No quiero que te detengas, aunque sé que debes hacerlo. -Tragó saliva y prosiguió-: Quiero saberlo todo acerca de ser una mujer, incluso el acto definitivo del amor. Estoy casada, pero no soy tu esposa, ¡y lo que hacemos está mal!
– No -dijo enérgicamente él-. ¡No hacemos nada malo! Nunca irás a mi padre. Para él, no eres más que una necesidad política.
– Pero, cuando enviude, tampoco iré a ti. Pertenezco al Imperio de Bizancio. Cuando tu padre deje de existir, mi próximo matrimonio será concertado como lo ha sido éste.
– Me perteneces a mí -declaró roncamente él-, ahora y siempre.
Ella sabía que estaba perdida, pasara lo que pasase. Lo amaba.
– Sí -murmuró, sorprendida de sus propias palabras- ¡Sí! ¡Te pertenezco, Murat!
Y al unir furiosamente las bocas, Adora sintió que la inundaba un gozo salvaje. Ya no tenía miedo. Unas manos apasionadas la acariciaron, y su cuerpo joven buscó ansiosamente el contacto. Sólo una vez gritó ella, cuando los dedos de Murat encontraron el camino de su más dulce intimidad. Pero él acalló sus protestas con la boca y sintió los fuertes latidos de su corazón bajo los labios.
– No, paloma -murmuró afanoso-, deja que mis dedos encuentren su camino. Todo será dulce, mi amor, te lo prometo.
Sintió que ella se relajaba lentamente en sus brazos. Sonriendo, acarició la carne sensible mientras la niña gemía suavemente, moviendo las finas caderas. Sus pestañas proyectaban unas sombras oscuras sobre la blanca piel. Por fin, Murat consideró que ella ya estaba dispuesta e introdujo suavemente un dedo en su interior.
Adora jadeó, pero antes de que pudiese protestar se perdió en una oleada de dicha que la poseyó por completo. Se arqueó para recibir su mano, flotando ingrávida hasta que la tensión interior se rompió como un espejo en un arco iris de luces resplandecientes.
Por fin abrió los ojos de amatista y preguntó, con voz maravillada:
– ¿Cómo es posible tanta dulzura, mi señor? Él le sonrió.
– No es más que un anuncio de deleite, paloma. Sólo un anunció de lo que vendrá después.
CAPÍTULO 03
En Constantinopla, la noche era tan oscura como el humor del emperador Juan Cantacuceno. Su amada esposa, Zoé, había muerto en un último y fútil intento de darle otro hijo. La horrible ironía fue que había gastado sus últimas fuerzas en sacar dos hijos gemelos de su debilitado y agotado cuerpo. Desgraciados pedazos de humanidad deforme, estaban unidos por el pecho y tenían, según dijo el médico, un solo corazón. Gracias a Dios, aquellos monstruos habían nacido muertos. Por desgracia, su madre les había seguido.
Por si esta tragedia fuese poco, su hija Elena, esposa del co-emperador Juan Paleólogo, estaba conspirando con su marido para destronarlo y adquirir el dominio completo del Imperio. Mientras su madre había vivido, Elena había sido reconocida solamente como esposa del joven Paleólogo. Zoé era la emperatriz. Ahora Elena quería que la reconocieran como emperatriz.
– ¿Y si vuelvo a casarme? -preguntó su padre.
– ¿Y por qué diablos tendrías que casarte de nuevo? -replicó su hija.