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– Entonces, si aquí está habiendo actividad ocultista que implique un asesinato ritual, ¿no es probable que los responsables sean satánicos?

– Algunos grupos muy marginales pueden denominarse satánicos. Así que es posible. O puede que sea algún grupo que se denomine de otra manera. O que todo sea una puesta en escena para ocultar un simple asesinato. -Riley suspiró-. Y luego están los rumores, y las conjeturas, y la gente con intereses propios que se dedica a echar leña al fuego y que hace todo lo que puede por coger una chispa de verdad y convertirla en un incendio.

– ¿Por ejemplo?

Ella sacudió la cabeza.

– Una vez abrí la puerta y me encontré con una chica que intentaba recaudar dinero para su iglesia. Me contó el rollo de que había adoradores del diablo que ponían en peligro a nuestros hijos y que su iglesia necesitaba dinero para luchar contra el ejército del mal. Hablaba muy en serio. Fue en un pueblecito encantador en el que lo peor que vi fue lanzar huevos contra unas cuantas casas en Halloween, y esa pobre mujer estaba muerta de miedo, imaginándose que había demonios directamente salidos del infierno a punto de robarle a sus niños.

– La gente cree en las cosas más absurdas.

– Sobre todo si las autoridades les dicen que algo es real.

– Por eso precisamente -dijo Ash- sigo creyendo que lo mejor que podemos hacer es tratar todo esto como una serie de bromas macabras.

– ¿Hasta el asesinato?

– Has dicho que el asesino podría estar utilizando la parafernalia ocultista para despistarnos.

– He dicho que era posible. Y lo es. Pero hasta que sepamos quién es la víctima, no sabremos quién podía tener interés en su muerte.

– ¿Vas a decirle eso a Jake?

Riley tuvo de nuevo la vaga sensación de que había allí algo subterráneo, algún tipo de tirantez entre Ash y el sheriff, pero no pudo concretarla lo suficiente para saber si era de índole profesional o personal.

Pero había algo. Había algo, sí. Y muy fuerte, si podía percibirlo incluso con todos sus sentidos embotados.

– Imagino que Jake conoce su oficio lo suficiente como para que no haga falta que le recuerden lo básico.

Ash volvió a mirar su carta.

– Jake es un político.

– No puedo decirle cómo hacer su trabajo, Ash.

– No, supongo que no.

La tensión seguía allí. Riley la sentía.

Débilmente.

«¿Dónde está mi clarividencia cuando la necesito? ¿Dónde están todos mis sentidos?»

Seguían estando embotados, difuminados, como si viera, oyera, tocara y oliera lo que la rodeaba a través de una especie de velo vaporoso. Era extraña, daba miedo y frío, aquella sensación de estar distanciada del mundo.

De estar desconectada.

Estaba sola, eso lo sentía.

Y lo que era aún más raro, volvía a dolerle la cabeza, pero de forma extraña. No era el dolor sordo de la tensión o el cansancio, ni la rara «resaca» que le quedaba cuando se esforzaba más allá de sus límites (entonces sentía un dolor agudo, como si un tornillo de carpintero le apretara la cabeza), sino pequeños estallidos de dolor intenso cada pocos segundos, uno tras otro, en lugares aleatorios, desde encima de los ojos a la coronilla o la nuca.

Una vez tuvo una infección en una muela; era esa clase de dolor: como un nervio o nervios que palpitaran.

En el caso de su muela, el nervio se estaba muriendo.

Le daba miedo pensar siquiera en lo que podía estar pasando dentro de su cerebro.

Y allí estaba, en medio de un embrollo que no recordaba ni entendía, dolorosamente consciente de que un asesino o asesinos que andaban sueltos sabían, casi con toda seguridad, mucho más que ella sobre lo que estaba pasando.

A pesar de su independencia, a pesar de que sabía valerse por sí misma, nunca se había sentido tan insegura. Le gustaba fingir, representar un papel (era uno de sus talentos), pero aquello… Aquello era un juego de la gallina ciega muy, muy peligroso, y quien llevaba la venda en los ojos (ella) tenía además algodón en los oídos y una pinza en la nariz.

Con excepción de Gordon, no sabía en quién confiar, y él apenas podía ofrecerle otra cosa que apoyo moral porque, si ella había llegado a alguna conclusión o se había formado alguna hipótesis desde su llegada, no se la había confiado.

En cuanto al otro hombre con el que tenía intimidad…

– ¿Riley? ¿Lista para pedir?

Miró por encima de la carta a aquel extraño de ojos claros cuya cama por lo visto compartía y procuró ignorar el frío nudo que sintió en la boca del estómago al decir con calma:

– Sí, estoy lista.

Era la segunda vez que decía aquello en las últimas dos horas. Confiaba en que fuera cierto.

Tres años antes

– ¿Te das cuenta de lo que supondrá esto? -preguntó Bishop.

– Tú eres telépata -dijo Riley, un tanto divertida-. Ya sabes que soy consciente de lo que supondrá.

– Hablo en serio, Riley.

– ¿Es que alguna vez hablas en broma? -Vio súbitamente, en un destello, una cara asombrosamente bella y unos ojos de un azul eléctrico, comprendió al instante quién era aquella mujer y lo que significaba para Bishop y de pronto su pregunta dejó de hacerle gracia.

– Es igual -dijo él-. Todos tenemos nuestros fantasmas. Y no hay muchos secretos entre un telépata y una clarividente.

– Debes de estar convencido de que podemos hacer algún bien -dijo ella lentamente-. Para…, exponerte por propia voluntad a tantos de nosotros.

– No lo pensé mucho -dijo él, muy serio.

Riley tuvo que reírse, pero sacudió la cabeza y volvió a llevar la conversación a su curso original.

– Entiendo lo que me estás pidiendo. Sé que podría llevar meses. Que seguramente los llevará.

– Y tendrás que trabajar sola, al menos en apariencia.

– Bueno, si estás en lo cierto sobre cómo elige ese asesino a sus víctimas y en que cambia de ciudad al primer síntoma de atención policial, el único modo de seguir su rastro es trabajar sola y extraoficialmente. Suponiendo que pueda hacerlo.

– Creo que sí. Creo que eres la mejor equipada de la unidad para encontrarle. Y para atraparlo. Pero no te acerques demasiado, Riley. ¿Entendido?

– Sólo mata a hombres.

– De momento. Pero un animal acorralado puede matar a cualquiera que lo amenace. Y es listo. Muy, muy listo.

– Por eso voy a ocultarme. Y no voy a amenazarle.

– Exacto.

– Eso es lo que se me da mejor -dijo Riley.

En la actualidad

Con la pequeña parte de su cabeza no ocupada en el esfuerzo de fingir que todo era normal, Riley había luchado por dar con alguna excusa razonable para acabar, al terminar su cita con Ash, sola en su casa de la playa. Aparte de decirle la verdad (para lo cual no estaba aún preparada), parecía improbable encontrar un pretexto que funcionara sin suscitar sus sospechas o su enfado.

Sus sentidos podían estar de baja, pero aquel primer fogonazo de recuerdos, además de su intuición de mujer, le decían que Ash tenía motivos de sobra para esperar pasar la noche con ella. Y que, pese a su calma y su actitud casi indiferente durante su cita, sentía el intenso deseo de hacerlo. Aun así, hasta el momento en que entraron en la casa y él cerró la puerta, Riley creyó que podría dar con una excusa lógica y aceptable.

Iba a ofrecerle café o una copa, pero no tuvo ocasión.

Ash la levantó en brazos y la llevó al dormitorio.

Lo repentino de aquel gesto, y más aún su arrogancia, deberían haber despertado en Riley algún tipo de resistencia. Estaba casi segura de que así debía ser. Pero lo que experimentó fue una sensación abrumadora de familiaridad y una primera oleada de ardor erótico que barrió su cuerpo.

Se dio cuenta confusamente de que había algo increíblemente seductor en la certeza de que un hombre no sólo la deseaba, sino que la deseaba ya, sin paciencia para charlas superficiales o cualquier otro tipo de cortesía social. A Ash no le interesaba el café ni la conversación; le interesaba ella, y a Riley no le quedó absolutamente ninguna duda al respecto.