– No has respondido a la pregunta.
Era una posible escapatoria para ella. Quizá. Una impostura menos que tendría que mantener. Si le decía que la investigación iba a exigir toda su energía, toda su dedicación, tal vez él saliera de su vida para siempre.
Pero Riley no lo creía.
«O quizá no quieres creerlo.»
Por fin dijo:
– Nunca me había pasado, así que no lo sé. Ya lo averiguaremos, supongo.
Él se quedó mirándola fijamente un momento. Luego volvió a sonreír.
– Pediré un par de cajas más de esas barritas energéticas.
– Buena idea -contestó ella.
El vino surtió en ella su efecto habitual, y cuando se metió en la cama, unos minutos después, estaba bostezando.
– Debería haber comprobado las puertas, seguramente -murmuró.
– Ya lo he hecho yo. Están todas bien cerradas. -Ash se acostó junto a ella, pero antes de apagar la lámpara de la mesilla de noche metió la mano en el cajón de arriba-. Ten. Sé que no vas a descansar hasta que esto esté debajo de la almohada.
Riley parpadeó al ver la pistola que él sujetaba tranquilamente por el cañón. Luego se la quitó. Comprobó automáticamente que el seguro estaba puesto y la deslizó bajo su almohada.
Siempre se quedaba dormida del lado derecho, una costumbre que le hizo darle la espalda al tumbarse. Estaba claro que él estaba acostumbrado a aquella rutina, porque apagó la lámpara y se acomodó tras ella sin decir nada.
Muy cerca de su espalda.
Le besó la nuca, justo debajo de la quemadura, y dijo:
– Intenta no despertarte al amanecer, ¿de acuerdo? Creo que lo necesitas.
– Mmmm. Buenas noches -respondió ella con un murmullo.
– Buenas noches, Riley.
Su cuerpo se relajó porque ella se lo ordenó. Su respiración era lenta y uniforme. Sus ojos se cerraron.
Nunca había estado más despierta.
Aquella idea había tardado en llegar, pero arraigó enseguida en su mente supuestamente aletargada y comenzó a crecer, convirtiéndose en una espantosa posibilidad.
Siempre dormía con el arma bajo la almohada. Siempre. Desde que, diez años atrás, tuvo una mala experiencia con un ladrón que entró en su casa de noche. Pero muy poca gente lo sabía.
La tarde anterior se había despertado completamente vestida, excepto por los zapatos, y con el arma bajo la almohada, como siempre.
Sólo había dos itinerarios posibles para llegar a aquel destino, al menos que ella viera. Los dos empezaban con su salida de la casa tras decirle a Ash que quería estar sola, indudablemente armada, porque no podía ser de otra manera. Había ido a hacer lo que fuera, y entre tanto alguien con una pistola eléctrica la había sorprendido o tendido una emboscada. Después de eso…
O bien, tras pasar Dios sabía cuánto tiempo desvanecida, había logrado volver sola a casa y meterse en la cama, demasiado aturdida para quitarse la ropa manchada de sangre, pero sí los zapatos y acordarse de dónde solía poner la pistola, o…
O su agresor la había llevado a casa. Le había quitado los zapatos. Y había puesto su pistola debajo de la almohada, porque sabía que ella esperaría encontrarla allí cuando se despertara.
Mierda.
Si así era, el abanico de sospechosos se volvía de repente muy, muy pequeño.
Ash sabía dónde guardaba el arma de noche. Y también Gordon. Le habría sorprendido que lo supiera alguien más. Pero tal vez lo sabía alguna otra persona. Qué demonios: quizá lo sabía todo el mundo.
«Oh, Dios, ¿de qué más no me acuerdo?»
Su coche estaba allí, las llaves en el bolso. ¿Había ido conduciendo al lugar que había visitado la noche anterior? ¿Podía haber vuelto a casa en coche, sufriendo los efectos de una electrocución, o casi? No había rastros de sangre en el coche, pero… Había casi cinco kilómetros hasta el puente, suponiendo que hubiera ido al continente. No habría ido a pie, ¿no?
«Estoy dando por sentado que lo que pasó, sea lo que sea, no pasó aquí, en la isla. ¿Por qué?»
Porque el altar (si era eso para lo que se había usado) estaba en la parte continental. Porque allí se había descubierto el cadáver de un hombre torturado y asesinado. Y porque le resultaba casi imposible creer que en aquella comunidad tan pequeña hubieran tenido lugar dos hechos violentos y totalmente separados entre sí en una misma noche.
Lógico. Razonable. Probablemente cierto.
Probablemente.
– ¿Riley?
«Mierda. Ya ni siquiera puedo fingir.»
– ¿Hmmm?
– ¿Por qué estás todavía despierta? -Él le frotó la nuca con la nariz-. Creía que ibas a apagarte como una bombilla.
– Sólo estoy pensando, supongo.
– ¿En qué? ¿En el asesinato?
– Sí. -No era mentira. Exactamente-. Gajes del oficio.
Sin darle la vuelta para que le mirara, Ash la abrazó.
– ¿Puedo convencerte de que dejes de darle vueltas hasta mañana o es otra cosa a la que tengo que ir acostumbrándome?
¿Qué podía decirle? ¿Cuánto podía contarle?
¿Hasta qué punto podía confiar en él?
Riley cobró conciencia de una desesperación que le resultaba desconocida, y la sensación no le gustó. Sobre todo porque le hizo balbucir:
– Estoy distinta. Cuando hay un caso.
– Entonces no es sólo que gastes más energías -dijo él pasado un momento.
– No. También es eso, pero… Vivo mucho este trabajo. Me obsesiono. -Intentó introducir en su tono de voz un encogimiento de hombros-. Mi jefe dice que en parte por eso soy una buena investigadora. Otras personas me han comentado que soy distante o que cuesta conectar conmigo cuando estoy trabajando en un caso.
– ¿Quien avisa no es traidor?
– Tienes derecho a saberlo.
Él la apretó con más fuerza.
– Riley, entiendo a lo que nos empuja nuestro trabajo. Tú sabes hasta dónde me llevó el mío. De vuelta al pueblo de mi infancia, donde ser fiscal de distrito casi no es un trabajo de jornada completa. No puedes permitir que tu trabajo te consuma.
Ella deseó con todas sus fuerzas recordar la historia de Ash. Tenía la sensación de que era una pieza fundamental del rompecabezas en el que estaba metida. Pero sólo pudo decir:
– Ha muerto una persona, Ash. ¿No crees que es lógico que me preocupe? ¿No debería preocuparte también a ti?
– Sólo digo que, si no descansas un poco, no le harás ningún bien a la investigación, ni a ti misma.
– Tienes razón, claro.
Él volvió a apretarla, y había algo indeciblemente apaciguador en su voz cuando murmuró:
– Ya te obsesionarás mañana. Anda, duérmete, Riley.
No había respondido a sus preguntas, y eso la molestaba más de lo que quería reconocer ante sí misma. Al mismo tiempo, su cuerpo empezaba a relajarse junto al de él, esta vez de verdad, y de nuevo tenía sueño.
Era agotamiento, casi con toda seguridad. Tenía que reponer fuerzas. Pero era también algo más, y mientras sus pensamientos fragmentarios empezaban a aposentarse, una última idea insidiosa la acompañó al sueño.
A pesar de todo, a pesar incluso de sus dudas, allí, en brazos de aquel hombre, se sentía a salvo.
Y para una mujer que había aprendido hacía mucho tiempo que la seguridad era, en el mejor de los casos, una ilusión, eso era aterrador.
– Sí -dijo Gordon en tono extrañamente sombrío-, yo diría que es de una Taser. Y de una trucada, además.
Riley se alisó el pelo corto sobre las quemaduras y se volvió para mirarle.
– Estaba casi segura. Sólo quería una segunda opinión.
– ¿Se lo has dicho a Bishop?
– Todavía no.
– Dios mío, Riley.
– Lo sé, lo sé. Pero sé también lo que va a decirme, y no quiero que me haga volver. No puedo cortar y marcharme, Gordon. Todavía no. Mira, si la persona que me atacó hubiera querido matarme, a estas horas estaría muerta.