– Sobre todo siendo tú tan poca cosa.
– Sí, sé que no parezco muy amenazadora. Pero con una pistola la gente suele pensárselo dos veces. Y, como he perdido mi otra ventaja, lo necesito.
Gordon frunció los labios.
– Será un placer contar por ahí que eres de temer en una pelea a puñetazos. Y no sería mentira.
– No te molestes. -Riley se encogió de hombros-. Pero, si sale el tema, ¿por qué no? Sea quien sea ese tipo, quiero que se convenza de que no le será tan fácil sorprenderme por segunda vez. -Levantó una mano al ver que Gordon se disponía a decir algo-. Lo que significa también que no volveré a salir sola de noche.
– Llámame -dijo él-. Fui yo quien te metió en todo esto, así que más te vale llamarme la próxima vez.
– Créeme si te digo que no me apetece probar otra vez la pistola eléctrica de ese cabrón -dijo ella con cierto pesar-. Si tengo que ir a investigar algo de noche, te llamaré.
– A la hora que sea.
– Lo sé. Gracias. -Riley dio un paso hacia la pasarela que la conduciría a la calle lateral de la casa de Gordon; luego se detuvo y le miró con el ceño fruncido-. ¿Gordon? ¿Qué está pasando en Charleston?
Él pareció desconcertado un momento; luego dijo:
– Ah, ¿te refieres a los asesinatos?
– Si es eso lo que está pasando. ¿Asesinatos?
– Sí. Por lo visto tienen un asesino en serie. Uno malo de verdad. Deja a las víctimas hechas pedazos. Parece que lleva actuando algún tiempo, pero la policía no ató cabos hasta hace una semana, al menos según cuentan los periódicos de Charleston. El muy cabrón va a por los turistas, sólo a por hombres, y se ha armado mucho revuelo.
– Ya me imagino. -Riley sintió de pronto frío bajo el ardiente sol de julio. No puede ser. «No es el mismo modus operandi. Y debe de haber un centenar de asesinos en serie actuando ahora mismo en este país…»
Gordon se inclinó para echar un vistazo a un cubo de cebo y añadió:
– Los periódicos le llaman el Coleccionista. Por lo visto deja una moneda nuevecita en cada cuerpo. Bueno, en los cuerpos no. Dentro de los cuerpos, cuando acaba de descuartizarlos. Supongo que también podrían llamarle el Asesino de la Máquina Tragaperras, pero… ¿Riley? ¿Estás bien?
Riley se preguntó si el sol se había ocultado tras una nube y si por eso tenía tanto frío. Si por eso todo parecía de pronto tan oscuro. Y si era el motivo de que apenas notara la manaza de Gordon sobre el brazo. Sabía, sin embargo, que el cielo estaba despejado y que el sol calentaba con fuerza. Que era un día de verano normal.
Normal. Ahí estaba: ésa era la mentira.
«Porque no es normal. Nada es normal, no si ha vuelto a cazar. Un fantasma no puede cazar, y eso es lo que se supone que es. Está muerto. Yo lo maté.»
Dos años y medio antes
Hacía una noche inesperadamente fresca en Nueva Orleans, y Riley lo prefería. Le gustaba el calor cuando estaba en la playa o en la piscina, pero por lo demás no mucho. Y menos aún de noche, y una noche como aquélla, en la que quizá tuviera que moverse deprisa.
Bastante malo era ya tener que aguantar el caos nocturno del barrio francés, que asaltaba sus sentidos y la distraía, como para tener que soportar también que la ropa se le pegara al cuerpo. Lo poco que llevaba puesto.
– Eh, cariño, ¿y si nos vamos tú y yo por ahí?
– No estoy de servicio -contestó ella.
Él parpadeó, sorprendido, y se puso a juguetear nerviosamente con una sarta de abalorios del Mardi Gras en forma de cabezas de alienígenas que añadía un agradable toque hortera a sus pantalones cortos de colores y su camisa floreada.
– Venga, no seas así, cariño. Puedo pagar una habitación.
– Seguro que sí, campeón, pero no me interesa. -Hablaba con aire aburrido y movía constantemente la mirada. Lo último que necesitaba esa noche era que la detuvieran por prostitución. Llevaba toda la noche atenta por si veía a algún policía patrullando las calles a pie.
Aquello dificultaba más aún el trabajo que tenía que hacer, y por enésima vez lamentó llevar tan poca ropa: así se mezclaba con la alegre multitud, pero también se convertía en blanco de miradas no deseadas.
«Él no se fijará en mí, pero todos los tíos heterosexuales entre quince y sesenta y cinco años sí se han fijado. Podría haber ganado una fortuna. Seguramente debería haber elegido un atuendo más parecido al de una turista y menos al de una puta.»
Y no porque hubiera mucha diferencia entre esos dos polos aparentemente opuestos, teniendo en cuenta lo escueta que era la moda de verano hoy en día. Además, quería parecer de la ciudad y no una turista, y estaba claro que había conseguido su propósito.
Dándose cuenta de que el aspirante a cliente seguía allí parado, imprimió un filo cortante a su voz.
– Mira, es mi noche libre, ¿vale? Búscate otro juguete.
Él vaciló, la miró de arriba abajo, visiblemente decepcionado, y luego suspiró y siguió su camino.
Riley pensó que, evidentemente, parecía demasiado accesible allí parada, así que se puso a pasear despacio por la acera, dejándose llevar por el movimiento de la multitud.
Tenía que ser Nueva Orleans. Estaba segura. Había seguido al asesino de Memphis a Little Rock, durante meses, siempre un paso por detrás de él, examinando los cuerpos descuartizados que dejaba para que los encontrara la policía, intentando colarse en su mente lo suficiente como para adivinar dónde volvería a atacar.
Luego, en Little Rock, mientras observaba el sangriento escenario de su último asesinato, algo dentro de ella había susurrado: «Birmingham». Había dudado, interrogando a su intuición, a su clarividencia, a lo que fuera que intentaba guiarla.
Pero había dado en el clavo: la siguiente víctima había muerto en Birmingham. Y Riley había llegado justo a tiempo de contemplar otro escenario para una carnicería.
Para entonces, su ira por llegar de nuevo demasiado tarde para ayudar a la víctima estaba a punto de bloquearla. Pero a pesar de aquella furia había oído el susurro. «Nueva Orleans.»
«Estaré en Nueva Orleans, pequeña. Quedamos allí.»
No se lo había dicho a Bishop al informarle. De todos modos seguramente habían sido imaginaciones suyas, o de eso se había convencido. Porque ella no era telépata y no podía haber oído mentalmente la voz del asesino. Así que lo único que le dijo a su jefe fue que estaba segura de que Nueva Orleans sería su nuevo coto de caza.
Y allí estaba. Un mes después.
Y de momento, nada.
Era casi imposible aburrirse en Nueva Orleans, pero Riley sabía que se le estaba agotando la paciencia. Aquel asesino había actuado al menos nueve veces (Bishop creía que había seguramente víctimas anteriores que no habían encontrado o a las que no habían sabido relacionar con el caso, y en esas cosas solía tener razón), y lo único de lo que Riley estaba segura después de meses de esfuerzo exhaustivo era de que su objetivo era un agente comercial o un viajante de algún tipo.
– Tiene sentido -le había dicho Bishop-. Conoce las ciudades y los pueblos que visita. Así que sabe dónde cazar. Todos los garitos y locales. Seguramente no tarda más que un par de noches en reconocer a los clientes habituales.
– Y en elegir a su víctima, sí. Pero ¿por qué padres de familia, tipos que se paran a tomar una cerveza o dos cuando vuelven a casa del trabajo? ¿Por celos? ¿Porque tienen lo que él no tiene?
– Tal vez. Celos. Resentimiento. Envidia. O simple rabia. Porque es injusto. Porque ellos son normales y él no.