– ¿Crees que lo sabe? ¿Qué sabe que no es normal?
– Una parte de él lo sabe. -Bishop titubeó; luego añadió sombríamente-: Espero que sea ésa la parte con la que estás conectando, Riley. Porque la otra es más negra que el infierno, es pura maldad, y no conviene que te veas atrapada en ella.
– Yo no soy telépata.
– No, eres una clarividente ultrasensible y te has obsesionado con ese tipo. Lo que significa que estás dejando que su obra se introduzca en tu mente, en tus emociones, en los poros de tu piel. Es peligroso. Te lo advertí: no te acerques demasiado.
– Tú sabías que me acercaría -respondió ella, y no era un reproche-. Cuando empezó todo esto. Cuando me reclutaste.
– Sí. Lo sabía.
Riley oyó o percibió lo que podía ser un toque de pesar en su voz y dijo:
– No pasa nada. Yo también lo sabía.
– Ojalá eso ayudara -dijo Bishop-. Ten cuidado, Riley. Ten mucho, mucho cuidado.
Tres semanas después de esa conversación telefónica, Riley estaba tensa, nerviosa, y empezaba a familiarizarse en exceso con su entorno. Las noches en la calle Bourbon eran ruidosas y coloridas, y tenían un sabor peculiar que ninguna otra ciudad del planeta podía imitar.
La gente llenaba las calles, algunos se tambaleaban o avanzaban a trompicones, y sus carcajadas estridentes crispaban los nervios de Riley. El aroma especiado de la cocina cajún se mezclaba mal con el de los edificios viejos y enmohecidos, con el olor a humo de tabaco y gente. De vez en cuando cambiaba la brisa y el olor a lodo del río se añadía al conjunto.
En medio de la calle se había abierto hueco para que un malabarista de labia experta y bulliciosa entretuviera al gentío. La música que salía de los locales y los bares de alterne que flanqueaban la calle chocaba con el lamento de un cantante folk, la funda de cuya guitarra descansaba abierta sobre la acera, delante de él, para recoger contribuciones.
Y bajo las luces brillantes de la calle, la indumentaria de la multitud cubría toda la gama, desde unos pocos disfraces chillones, vestigio del Mardi Gras, a trajes de vestir de hombre y mujer. En medio había de todo: desde vaqueros y camisetas a las minifaldas, los pantalones cortos y las camisetas cortas que llevaban las adolescentes…, y las prostitutas.
Riley intentaba olvidarse de todo aquello, intentaba concentrar su mente sólo en su presa.
«Estás aquí, cabrón. La policía no lo sabe aún, no sabe que hay un cazador rondando por sus calles. Esta gente no lo sabe. Pero yo sí. Te siento, como un picor en la nuca. Te huelo, como el olor agrio de la colonia barata y el sudor rancio».
«Y la necesidad. Hueles a necesidad. Necesitas matar esta noche, ¿verdad? Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez. ¿Por qué has esperado tanto? Nunca habías esperado tanto. Tres semanas, máximo, nunca un mes entero. ¿Por qué has esperado un mes esta vez?»
«¿Es por mí? ¿Me conoces?»
«¿Me sientes como te siento yo a ti?»
Un extraño aturdimiento se apoderó de Riley. Tropezó. Miró parpadeando el mar de gente que pasaba y logró alejarse de su fluir lo justo para apoyar la mano en un edificio.
Se dio cuenta de que tenía arcadas, de que notaba en la boca un espantoso sabor metálico. Se llevó la mano libre a los labios y al mirarla vio sangre.
Se palpó la boca con la lengua, pero no encontró ninguna herida, ni motivo para que hubiera sangre. No sentía dolor. Así que ¿por qué…?
De pronto el olor de la sangre saturó sus fosas nasales y por un instante estuvo segura de que tenía las manos resbaladizas por aquella cosa viscosa, de que sólo sostenía con firmeza el cuchillo porque él sabía lo que hacía…
«Oh, Dios. Es él.»
Se dio cuenta de que se movía únicamente cuando pasó junto a los coches de policía que cada noche bloqueaban el final de la calle Bourbon. No se detuvo, ni siquiera vaciló. Al hacerse más fuertes el olor y el sabor de la sangre, apretó el paso hasta que por fin echó a correr, alejándose del gentío hacia algo que no quería encontrar.
En algún momento sacó el arma de la funda que llevaba al hombro. Apenas fue consciente de ello. Sólo pensaba en correr más y más deprisa. Cuando por fin lo encontró, le ardían los pulmones y sentía un dolor agudo en el costado.
Cuando por fin encontró lo que quedaba de él.
Estaba en una zona en construcción parcialmente despejada para alzar un nuevo edificio, pero en la que todavía no había nada, salvo enormes excavadoras que se elevaban, inmóviles y silenciosas a su alrededor. Estoicos e inhumanos testigos de las atrocidades cometidas allí.
Había una farola lo bastante cerca como para que viera lo que había dejado esta vez. Los restos de un cuerpo humano, desnudo y ensangrentado. Pero sólo parte de él.
No había nada del ombligo para abajo, excepto el amasijo pavoroso de las vísceras cortadas.
Demasiado tarde. Había llegado demasiado tarde. Otra vez. Y sentía aún el sabor de la sangre en la boca.
«Has fallado otra vez, ¿no? Pero no te preocupes, pequeña. Tendrás otra oportunidad. Nos veremos en Mobile.»
Habría jurado que oía el eco de una risa burlona, pero no empujado por la leve brisa que soplaba a su alrededor, sino dentro de su cabeza.
Y sabía que no era su imaginación.
En la actualidad
– No sabemos si es él. No estamos seguros -dijo Bishop.
Sentada en su coche, en el departamento del sheriff, con el teléfono móvil pegado a la oreja, Riley luchaba por mantener una voz calmada y firme.
– Está dejando monedas, ¿no? Monedas recién acuñadas en el interior de las víctimas.
– Eso no debería haberse filtrado a la prensa.
– Antes no se filtró, los dos lo sabemos. Lo que significa que el asesino no es un imitador.
La voz de Bishop contenía toda la calma que a Riley le faltaba, y más aún.
– Lo que sabemos es que en las investigaciones anteriores trabajaron cientos de personas durante mucho tiempo, así que no podemos estar seguros de que no se filtrara información, aunque no llegara a los periódicos.
– Está muerto, Bishop. Yo lo maté.
– Te creo.
Riley cobró conciencia de que se estaba frotando las quemaduras del cuello con la mano libre y se obligó a parar.
– Uno de nosotros tiene que echar un vistazo a lo que tengan. Asegurarse. Puedo…
Bishop no la dejó acabar.
– No nos han invitado, Riley. Y dado que nuestra investigación previa está oficialmente cerrada y nuestro asesino oficialmente desaparecido, lo que está pasando en Charleston se considera un caso completamente distinto, casi con toda probabilidad un imitador.
– ¿Un asesino en serie en toda regla salido de la nada? Si tiene un ritual establecido es que ha matado antes.
– Sí. Por eso me he puesto en contacto con un policía de Charleston amigo mío. Va a pasarme copias de los informes para hacer un perfil oficioso. Pronto sabré si es alguien a quien ya conocemos.
– Quieres decir que pronto sabremos que fallé. -Tenía un regusto amargo en la boca, no muy distinto a la sangre de Nueva Orleans.
– No fallaste. Tú nunca fallas. Disparaste, diste a John Henry Price al menos tres veces en el pecho, y cayó.
– Nunca encontraron el cuerpo.
– Ese río nunca devuelve a los muertos.
Ella respiró hondo y exhaló el aire lentamente.
– Qué oportuno, ¿verdad? Que diera la casualidad de que cayera al río cuando le disparé. Que recorriera hasta el final aquel muelle y pasara de largo junto a las barcas amarradas. ¿Y si lo planeó todo, Bishop? Podría ser. Los dos sabemos que era bastante listo. ¿Y si sólo quería parar un tiempo, que le dejáramos en paz y abandonáramos su rastro, y sabía que el único modo de conseguirlo era convencernos de que estaba muerto?
– Riley…
– Tú no llegaste hasta después. No había ningún telépata, ni ningún médium que nos dijera con toda segundad si había muerto. Sólo estaba yo. Y lo único que sentía, lo único que podía sentir entonces, era terror porque se hubiera acercado tanto. Porque sabía que era él quien se había introducido en mi mente y no al revés.