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– Ocurre a veces, cuando el depredador al que perseguimos tiene algún don activo o latente.

– Y tú me lo advertiste. Lo sé.

– Han pasado casi dos años y medio -dijo Bishop con calma-. Si está vivo, habría matado.

– Puede que haya tenido más cuidado. Que haya elegido a víctimas a las que nadie echaría de menos. Que haya escondido o destruido los cuerpos al acabar con ellos. Tú mismo dijiste en su momento que exponerse así, cuando lo hizo, dejando los cuerpos para que los encontraran, se debía a que necesitaba un desafío, a que se había vuelto demasiado fácil para él. Quería que el mundo le contemplara, que viera lo listo que era. Puede que ahora el reto consista en convencer a todo el mundo de que no es el mismo asesino al que perseguimos durante tanto tiempo. Puede que por eso esté matando turistas en vez de a gente de esos sitios.

– Puede ser -dijo Bishop por fin-. Pero tenemos tiempo. Por lo visto, este asesino tiene una programación mensual, y su última víctima se descubrió hace sólo un par de días.

– ¿Ha matado a una persona al mes?

– Desde hace seis meses. La policía lo descubrió enseguida por el detalle de la moneda, pero consiguió que ese dato no trascendiera a la prensa hasta que la semana pasada se encontró a la última víctima. Una decisión política.

– No querían dañar el turismo.

– Exacto. Pero ahora se ha hecho público, y están recibiendo muchas críticas por no haber advertido a los turistas. No es el mejor ejemplo de la hospitalidad sureña, que digamos.

– No, desde luego. -Riley frunció el ceño-. Si está recibiendo críticas…

– Entonces cabe la posibilidad de que pidan ayuda más pronto que tarde. Sí. Cuento con ello. Respecto a si ya conocemos a este asesino, no sabré nada hasta que vea esos informes. Mientras tanto, ya tienes bastantes problemas dónde estás.

Tenía razón y Riley lo sabía. Intentó concentrarse, olvidarse de aquel otro asesino, pero era casi imposible. Nunca se había sentido tan vulnerable, y hasta la más leve posibilidad de que John Henry Price siguiera vivo y al acecho a menos de cien kilómetros de allí había convertido la sensación de mareo que notaba en la boca del estómago en un miedo abrasador.

Bishop se dio cuenta, a pesar de que estaba al otro lado de la conexión telefónica.

– ¿Qué más está pasando, Riley? ¿Ha empeorado la situación?

Riley no quería contárselo, pero sabía que no tenía elección, así que le informó sin rodeos. Le habló del asesinato y de los indicios que demostraban que ella misma había sido atacada posiblemente con intención de matarla.

Y antes de que él pudiera decir nada, concluyó diciendo:

– No me pidas que vuelva, Bishop.

– ¿Por qué no? -Hablaba con acritud-. Riley, no sé absolutamente nada de los efectos que puede tener una descarga eléctrica directa sobre el cerebro de una persona con facultades parapsicológicas en esas condiciones. Pero te aseguro que no hay muchas posibilidades de reparar los daños que haya causado.

– Quieres decir que puede que nunca recupere mis recuerdos. Que mis sentidos no vuelvan a la normalidad. Ninguno de ellos.

– Sí, eso es exactamente lo que quiero decir. Es más que una posibilidad, Riley. Es una probabilidad. La energía eléctrica nos afecta. Puede fortalecer nuestras habilidades, cambiarlas…, o destruirlas.

Ella tomó aire. Luego dijo:

– Razón de más para que me quede. Mira, sé que suena irracional. Pero mi instinto me dice que, si me marcho, lo que me ha pasado no tendrá vuelta atrás. Que nunca recuperaré el tiempo perdido, ni mis sentidos.

– Riley…

– Bishop, por favor. Ahora no es sólo un caso, es algo más. Alguien me atacó, quizás intentó matarme. Y es muy probable que la misma persona matara a un hombre esa misma noche. Que lo torturara y lo decapitara. Puede que estuviera cubierta de sangre suya y aún ni siquiera sé cómo se llamaba. Tengo que quedarme aquí. Tengo que trabajar en esta investigación. Y las respuestas que puedo encontrar están aquí, no en las manchas de tinta que algún doctor estudie en Quantico.

Bishop se quedó callado un momento. Luego dijo:

– Dime que no quieres quedarte para estar cerca de Charleston. Por si acaso.

– No puedo -reconoció ella-. Es parte de esto. Porque, si es Price, yo soy la única que se ha acercado a él. Cuando nos pidan ayuda, si la piden, tendrías que mandarme a mí.

– La última vez estuvo a punto de acabar contigo, Riley. Con todos tus sentidos y tus recuerdos intactos.

– Lo sé. Y no me apetece repetir la experiencia, créeme. No necesito que un experto en perfiles me diga que estará muy enfadado con quien le obligó a dejar el juego aunque haya sido temporalmente. Tan enfadado que buscará venganza y a lo grande. Ése era su temperamento, ¿no? ¿Vengativo?

– Entre otras cosas.

Riley no quería pensar en esas otras cosas.

– Así pues, los dos confiamos en que el de Charleston sea un imitador. Pero, tenga o no que afrontar una posibilidad peor, no me haré ningún bien a mí misma ni a la UCE si no consigo arreglar lo que ese cabrón de la pistola eléctrica rompió.

– Razón de más para que vuelvas a Quantico.

Riley no quería hacerlo, pero zanjó la discusión con un dato que ninguno de los dos podía contradecir, porque ambos eran policías.

– Con recuerdos o sin ellos, el domingo por la noche hice algo que me dejó cubierta de sangre. Puede que fuera la sangre de un hombre asesinado. Hasta que estemos seguros, no puedo marcharme.

Capítulo 9

J Leah Wells había querido ser policía desde los ochos años. Quizás incluso desde antes, pero sus recuerdos sólo alcanzaban hasta esa edad. Había convertido su casa de muñecas en una cárcel en la que tenía recluidas a tres muñecas, a dos osos de peluche y a un muñeco ninja que le había quitado a su hermano cuando estaba despistado.

El ninja había cometido un acto atroz: había secuestrado a la Barbie Malibú y pedido un rescate por ella. La batalla por atraparle y liberar a la rehén fue intensa.

A su madre todo aquello la desconcertaba un poco: temía con razón que aquellos juegos infantiles anunciaran una vida menos tradicional que la que ella, al menos, esperaba para su hija. En vez de pasar su época de universitaria integrada en una hermandad femenina y estudiando psicología infantil o algo por el estilo, Leah había estudiado psicología e investigación criminal y había hecho prácticas en la oficina de investigación del Estado.

Pero si a su madre la había decepcionado la elección profesional de su hija, la propia Leah había quedado un tanto desilusionada por los cuatro años que había pasado en la Policía de Columbia: allí descubrió que no le gustaba ser policía en una gran ciudad. Demasiada violencia. Demasiadas situaciones deprimentes con final trágico e infeliz.

Gordon decía que había elegido la carrera equivocada para una mujer que creía que las historias tenían que acabar con final feliz. Pero lo cierto era que Leah disfrutaba con su trabajo casi siempre. Disfrutaba ayudando a la gente. Así que, cuando Columbia se volvió demasiado deprimente, llegó a la conclusión de que un pueblo en la playa sería sin duda mucho más alegre y menos violento, y tendría además otros muchos alicientes.

Sobre todo porque era una de esas raras pelirrojas que se ponían morenas, en vez de llenarse de pecas.

Había recalado en el departamento de Policía del condado de Hazard gracias a un alfiler. Teniendo delante una lista de departamentos policiales de la costa sureste que buscaban agentes con experiencia, había cerrado los ojos y clavado un imperdible abierto en el papel.