– Deja de intentar ganar tiempo. Mira, yo sé separar las confidencias personales de mis responsabilidades profesionales.
– No estoy segura de que yo pueda -reconoció ella.
– Yo sí lo estoy. Confía en mí, Riley.
Odiaba aquella táctica, pero Riley recurrió a una excusa que tenía a mano e intentó quitar hierro al asunto.
– No es justo que me pidas nada cuando estoy muerta de hambre y no puedo pensar con claridad. No querrás ganar así, ¿no?
– Estoy dispuesto a ganar de la forma que sea -respondió Ash-. ¿Aún no te has dado cuenta?
No insistió en que le diera una respuesta en ese momento, y fue una suerte, porque Riley no tenía ninguna. Salió del coche y, al seguirle, Riley tuvo la convicción de que iba a tener que decidir si confiaba en Ash completamente y de que tendría que decidirlo sin la ayuda de los sentidos extra con los que había contado toda su vida.
Confianza ciega.
Algo de lo que no sabía si era capaz.
Capítulo 11
Riley optó por acercarse a casa de los Pearson como por casualidad, desde la playa. Tras tomar esa decisión y después de comer con Ash, regresó a su casa, cambió su bolso por una riñonera lo bastante grande para que cupiera su pistola, su documentación, un par de barritas energéticas y las llaves de la casa, buscó unas gafas de sol tras las cuales poder ocultar al menos en parte un sinfín de inseguridades y salió a dar un paseo sin propósito aparente.
En la playa, eso significaba no llevar el arma a la vista. O, al menos, eso era lo que se decía.
«Muy buen criterio: a veces llevo el arma en la cadera y a veces la escondo. Es lógico. ¿No?»
Aquellas dudas eran poco propias de ella y nada profesionales. Y daban miedo. Riley intentó olvidarlas diciéndose una vez más que las cosas acabarían por aclararse.
Con el tiempo.
Había otras personas en la playa: eran más de las dos y aquélla se consideraba una buena hora del día para los adoradores del sol. Varias personas la saludaron inclinando la cabeza y sonriendo al pasar, pero ninguna de ellas la llamó, lo cual fue un alivio, porque sus caras le eran desconocidas.
Estaba, en cualquier caso, concentrada en escudriñar las casas del paseo marítimo mientras paseaba. Nadie le había dicho dónde se encontraba exactamente la casa de los Pearson, sino sólo que estaba «playa arriba, cerca de tu casa».
Jake se había enfadado tanto con ella cuando se marchó del lugar del incendio con Ash que Riley no había querido preguntárselo. En cuanto a Ash, estaba preocupada pensando en cuándo iba a volver a pedirle que confiara en él y había olvidado preguntárselo.
«Sí, menuda policía soy.»
Pero, en lugar de volver a pedirle aquello, Ash se había puesto a hablar tranquilamente de cosas sin importancia, y Riley había llegado a la incómoda conclusión de que iba a limitarse a esperar a que ella sacara el tema.
O la conocía lo bastante bien como para saber que odiaba los ultimátums como la sensación de estar acorralada, o confiaba plenamente en que, tarde o temprano, se sinceraría con él.
Cualquiera de las dos cosas la desconcertaba.
– ¡Hola, Riley!
Se detuvo, pero no se movió de donde estaba, un poco por encima de la marca de la marea alta. Un hombre caminaba rápidamente hacia ella por la pasarela de madera que daba acceso a la playa desde una de las casas. Mientras andaba, agitaba un brazo para llamar su atención.
¿La casa de los Pearson? Riley no lo sabía. ¿Había visitado aquel lugar? No se acordaba. La casa que estaba mirando le resultaba tan poco familiar como cualquiera de las que formaban la pulcra hilera de chalés atractivamente individualizados y, sin embargo, básicamente iguales: grandes terrazas, ventanas a montones y coloridas toallas de playa tendidas a secar en las barandillas de las terrazas, agitadas por la brisa. Aquella casa en particular no tenía nada de memorable.
Pero el hombre…
«Te conozco. Tu cara está en mi mente.»
Era una de las caras de su mente, al menos. Y no era mala cara: más bien delgada, con los huesos un poco demasiado prominentes. Hacía juego con su cuerpo enjuto, ataviado con una camiseta vieja con el logotipo de un grupo de rock de los setenta y unos pantalones cortos demasiado largos y ligeramente holgados.
«Por lo menos no lleva un Speedo…»
Riley se esforzó por sacudirse aquella idea irrelevante y concentrarse en el hombre que caminaba torpemente hacia ella por entre el hondo montón de arena acumulado al pie de los peldaños de la pasarela.
Calculó que tendría unos cuarenta y cinco años. Era bastante alto, con una buena mata de pelo oscuro, sin ningún peinado en particular, y una piel muy pálida que ya empezaba a mostrar los primeros signos de quemadura.
«¿Ya? ¿Sé que lleva aquí poco tiempo o sólo lo doy por sentado por lo que me dijo Ash?»
– Protector solar -dijo despreocupadamente cuando el hombre llegó a su lado-. En la playa puedes quemarte en cuanto te descuidas. Es esa brisa tan agradable que viene del mar. -Seguía hurgando en su memoria, pero de momento no había encontrado ningún nombre para aquella cara vagamente familiar.
El hizo una mueca.
– Sí, Jenny me lo dice constantemente. Y también dice que es muy fácil hacer chistes sobre un adorador de Satán quemado por el sol.
– Es un buen argumento -dijo Riley. «¿Un adorador de Satán? Mierda. Pero si habla tan abiertamente de ello…»
– De todos modos hoy llevo protector solar. Sobre eso también pueden hacerse muchos chistes, ahora que lo pienso. Pero da igual. Riley, ¿qué es eso que hemos oído sobre el cadáver que encontraron ayer? ¿Era un sacrificio?
– Ya sabrás que no puedo comentar los detalles con personas ajenas al caso. La investigación está en marcha… -«Tu nombre, maldita sea. ¿Cuál es tu nombre? Es…»-… Steve. -«¿Tan corriente? Maldita sea, apuesto a que no es ése.»
Pero, por lo visto, lo era.
– Riley, si ese hombre fue asesinado y colgado sobre el altar dentro de un círculo de sal, los dos sabemos que se trata de un ritual.
Riley se bajó las gafas por la nariz y le miró por encima de ellas.
– No el mío -se apresuró a decir él-. O el nuestro, mejor dicho. Vamos, Riley, tú sabes que nosotros no hacemos esas cosas. No conozco a nadie que las haga. Y te aseguro que no esperábamos que hubiera una víctima humana cuando nos invitaron aquí.
«¿Cuando os invitaron?»
– Sí, respecto a eso -dijo ella, sondeándole con cautela-. Respecto a esa invitación…
– ¿Qué pasa con ella? -Steve frunció el ceño-. Te lo dije cuando hablamos el sábado por la tarde.
– Han pasado muchas cosas desde entonces -contestó ella vagamente.
Steve no pareció extrañado.
– No me digas. Supongo que el sheriff te ha pedido oficialmente que participes en la investigación, ¿no?
Riley volvió a subirse las gafas de sol por la nariz para poder ocultarse tras ellas.
– Como te decía, Steve, la investigación está en marcha.
– Ya, ya. Bueno, sólo para que lo sepas, prefiero hablar contigo a hablar con el sheriff. Él cree que somos una panda de locos. Y seguramente de locos peligrosos, además. Pero tú sabes que no es así.
«¿Lo sé?»
– Bueno, no puedes reprochárselo -contestó tranquilamente-. Habéis estado hablando con la gente. Sobre vuestras creencias.
– No tenemos nada que ocultar -insistió Steve.
– Mmm. Una cosa es no tener nada que ocultar y otra bien distinta ir por ahí diciéndole a todo el mundo que practicáis el satanismo cuando están pasando cosas raras en la zona; eso es buscarse problemas.
– Sí, eso dijiste el sábado, cuando hablamos.
Riley esperó, confiando en que su silencio le hiciera hablar. Era una técnica que le había funcionado a menudo en el pasado, y ahora volvió a funcionar.