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Hasta que estuviera preparada para concentrarse en lo que vería cuando vaciara el sobre encima de la mesa.

Copias, sí. Copias del infierno. Informes de autopsias…, y fotografías de autopsias. Instantáneas hechas en la escena del crimen. Y no sólo de un crimen, sino de media docena. Asesinatos de hombres que parecían jóvenes y ricos. Asesinatos brutales, crueles, sanguinarios y salvajes.

Sin necesidad de mirar los informes de las autopsias, Riley supo que los asesinatos habían tenido lugar en ciudades y pueblos distintos. Supo que todas las víctimas conocían a su asesino. Supo que sólo había un asesino.

Y supo también lo que pensaba hacer Bishop para atraparlo.

– Así que por eso yo -dijo para sí misma. ¿Un reto? Oh, sí, no había duda. El reto de toda una vida. Una prueba mortal de sus capacidades. De todas ellas.

Alargó el brazo lentamente y cogió el único objeto del sobre que no era una copia. Era una moneda de medio dólar. No tenía, aparentemente, nada de particular. Excepto que, al tocarla, Riley supo una cosa más.

Supo lo que ocurriría si rechazaba la invitación de Bishop.

Al final, no hubo mucho que pensar. Riley buscó la tarjeta con su número de móvil e hizo la llamada. No perdió el tiempo en cortesías cuando él contestó.

– No juega limpio -dijo.

– Yo no juego -contestó él.

– ¿Debería recordarlo para el futuro?

– Usted sabrá.

Riley cerró los dedos sobre la moneda que tenía en la mano y suspiró.

– ¿Dónde tengo que firmar?

****

En la actualidad

No tardó en vestirse. Evitó la ropa interior de encaje, se puso la que solía llevar, más sencilla y práctica (y más cómoda), y buscó unos vaqueros y una camisa de algodón de tirantes. No se molestó en secarse el pelo corto: se lo peinó con los dedos y dejó que se secara solo.

Descalza, fue a la cocina y preparó café; luego rebuscó por ahí hasta que encontró unas aspirinas. Se las tragó en seco con una mueca y descubrió luego zumo de naranja en la nevera con el que eliminar su regusto amargo.

La nevera estaba bien surtida, lo cual le hizo levantar de nuevo las cejas. Normalmente compraba la comida fuera. No era muy dada a cocinar, como no fueran huevos y tostadas, o algún que otro filete.

El ruido de sus tripas le avisó de que hacía tiempo que no comía. Fue un alivio, en realidad, porque ello ofrecía una explicación lógica a la pregunta de por qué sus sentidos estaban tan embotados: su organismo no tenía el combustible necesario para funcionar a pleno rendimiento.

Era su singularidad particular; la mayoría de los agentes de la UCE podían hacer gala al menos de una de aquellas rarezas.

Riley se preparó un gran cuenco de cereales y se lo comió apoyada contra la isla de la cocina.

Tenía en todo momento el arma a mano.

Cuando acabó de comer, el café ya estaba listo. Llevó consigo su primera taza al acercarse a las ventanas que daban al mar y a la puerta de cristal que se abría a la terraza. No salió, pero abrió las contraventanas y se quedó allí de pie, bebiendo el café mientras observaba el Atlántico grisáceo, las dunas y la playa.

No se veía mucha actividad, y la que había estaba dispersa. Unas cuantas personas tendidas sobre toallas o tumbonas de playa, empapándose de sol. Un par de niños cerca de una pareja que tomaba el sol, construyendo con arena un edificio de forma singular. Una pareja paseando por la orilla mientras las olas menudas rompían alrededor de sus tobillos.

Entre la casita de Riley y el agua, la playa estaba desierta. Allí, la gente solía respetar los límites de las playas de acceso privado, sobre todo en aquel extremo menos poblado de la pequeña isla, y si pagabas un ojo de la cara por estar en primera línea, normalmente podías disfrutar de tu pedacito de arena.

Riley regresó a la cocina en busca de su segunda taza de café. Tenía el ceño fruncido porque la cabeza seguía doliéndole a pesar de las aspirinas, la comida y la cafeína. Y porque seguía sin recordar qué había pasado, qué la había dejado cubierta de sangre seca.

– Maldita sea -masculló, reacia a hacer lo que sabía que debía hacer. Como les sucedía a casi todos los agentes de la UCE, Riley era una obsesa del control, y odiaba tener que reconocer ante los demás que una situación se le había ido de las manos. Pero innegablemente eso era lo que había sucedido.

Al menos, de momento.

Dejó su taza en la cocina y, con el arma todavía encima, buscó su móvil. Al final, lo encontró en un bolso deportivo. De un solo vistazo comprendió que el teléfono estaba muerto y bien muerto, cosa que aceptó con un suspiro de resignación. Encontró el cargador enchufado junto a un extremo de la encimera de la cocina y conectó el teléfono.

Había un teléfono fijo en ese mismo lado de la encimera y Riley lo miró mordiéndose el labio un momento, indecisa.

Mierda. En realidad, no podía hacer otra cosa.

Apuró su segunda taza de café, perfectamente consciente de que estaba perdiendo el tiempo y por fin hizo la llamada.

Cuando él contestó con un sucinto «Bishop», Riley se esforzó por que su voz sonara tranquila y natural.

– Hola, soy Riley. Parece que tengo un problemilla por aquí.

Hubo un largo silencio y luego Bishop, con voz extrañamente áspera, dijo:

– Eso ya lo habíamos deducido. ¿Qué demonios está pasando, Riley? Te has saltado tus dos últimos controles.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¿Qué quieres decir? -Ella nunca se saltaba los controles. Nunca.

– Quiero decir que hace más de dos semanas que no sabemos nada de ti.

Capítulo 2

Riley dijo lo único que se le ocurrió.

– Me…, me sorprende que no hayas mandado ya a la caballería.

Bishop dijo agriamente:

– Quería mandarla, créeme. Pero aparte de que todos los equipos estaban fuera, tú insististe en que podías ocuparte sola de la situación y en que no me preocupara si tardabas algún tiempo en contactar. No es buena idea que cualquiera de nosotros deje de dar señales de vida. Pero eres una de las personas más capaces y autosuficientes que conozco, Riley. Tuve que confiar en que sabías lo que hacías.

Casi distraídamente, ella contestó:

– No te estaba criticando por no acudir al rescate, sólo me sorprendía que no lo hubieras hecho. -Lo cual significaba que el propio Bishop estaba metido «hasta el cuello» en un caso que no podía dejar. Le dijera ella lo que le dijera, Bishop solía vigilar de cerca a su gente y rara vez permanecía fuera de contacto más de un día o dos en el curso de una investigación.

Claro que probablemente también habría intuido algo si ella hubiera estado en peligro real. O, en todo caso, lo había intuido más de una vez en el pasado. Le pasaba con algunos de sus agentes, aunque no con todos, desde luego.

– Y de todos modos estoy bien -dijo ella-. Al menos…

– ¿Qué? Riley, ¿qué demonios está pasando?

Su pregunta le hizo torcer el gesto, porque si Bishop no sabía lo que estaba pasando, era muy probable que estuviera metida en un buen lío.

¿Cómo se las había arreglado para meterse en una situación lo bastante peligrosa como para cubrirla de sangre y provocar, aparentemente, una amnesia a corto plazo, ocultando al mismo tiempo lo que estaba sucediendo a la formidable percepción telepática del jefe de la UCE?

Quizá la amnesia tuviera que ver con eso. O quizá lo mismo que había desencadenado la pérdida de memoria había creado una especie de bloqueo o escudo. No lo sabía.

Maldición, sencillamente no lo sabía.