– A mí también, amigo mío.
El ayudante del sheriff apostado junto a la valla los conocía a ambos y se limitó a saludarlos inclinando la cabeza y tocándose el sombrero con un murmullo cortés cuando pasaron por su lado, pero la leve sonrisa que esbozó demostraba claramente que había observado su abrazo con interés y sin sorpresa.
– Supongo que todo el mundo sabe lo nuestro -dijo ella con sorna.
– No hemos guardado el secreto. ¿Para qué? Los dos somos solteros y hace tiempo que no necesitamos el consentimiento de nadie.
– Es que suelo ser muy discreta con mi vida privada, eso es todo.
– ¿Otro interrogante que te ronda por la cabeza?
– Digamos simplemente que es otra señal de que hay algo distinto. De que algo cambió cuando llegué aquí. Y es muy exasperante no recordar qué es.
Él la apretó con fuerza, pero sólo dijo:
– Yo apuesto por ti, si te sirve de algo. Dudo mucho que alguna vez hayas perdido una batalla. Al menos, una importante.
Riley quiso decirle que perdería aquella apuesta, pero habían llegado al claro, todavía acordonado con cinta policial amarilla, y se esforzó por olvidarse de todo lo que no fuera aquello.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Ash.
– Ahora -contestó ella-, voy a intentar hacer mi trabajo. Espera aquí, si no te importa.
Él no protestó; se limitó a mirarla cuando pasó por debajo de la cinta y se dirigió hacia las rocas del centro del claro.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– Bueno, si ves que mi cabeza empieza a girar y que me pongo a escupir sopa de guisantes, por favor, sácame de aquí a rastras.
– Por favor, dime que es una broma.
Ella miró hacia atrás y le sonrió.
– Sí. Tú vigila solamente, ¿de acuerdo? Si ves algo raro o sospechoso, rompe la conexión.
– ¿Qué conexión?
– Ésta. -Riley volvió la mirada hacia las rocas, respiró hondo y se concentró en abrir sus sentidos. Acto seguido alargó los brazos y puso ambas manos con firmeza sobre la piedra que tal vez hubiera servido de altar.
Había cerrado inconscientemente los ojos cuando sus manos tocaron la piedra áspera. Aunque las manchas de sangre se habían descolorido hasta formar marcas herrumbrosas que podían confundirse con el color natural de las vetas de la roca, Riley tenía muy presente lo que eran en realidad, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para abrirse a ellas premeditadamente.
No esperaba, en realidad, que pasara nada, teniendo en cuenta que sus sentidos estaban en general ausentes.
Pero casi inmediatamente comprendió que había ocurrido algo. Como si se hubiera pulsado un interruptor o cerrado una tapa, se descubrió bruscamente envuelta en un silencio completo.
No se oía a los pájaros. Ni el ruido distante del tráfico y la gente.
Lo único que oía era su respiración, repentinamente agitada.
Se obligó a abrir los ojos y se apartó violentamente del altar, dando un traspié hacia atrás.
El humo acre del fuego se le metía, picajoso, en la nariz, empeorado su hedor por el azufre. Más allá del claro iluminado por la hoguera, el bosque sombrío podría haber tenido kilómetros de espesor: podría haber sido el guardián impenetrable y atávico de la ceremonia que tenía lugar allí.
Las figuras cubiertas con túnicas que danzaban alrededor del fuego, a unos metros de ella, le resultaban familiares, pero únicamente porque reconocía sus movimientos y sus gestos, y el cántico que murmuraban en una lengua que el mundo moderno, en su mayoría, había olvidado. No veía sus caras. Ninguno parecía consciente de su presencia.
En todo caso, no eran los celebrantes y sus túnicas lo que atrapaba su mirada fascinada, sino el ataúd abierto colocado sobre el altar de piedra.
Lo primero que pensó fue que tenía que haber sido un incordio llevar hasta allí el ataúd, obviamente diseñado para aquel propósito. Y más problemático aún tenía que haber sido ocultarlo a miradas ajenas mientras lo transportaban, con lo grande que era. Pero entonces se dio cuenta de que, a pesar de que a primera vista parecía lacado en oro y muy ornamentado, el ataúd era en realidad de una especie de cartón muy duro. Encajaba perfectamente en la piedra plana que, según sus especulaciones, podía usarse como altar.
Y estaba ocupado.
La mujer llevaba una capucha negra, de modo que Riley no podía verle la cara. Estaba por lo demás desnuda, con los brazos cruzados sobre los pechos, en la postura tradicional de los difuntos. Pero tenía las rodillas levantadas y las piernas abiertas en una invitación obscena a un amante.
Parado a los pies del ataúd, sobre una de las piedras más pequeñas, había otro celebrante ataviado con una túnica y con la cara tapada por una máscara con una calavera pintada, en vez de una caperuza. Tenía los brazos levantados y cantaba un poco más alto que los demás. Saltaba a la vista que era quien los dirigía. Llevaba la túnica abierta y debajo de ella iba desnudo.
Y excitado.
Riley dio un paso atrás, y luego otro. Las ideas y los interrogantes se agolpaban en su cabeza. Aquello estaba mal, y no sólo porque la mayoría de la gente se sentiría sin duda horrorizada por la escena. Estaba mal porque la ceremonia no era así. Había cosas familiares, cosas que Riley reconocía: los cánticos, las velas y el incienso. Hasta el ataúd tenía cabida en una ceremonia satánica, pero no así.
Se suponía que era, por encima de todo, una celebración de la vida, de la fuerza y el poder del animal humano. Y la sexualidad era un elemento importante, pero… Aquello estaba mal.
Antes de que pudiera aclarar sus ideas, levantó la mirada por primera vez y se quedó atónita al ver a un hombre desnudo colgado sobre el ataúd.
Parecía estar inconsciente.
Riley intentó ver su cara, pero cuando tres de los celebrantes se apartaron del círculo que rodeaba el fuego y se acercaron al altar, no tuvo más remedio que mirar qué estaban haciendo.
Fue un movimiento acrobático extrañamente gráciclass="underline" dos de ellos ayudaron al tercero a subirse a lo alto de la piedra más alta, para que quedara de pie, en paralelo, al hombre colgado.
Llevaba una espada corta en la mano, un arma que Riley no había visto nunca y cuya hoja afilada brillaba a la luz del fuego.
Los otros dos celebrantes se acercaron al hombre colgado y levantaron los brazos para agarrarle por los tobillos. Retrocedieron después lentamente hacia el otro lado del altar, tirando de sus pies hacia atrás y sosteniéndolos en alto hasta que la parte superior de su cuerpo quedó suspendida sobre el ataúd y la mujer que esperaba dentro.
Riley casi se lanzó hacia delante instintivamente al comprender lo que iba a ocurrir, pero atajó aquel movimiento involuntario al darse cuenta de que aquello ya había sucedido. O era una visión. O tal vez incluso un engendro de su mente y de su imaginación, alteradas por la descarga de la pistola eléctrica.
Lo importante era que lo que estaba presenciando no estaba sucediendo ante ella.
No había nada que pudiera hacer, salvo mirar, horrorizada.
Los cánticos se hicieron más fuertes, el grupo que rodeaba la hoguera comenzó a danzar frenéticamente. Y entonces alguien a quien Riley no podía ver hizo sonar tres veces una campana.
Y todo se detuvo.
Durante un instante que pareció eterno, sólo los latigazos del fuego y su chisporroteo ofrecieron algún viso de vida o de movimiento. Y entonces el hombre situado a los pies del ataúd pronunció con voz enérgica una frase en latín.
«¿La sangre es poder? ¿Es eso lo que ha dicho?»
El hombre de la piedra más alta se inclinó hacia delante, agarró por el pelo la cabeza del hombre colgado y la echó hacia atrás lo suficiente para poder colocar la hoja afilada de la espada sobre su garganta desnuda.
El hombre apostado a los pies del ataúd pronunció, de nuevo en latín, una frase corta que Riley intentó grabarse en la memoria.