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Riley se preguntó si le estaba ofreciendo una salida por temor a que fracasara, o a que tuviera éxito.

No estaba segura de qué era lo que temía ella misma.

– ¿Dónde está el dormitorio principal? -preguntó.

– Suele ser el que tiene mejores vistas, así que supongo que está arriba -contestó Ash. Se adelantó, añadiendo por encima del hombro-: No es que quiera agobiarte, pero prefiero quedarme cerca, por si acaso.

– Te lo agradezco -dijo Riley. Porque así era.

Riley recorrió la habitación mientras comía otra barrita energética, mirándolo todo, tocando las cosas e intentando con cautela abrir sentidos que no sabía si, más allá de funcionar mínimamente, servían de algo. No estaba captando nada. Ni olores, ni sonidos, ni texturas apreciables. La habitación, decorada en tonos vivos, le parecía incluso extrañamente descolorida.

Aquel extraño velo había vuelto: una capa de algo indefinible que la separaba del mundo. Y que iba haciéndose cada vez más espesa.

Tenía frío. Mucho frío. Pero intentaba no temblar, seguir haciendo su trabajo.

– Era ordenado -dijo al asomarse a un armario en el que había, espaciados a intervalos regulares, una chaqueta de traje y dos camisas.

– No tuvo tiempo de desordenar nada -comentó Ash.

Riley abrió un cajón de la cómoda y señaló varios pares de calcetines y calzoncillos pulcramente doblados.

– Era ordenado.

– Está bien, era ordenado. -Ash hizo una pausa y luego dijo-: Oye, si hay un posible vínculo entre Tate y la gente de la casa de los Pearson, ¿por qué no seguimos simplemente esa pista para conseguir información? ¿Por qué tienes que pasar por esto si no es necesario?

Ella le miró con el ceño fruncido.

– Pasar por esto. ¿Te da la impresión de que estoy haciendo un esfuerzo?

Ash le sostuvo la mirada un momento; después se acercó a ella y le volvió la cara hacia el espejo de encima de la cómoda.

– Mira -dijo.

Por un instante, apenas una décima de segundo, Riley creyó ver a otra mujer parada junto a Ash, tras ella: una extraña imagen doble, como la estela borrosa que deja un leve movimiento en una fotografía.

Y luego desapareció, y Riley se vio a sí misma. Con Ash a su espalda, las manos sobre sus hombros.

Al principio no entendió por qué estaba preocupado. El velo misterioso que desvanecía los colores y embotaba sus otros sentidos se interponía entre ella y el espejo, como entre ella y el mundo.

Pero luego, lentamente, el velo se fue adelgazando y haciéndose más vaporoso. Y Riley se sintió curiosamente más fuerte, más firme sobre sus pies. Observó en el reflejo, fascinada, cómo detrás de ellos la habitación se hacía más brillante y los colores más vividos. Su blusa azul claro y de manga corta y sus vaqueros, los pantalones de Ash y su camisa oscura, hasta sus luminosos ojos verdes, todo pareció hacerse más claro, más diáfano.

Ya no parecía distante.

Ni fuera de su alcance.

Riley miró las manos posadas sobre sus hombros y sus pensamientos dispersos comenzaron a concentrarse.

Maldita sea, Bishop tenía razón. Otra vez.

– Mira tu cara -comenzó a decir Ash-. Está…

Riley levantó una mano para hacerle callar.

– Espera. Espera un minuto. -Arriesgándose a reducir aún más sus reservas de energía, se concentró en escuchar, en aguzar sus sentidos para oír el mar, demasiado alejado de la casa para discernirse claramente a través de las paredes insonorizadas y los cristales reforzados.

Casi inmediatamente, como si una puerta se abriera a unos metros de la playa, oyó las olas, el fragor rítmico del agua al estrellarse contra la tierra. Casi podía sentir la espuma del oleaje lamiéndole los tobillos, el aire ligeramente impregnado de olor a pescado y a sal.

Su sentido de arácnido había vuelto.

Lo aguzó más aún, lo intentó con más fuerza…

…ya estaba muerto cuando llegó al desierto claro del bosque. El humo de las últimas brasas del fuego ascendía rizándose, y el olor a azufre y sangre era casi insoportable. No se acercó al cadáver decapitado, que todavía goteaba sangre, sino que rodeó el claro cautelosamente, con la pistola en la mano y los sentidos en guardia.

Todos sus sentidos.

No estaba captando gran cosa, sólo impresiones tenues de figuras sombrías que se habían movido por allí, que habían bailado allí, que habían condenado sus almas en aquel claro. Un eco residual de sus cánticos y de campanas, y de invocaciones en latín.

Pero ninguna sensación de identidad, ni de vida. Era extraño. Como si los fantasmas de su cabeza fueran sólo eso: efigies irreales conjuradas, imágenes de una pesadilla superpuestas a aquel lugar.

El cadáver, en cambio, era real. Aquel hombre había sido torturado y asesinado en el claro, no había duda. Riley sabía que, si lo tocaba, el cuerpo aún estaría caliente.

Las piedras salpicadas de sangre eran reales. El fuego mortecino. El círculo de sal que vio en el suelo.

¿Para santificar el círculo, o para proteger a quien estuviera dentro de él?

No lo sabía. Y cuanto más intentaba abrir sus sentidos, más cobraba conciencia de una barrera. Los ruidos normales de la noche tenían un matiz amortiguado. El hedor acre del sulfuro se iba disipando más rápidamente de lo que esperaba, más rápidamente de lo que debía, y la sangre…

Ya no olía la sangre.

Miró rápidamente el cadáver, convencida a medias de que también lo había conjurado su imaginación. Pero el cuerpo sin vida seguía allí colgado.

Dio un paso hacia él y se quedó paralizada, dándose cuenta bruscamente de que por primera vez había entrado dentro del círculo.

El círculo cerrado.

A su alrededor se hizo un completo silencio, y su vista comenzó a emborronarse. Intentó moverse pero no pudo, no pudo ni siquiera levantar la pistola o emitir un sonido, y la oscuridad se volvió algo tangible que la envolvía en un frío abrazo del que no podía escapar.

Apenas hubo tiempo para que tenues asomos de comprensión se abrieran paso por entre la oscura bruma que cubría su mente.

Apenas hubo tiempo para que comenzara a comprender lo que le estaba ocurriendo.

Y entonces la potencia de un tren chocó contra ella, un dolor abrasador se extendió por sus nervios, un fuego brillante ardió en su mente. Por un instante eterno, se sintió literalmente conectada con la tierra de debajo de sus pies, como si una lanza de energía ardiente traspasara el suelo.

Como si toda su fuerza se descargara en ella, a la manera de un pararrayos…

– Riley…

Sólo cuando su voz la devolvió a la habitación en la que estaban, se dio cuenta de que había cerrado los ojos, y al abrirlos vio reflejado el semblante preocupado de Ash. Y sintió sus manos todavía sobre los hombros, apretándola ahora más fuerte, casi sosteniéndola erguida.

Se equilibró con esfuerzo.

– Perdona, Ash, pero…

– Mira tu cara, Riley.

Se dio cuenta de que había estado mirando la de él, y fijó la mirada en la suya.

Aquel escalofrío volvió con nuevo ímpetu.

Su cara se veía demacrada. No como si hubiera envejecido, sino como si estuviera hambrienta.

Levantó los dedos, palpó sus pómulos afilados y los huecos que había debajo de ellos. Huecos que unas horas antes no eran tan pronunciados.

– Esto no es normal -dijo Ash, y su voz se enronqueció por primera vez.

– No…, no es natural -puntualizó ella lentamente.

– ¿Qué diferencia hay? Dios mío, Riley, estás quemando calorías tan deprisa que no puedes aguantar las demandas de tu cuerpo. No puedes seguir forzándote, tienes que dejar de intentar utilizar tus capacidades paranormales porque quizá las destruyera la descarga eléctrica.

Sin dejar de mirar el rostro macilento del espejo, aquellos ojos cuya intensidad febril parecían desmentir el frío que hacía temblar su cuerpo, Riley dijo:

– No creo que sea eso. Puede que fuera el principio. Seguramente lo fue. El primer paso. Pero no se trataba de quitarme de en medio. No querían matarme. Querían debilitarme. Hacerme vulnerable.