Riley apartó la mano de la de Ash y repitió lentamente:
– Le conocías.
– No. Y sí.
Ella esperó.
Ash miró a Gordon y volvió luego a fijar su intensa mirada en la cara de Riley.
– Te dije que dejé la oficina del fiscal del distrito de Atlanta porque estaba cansado de los políticos.
Un recuerdo, borroso e incompleto, cruzó su mente, pero Riley no hizo intento de atraparlo. Se limitó a esperar.
– Sólo era parte de la verdad. Me fui también porque perdí un caso que debería haber ganado. Antes de empezar a actuar en diversos Estados, John Henry Price fue procesado por un cargo de asesinato en Atlanta. Era culpable. Pero yo no pude convencer al jurado.
Esta vez, el recuerdo afloró de forma nítida en la mente de Riley.
– No vi tu nombre. En el expediente del caso. Sólo decía que a Price le cogieron sólo una vez, en Atlanta, hacía más de cinco años. Y que fue procesado y absuelto.
Torciendo la boca, Ash dijo:
– Pruebas circunstanciales, lo que no es tan raro en un juicio por asesinato. Pero a mi modo de ver eran suficientes. Tenían que serlo. Porque miré a los ojos a ese tipo y fue como ver el infierno.
– Lo sé -dijo Riley-. Le seguí durante meses. Vi los cuerpos deshechos de sus víctimas. Incluso me introduje en su cabeza. O él en la mía. En cualquier caso, no estoy segura de que, si hubiera tenido ocasión de cogerle con vida, lo hubiera hecho.
Ash respiró hondo y soltó el aire lentamente.
– Yo tampoco vi tu nombre. Sólo las noticias del periódico, informando de que un agente federal le había matado de un disparo. Después de asesinar a todos esos hombres. Hombres a los que no habría matado si yo hubiera hecho bien mi trabajo.
– No fue culpa tuya. Era muy listo. Y muy cuidadoso.
– Y un buen fiscal no le habría dejado escapar. -Ash se encogió de hombros-. Tengo que vivir con esa certeza todos los días.
Pasado un rato, Riley alargó el brazo y volvió a entrelazar sus dedos con los de él.
Gordon, que les había escuchado y observado sin decir palabra, dijo entonces, lentamente:
– ¿Soy el único en esta mesa que no cree en las coincidencias?
Riley sacudió la cabeza.
– Yo tampoco creo en ellas -dijo Ash-. Pero no le veo sentido. Si es que estamos pensando que esto tiene algo que ver con Price.
– Está muerto -dijo Riley-. Nunca recuperaron el cuerpo, pero está muerto. Darle caza es uno de los recuerdos más potentes que tengo. Sigo reviviendo ese momento, como un fogonazo. Tiene que haber alguna razón. Tiene que haberla.
Gordon se frotó un momento la mandíbula y luego dijo:
– Has dicho que se metió en tu cabeza o que tú te metiste en la suya. No podría seguir siendo así, ¿verdad?
– No. Me habría dado cuenta. La unidad ha tenido que enfrentarse a casos en los que una energía sin encarnadura, un alma, si lo preferís, habitaba y hasta controlaba a otro individuo.
– ¿Una posesión? -Ash sacudió la cabeza-. No creo que sea posible.
– Quédate conmigo y verás cosas increíbles. -Riley suspiró-. Las posesiones pueden ser bastante reales, pero no creo que se trate de eso. Le perseguí, me metí en su cabeza o él en la mía y llegué a conocerle muy, muy bien. Price tenía un alma tan negra que no creo que pudiera esconderse dentro de otra persona. Al menos, sin delatarse.
– ¿Y los asesinatos de Charleston? -preguntó Gordon.
– Un imitador, según Bishop.
– ¿Y él lo sabe?
– Lo sabe.
– Está bien. Entonces, quizás el hecho de que tanto tú como Ash estéis relacionados con Price no signifique nada.
– Sí. Y el conejito de Pascua existe.
– Cosas más raras han pasado -le recordó Gordon-. Los dos las hemos visto. Pero si tú dices que Price está muerto y que no anda por ahí llevando el cuerpo de otra persona, a mí me basta con eso.
– Ojalá me bastara a mí -dijo Riley.
Capítulo 20
Dos años y medio antes
– Ya te tengo -susurró Riley con los ojos fijos en su presa, que caminaba con paso enérgico por la acera llena de baches. Decir que aquella zona era pobre habría sido un eufemismo: aquellas calles oscuras, cercanas al río, llevaban mucho tiempo abandonadas cuando una inundación primaveral convirtió el atracadero en poco más que una ensenada muy alejada del flujo del tráfico.
Faltaba poco para que amaneciera, la luna se veía llena y brillante en el cielo, y Riley llevaba toda la noche siguiendo a Price. Había confiado en que hiciera un movimiento mucho antes, pero aunque había entrado en diversos bares, siempre salía solo. Y en ese momento se dirigía a lo que antaño había sido un muelle grande y ahora no era más que un armazón raquítico con unas pocas barcas amarradas.
Riley sintió un cosquilleo de inquietud, pero no permitió que le hiciera dudar. Tenía su arma en la mano e iba vestida para andar, con vaqueros y deportivas. Y, lo que era más importante, tenía a John Henry Price a la vista.
No iba a dar marcha atrás por una angustia sin nombre.
Aunque, después de más de una semana entreviéndole apenas, ¿por qué esa noche era tan visible? ¿Por qué se dejaba ver?
¿Se dejaba?
«Te estás quedando atrás, pequeña. ¿No puedes seguir mi ritmo?»
Riley apretó el paso instintivamente, haciendo a un lado sus dudas. No iba a perder aquella oportunidad.
Pero ¿por qué avanzaba él a lo largo del muelle, dejando atrás las barcas, hacia el fondo, donde no había nada, excepto el agua lenta y turbia?
«Porque esto se acaba aquí, pequeña.»
Riley no se había dado cuenta de que estaban tan cerca, a menos de diez metros de distancia, cuando él se volvió de pronto para mirarla y levantó la mano, con el brazo extendido.
A pesar de que era rápida, Riley apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando el arma que Price tenía en la mano retrocedió y ella sintió el impacto de la bala.
«No vas a ganar, cabrón. ¡No vas a ganar!»
«Ya he ganado, pequeña.»
Pero mientras caía, Riley apuntó, impulsada por la determinación, más fuerte que cualquier otra cosa que hubiera sentido, de detener a Price en aquel preciso instante. Disparó dos veces mientras se desplomaba y tres veces más cuando ya estaba en el suelo.
Y dio a Price de lleno en el pecho.
Price dejó caer la pistola y se tambaleó, dio uno o dos pasos hacia atrás, se balanceó durante unos segundos eternos al borde del muelle y cayó luego de espaldas a las perezosas aguas del río.
Vagamente consciente del intenso dolor de su hombro izquierdo, Riley se quedó tendida en el suelo, mirando el final del muelle, donde se alzaba Price unos momentos antes. Intentó abrir su mente, sus sentidos, de forma instintiva, y mientras oía cómo empezaban a gemir las sirenas distantes, habría jurado que un último susurro resonaba en su mente.
«No cantes victoria aún, pequeña.»
En la actualidad
– No me dijiste que ese cabrón te pegó un tiro -dijo Ash.
– Te lo estoy diciendo ahora. -Riley se encogió de hombros-. En el hombro izquierdo, y no me hizo nada grave.
– No tienes cicatriz.
– Nunca me quedan cicatrices. Si no, parecería un mapa de carreteras.
Ash le lanzó una mirada.
– Gordon no bromeaba al decir que eres como un pararrayos para los problemas.
– No. Considérate advertido otra vez.
– Me considero advertido. -Eran casi las cuatro de la tarde cuando Ash aparcó su Hummer cerca de los restos carbonizados de la casa de primera línea de playa que supuestamente había incendiado un pirómano.
– ¿Qué esperas encontrar? -preguntó Ash cuando salieron del vehículo.
– No lo sé. Seguramente nada. -Riley esperó a que pasaran bajo la cinta amarilla que rodeaba lo que quedaba de la casa para añadir-: Hay algo que me inquieta desde que vine aquí con Jake. Pero no sé qué es.