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En lugar de reunirse con los demás, se quedó donde estaba, al borde del claro, con las manos metidas en los bolsillos delanteros de sus vaqueros, y estuvo mirando unos minutos. Ignoró a los ayudantes uniformados y a los técnicos que rondaban por allí, ignoró los fragmentos de conversaciones que oía, se desentendió de todo salvo del escenario del asesinato.

Leah tenía razón: nadie podía ver aquello sin comprender que se trataba de un asesinato.

Riley miró lo que había dejado el asesino. El cuerpo decapitado y colgado aún por las muñecas, las rocas manchadas de sangre de debajo. Los restos de un fuego cerca de allí, que un técnico estaba fotografiando en ese momento.

Le parecía…, familiar.

– Riley, gracias por venir.

Ella volvió la cabeza al oír su voz, aferrándose con esfuerzo a su objetividad de profesional. Era una voz bonita. Y un envoltorio bonito: del tipo alto, moreno y guapo. Adornado por unos ojos azules y penetrantes.

Sí, estaba buenísimo. Quizá por eso había salido con él.

El sheriff Jake Ballard llevaba su uniforme con un aire que daba a entender que era consciente de lo guapo que estaba con él. Caminaba con aplomo, sin pavonearse. Y tenía una de esas sonrisas que la naturaleza diseñaba para seducir a la hembra de la especie, incluso en un momento así.

Riley no era inmune a ella.

– Hola -dijo-. Qué cosas tan bonitas pasan en este pueblecito encantador.

– Dímelo a mí. -Sacudió la cabeza y añadió-: Siento interrumpir tus vacaciones, pero, francamente, quería la opinión de alguien que seguramente sabe mucho más de estas cosas que cualquiera de nosotros.

– ¿Y has pensado en mí?

Él pareció avergonzado, y Riley intentó no pensar que era porque sabía que aquella expresión le sentaba bien.

– Está bien, me informé sobre ti cuando llegaste. Luego no te lo dije porque…, bueno, porque pensé que me lo dirías a su debido tiempo.

– ¿Decírtelo?

– Lo de la Unidad de Crímenes Especiales. No es precisamente un secreto en los círculos policiales, ¿sabes? Hice unas cuantas llamadas. Y descubrí que no es solamente la típica jerga absurda del FBI.

Arriesgándose, Riley preguntó:

– Tú no crees en lo paranormal.

Él levantó las cejas.

– ¿Y eso es problema?

– Para mí, no. Suele pasarnos.

– Ya me lo imagino.

– Pero si no crees en ello, ¿qué valor puede tener mi opinión?

– Eres una investigadora con experiencia, y tu unidad se encarga constantemente de asesinatos. ¿No es así?

– Sí.

– En eso sí creo. En tu experiencia. Con eso me basta.

Riley le miró e intentó encontrar un recuerdo, un solo recuerdo.

Nada.

En cuanto a su clarividencia, estaba tan ausente como su memoria. Lo único que sabía era lo que le decían sus sentidos normales, ligeramente embotados. Jake Ballard era muy guapo, tenía una voz bonita y llevaba colonia Polo.

– Riley, necesito tu ayuda -dijo-. O por lo menos tu opinión. Puedo llamar a tu oficina y hacerlo oficial para que estés de servicio. No hace falta perder tiempo de vacaciones.

Ella vaciló. Luego dijo:

– Si lo haces oficial, seguramente mi jefe querrá mandar a un agente o dos más. Casi nunca trabajamos solos.

El sheriff hizo una mueca.

– Eso no me apetece tanto. A las autoridades locales no les sentaría bien que el FBI se hiciera notar. Si ahuyentamos a los veraneantes…

No tuvo que completar la frase. Los lugares como Castle y Opal Island no dependían de los ingresos veraniegos tanto como las zonas de la costa norte; el invierno tan al sur era templado y corto, y los visitantes llegaban todo el año. Pero aun así la temporada veraniega era la que producía mayores beneficios, por la subida de los alquileres y la actividad de otros sectores.

Riley dijo con voz suave:

– Sí, imagino que a mi jefe no le importará que esto sea semioficial.

«Sí, seguro. A Bishop no va a hacerle ninguna gracia que ahora haya un asesinato.»

¿Y por qué demonios no se lo había dicho cuando le había llamado para explicarle dónde estaba el paquete para el mensajero?

«Pero ¿qué me pasa?»

– Puedo explicarle la situación -continuó, intentando superar su incertidumbre-. Y puedo figurar en los papeles como asesora de tu departamento, no como investigadora.

– Por mí, bien -dijo él enseguida-. Mira, el forense quiere retirar el cuerpo…

– No. -Suavizó su respuesta con una sonrisa-. Sería de gran ayuda que alejaras de aquí a tu gente un rato. No mucho, sólo unos minutos. Me gustaría dar una vuelta, ver el sitio más de cerca antes de que algo cambie.

– ¿En busca de vibraciones? -Su tono no sonaba muy burlón.

– En busca de lo que encuentre -contestó ella amablemente.

Jake se quedó mirándola un momento. Luego se encogió de hombros.

– Claro, no pasa nada. Mi equipo forense ha hecho todo lo que se podía hacer, y ya tenemos un montón de fotografías del lugar de los hechos. Pero la gente que tengo peinando el bosque no ha acabado todavía.

– No hay por qué llamarlos. Sólo necesito que despejéis la zona inmediata alrededor del cadáver.

Él asintió y se alejó para empezar a dar órdenes a su gente de que se retirara temporalmente a los vehículos.

Leah, que se había quedado en silencio allí cerca, murmuró:

– No sé si quiere de verdad tu ayuda o si sólo quiere tener una excusa para que Ash no se oponga a que te quedes por aquí.

– Mmmm -dijo Riley.

«¿Quién diablo es Ash?», se preguntó.

Capítulo 4

Era uno de los escenarios más sangrientos a los que había tenido que acudir.

Los ayudantes y los técnicos habían desaparecido. Sólo el sheriff y Leah la observaban desde el sendero. Riley comenzó a moverse lentamente por el claro, concentrada en abrir todos sus sentidos.

Le costaba concentrarse teniendo tantos interrogantes en la cabeza, pero lo intentó con todas sus fuerzas.

El olor a sangre era el más fuerte: no necesitaba un sentido del olfato especialmente afinado para saberlo. A fin de cuentas, había mucha sangre por todas partes.

Justo debajo del cuerpo colgado estaban las rocas. Que, si hubiera sido posible bromear ante una escena tan horrenda, podrían haberse descrito como una silla para un gigante. O para un gigante pequeñito, en todo caso. Porque el «asiento» de aquella silla, aunque de un metro veinte de ancho por uno de fondo, le llegaba a Riley por la cintura. Pero el «respaldo» rondaba los dos metros de alto, era tan ancho como el «asiento» y sólo tenía unos treinta centímetros de grosor.

La primera vez que lo vio, Riley pensó que no parecía una parte natural del entorno.

Ah… un recuerdo.

Había estado allí con… Gordon. Eso era. Él la había llevado poco después de su llegada a la isla, porque…

– …y a los chicos se les ocurrió enseñármelo a mí seguramente por las historias que les había contado sobre que mi bisabuela era una sacerdotisa vudú.

– Eso es una tontería, Gordon.

– Sí, pero ellos no lo sabían. Un negro grandullón de Luisiana hablando de vudú. ¿Quién no va a creerle?

– Yo.

Él se rio con una risa profunda y retumbante.

– Sí, pero tú llamarías mentiroso a san Pedro si se presentara ante las puertas del paraíso, nena.

– Dejemos mis creencias religiosas, Gordon. ¿Los chicos te dijeron que encontraron los huesos aquí? ¿En esta piedra?

– Sí, justo aquí. Un círculo de huesos ensartados con sedal y colocado sobre una cruz invertida hecha de…

– ¿Riley?

Ella parpadeó y miró al sheriff.

– ¿Hmm?